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domingo, noviembre 08, 2009

Muros (cuento)

(Celebrando el 9 de Noviembre de 1989, veinte años después)

Nota: Es un cuento largo, son 20,000 palabras, como 32 cuartillas, lo tenía que poner, lo siento :D

¿Qué se puede decir? Aquí lo que existe es una historia entrelazada que... mmm, ¿hasta qué punto estas pequeñas introducciones quitan o destacan hechos que de otras maneras se leerían a continuación? ¿Les quita o les da interés? ¿A qué te debes de dedicar cuando escribes? ¿A hablar solamente de lo que conoces? ¿De tus alrededores? ¿De la gente que conoces?

Es en ese tenor que empecé a escribir sobre ciertos hechos de los cuales al parecer no hay relación, pero que sin embargo sí puede haberlos. Todo en la vida está conectado, lo único es encontrar en qué está conectado, parte de la diversión de la vida es esa, encontrar las conexiones.

¿Estará todo relacionado? ¿O será todo una ficción muy bien entrelazada con miríadas de subtramas, en las que alguien nos engañó haciéndonos creer que somos protagonistas de producciones que no fueron más que meras pequeñas piececitas e algún gran reloj mecánico que marca los péndulos de las galaxias? ¿O sólo seremos los granillos pequeños que vamos cayendo lentamente en los desiertos horarios de nuestras aparentes grandes vidas?

Fuera de filosofías baratas, las conexiones sí pueden estar ahí.

Es sólo un pequeño planeta no infinito por definición axiomática.

Encontrémoslas.

—Pero yo te hablaba de Yao Yongzhan... Que perdió a su padre muy joven y que se puso a estudiar técnico electricista. Que estando en su provincia natal alguien le sugirió que viniera a Beijing a trabajar. Que algo estaba sucediendo aquí en la capital... Aunque perdiera derechos y subsidios.

Ese tipo de impulsos es de los que más le impresionaban a Wang, que hasta hacía poco nunca había salido de su pequeña ciudad. Nunca había tenido necesidad. Y él se sentía entonces orgulloso de ello. “Fui sólo un necio”, se dijo de inmediato.

—Beijing fue un cambio impresionante para él. Grandes calzadas, imponentes edificios... las miles de campanillas de sus bicicletas por las amplias calzadas, la modernidad del pueblo.

Wang al mismo tiempo confirmó su necedad, humillado de sentir igual que los campesinos que tenían la oportunidad de dar un vistazo a la gran ciudad.

Una cosa era verlo en televisión o en las películas oficiales, pero estar ahí, en medio del centro del mismo mundo. Increíble, la sensación no dejaba de ser abrumadora. Y él tampoco se la podía quitar. Era, y siempre sería, sólo un campesino vestido con un traje de ciudad. Un barniz que hasta el viento podía llevárselo si soplar quisiera.

Hablaba de miles de años de peso alrededor de su persona y sus mismos ancestros lo podrían atestiguar si pudiesen.

Tshuan Bin, todavía perdido en su sueño despierto, dijo:

—Probablemente no haría nada por cambiarlo.

—¿Y porqué pensabas que podías cambiar algo?

—La gente debería de ser capaz de hacerlo.

—Estás ilusionado, te advierto, estás mal. No estás con nosotros.

—“Nosotros” suena a multitud. Ustedes pueden ser sólo tres.

Tshuan hizo una pausa mientras tomó un sorbo a su bebida.

—Pero así es esto. No hay nada que te diga que las cosas están mejor en todo el mundo. Así deben de ser las cosas. El estado nos busca trabajo, el estado nos brinda las oportunidades. El estado es el que busca el bienestar. Es su deber, Wang, te lo digo.

—No significa que sea lo mejor, Tshuan.

—Y nadie lo afirma y nadie se pelearía contigo afirmando eso. Pero yo sé que las cosas están cambiando.

—¿Gracias a quién?

—Hay inercias. Hay movimientos...

—Aquí ya no hay movimientos. No puede haberlos.

—Eso es lo que tú crees, Wang. No siempre se puede permanecer así. Hasta las montañas cambian. Eso lo he leído. No me digas que eres ignorante y que tú tampoco lo has leído...

—No siempre fui campesino ignorante. Sé lo de las montañas...

—Eso te debe dar fe.

—La tengo. Créeme que la tengo.

Tshuan miró a la gente ir y venir.

—Míralos. Están contentos. ¿O crees que todavía tienen furia interior suficiente para que deseen cambiarlo todo? Ya no hay marchas, ni huelgas de hambre, ni protestas, nada de estatuas blancas, débiles, que se destruyen con facilidad...

Wang trató de concentrarse en las caras. No encontró señales de rebelión. “¿La rebelión tiene rostro?”, se preguntó.

—No, no lo creo, la verdad.

—Te lo digo yo, Wang. Mis padres me lo contaron. Y sus padres se lo contaron a ellos. Los cambios en China fueron duros. Hubo emperadores, lo recuerdas. Tiempos de gente primitiva. Aún así eso de la grandeza de la China antigua no lo creo mucho. Son cosas que yo ya no me trago. A donde veas hay campesinos, gente ignorante. Donde hay ignorancia hay muerte. Los viejos monumentos son sólo eso, viejos. Piedras sobre piedras sobre piedras sin sentido. La grandeza deja huellas, no edificios viejos, ruinas pobladas por desperdicios de murciélagos...

Escupió.

—Ha habido avances, Tshuan, no puedes negarlo.

—Sí, nunca lo negaría, la gente no se muere de hambre a tu vista, se mueren en las provincias interiores. Hay grandes proyectos ahora. Tenemos fuerza como para darle miedo al mundo. Por ejemplo, inundarán gran parte del Reino Medio allá en el interior. Allá está la gloria.

—¿Y eso qué? ¿Comemos mejor? ¿Nos vestimos mejor? Yo quiero tener un automóvil —Wang sonrió pese a su preocupación de que los pudieran escuchar—.

— ¿Crees que los demás no tienen deseos de progresar? Pero eso debe tener pausas, debe tener etapas y sobre todo, tú bien lo sabes, paciencia. No todo se consigue de la noche a la mañana. No te dejes convencer, Wang, tienes remedio.

—¿Paciencia eterna? ¿La gracia de esto es saber esperar? ¿Eso es lo que me quieres decir, Tshuan? ¿Qué es sólo cuestión de tiempo?

—Tal vez.

Los amigos guardaron silencio. Tshuan, el hombre de canas, fatigado, pensó en su familia, en los deseos de su hija de querer estudiar algo que no instruían más que en las universidades más importantes de las capitales de las provincias, o en Shanghai o en Beijing, en las que sólo los muy inteligentes o con muy buenas conexiones, guanxi, en el Partido pueden acceder. Y si su hija no lo conseguía se iba a amargar más y lo iba a hostigar de manera tremenda, como lo había estado haciendo desde la muerte de su madre. Hostigar a su padre por haber nacido mujer.

—No hay soluciones, ¿verdad?

Suspiró. Wang lo miró, ahora creyendo que debería de animar a su amigo.

—Sí las hay, estoy seguro de ello. Debe haberlas.

—O eso, o paciencia, como ya dije.

—Tal vez ya tuvimos demasiada.

Tshuan Bin miró a los lados con nerviosismo. La gente iba y venía por ese pasillo sin querer mirar a nadie. Casi daba la noche después de un crepúsculo lleno de esa ambigüedad y ambivalencia que tiene el diurno de vespertino a nocturno.

—Olvidas muchas cosas. Nos pueden reeducar cuando quieran, a través del trabajo, a muchos los han aprisionado sin juicio. O nos pueden reformar. O retener, o que nos vigilen en la casa, como ya lo hacen con muchos. Todo lo pueden hacer cuando quieran. Eso, no sé tú, me llena de miedo, y esa es la verdad. Soy humano y tengo mis límites.

Wang ya tenía la respuesta a punto de boca cuando en eso vieron los dos con cierta sorpresa que un papel les había sido dejado en el mostrador. Una sombra rauda se retiraba con prisa.

Decía con caracteres claros, negros, mano llena de firmeza: “¡Reunión hoy en la noche!”

—¡Espera!

Wang miró el rostro de la chica por la pequeña unidad de tiempo en la que pudo posarse en su mente. Su corazón dio un vuelco. Le recordó a alguien que tenía ya algo de tiempo de no ver. Y que tenía la seguridad de una firme sensación de que jamás volvería a saber de ella. Hasta ahora.

La chica que lo había entregado se había integrado en la multitud.

El papel los acusó durante un instante. Venía el nombre del grupo: “Xia Zhongyi” y venía una hora.

Sólo podría significar una sola cosa. El grupo había decidido reunirse una vez más.

No tenía objeto. No iría. Sería una soberana estupidez.

Ambos, Wang y Tshuan se miraron. Pero Tshuan bajó la vista.

Enrique recordó que al menos uno no lo podía creer. El otro volvió a lo que sucedía, fingiendo, indiferente su mirada, ni siquiera le dedicó un solo pensamiento al verdadero problema que sucedía en la sala acondicionada. Su piso y techo falsos, racks de comunicaciones por todos lados, rampantes unidades de disco de 500 megabytes, puntillosas unidades de cinta, siempre engañosamente titubeantes, impresoras de cadena, rugientes, poderosas, precisas. El olor acre, desprovisto artificialmente de toda humedad, llegaba a picar la nariz en ese ambiente de los eternos doce grados centígrados, ni uno más, ni uno menos.

No valía la pena. El empleado de intendencia al fondo siguió en su limpieza.

Process ID: 27, Process Name: IMDB, Memory Amount: 4188 Kb.

Enrique ya llevaba dedicado un buen tiempo a mirar las estadísticas en pantalla.

“Maldito proceso, comienza a tragar memoria como loco”. Eran 8192 KB posibles máximos de memoria. Debía ser suficiente para toda la empresa, y normalmente lo eran. Había quince procesos trabajando como locos, consumiendo sus valiosos recursos, probablemente trabajando en conjunto con la base de datos.

De una mirada se podía adivinar por sus prefijos, “RP”, que los identificadores pertenecían todos a la división Regio Plásticos. Además había catorce procesos más en cola esperando por recursos de memoria. Esta no iba a alcanzar para todos. El sistema se iba a “colgar” una vez más, era cuestión de minutos. La parálisis total del sistema.

—Enrique, ¿es el kernel el que te está dando problemas otra vez?

Panchito Menéndez le miró desde arriba desde su paradójica corta estatura. Como siempre tenía un cigarro entre los dedos desafiando su propia iniciativa como gerente de sistemas de Regio Corporativo, puesta en un gran cartelón en la pared frente a él, que decía: “Estrictamente Prohibido Fumar”.

—Sí, Panchito, es lo que te comenté de los parámetros de la configuración...

— ¿Y ya preguntaste con los güeyes estos de Control Data?

Enrique contestó con rapidez, en la idea fija en él de siempre querer impresionar a su gerente a cargo, dos escalafones hacia arriba, pasando a su propio jefe, Raúl Ponce.

—Me dijeron que lo estaban verificando, me sugirieron en su memo de respuesta que le moviera a los recursos asignados de paginación... Algo así como sugerencia de realiza una prueba y checa el error...

Panchito le miró con paciencia que Enrique imaginó que era simulada:

—Espero que sea suficiente, la gente de Alejandro nos está presionando...

—Sí, la tengo presente...

Process ID: 27, Process Name: IMDB, Memory Amount: 4623 Kb.

Diecisiete procesos en cola. Podían llegar más, pensó Enrique.

—¿Ya se está “arranando”? ¿Tan temprano?

—Sí, tendré... tendremos que matarlo... Espero que hayan salvado las transacciones de hoy...

—Es temprano... espero que no le hayan metido mucho... ¿qué día es hoy?

—Lunes, seis de noviembre...

Process ID: 27, Process Name: IMDB, Memory Amount: 4790 Kb

Veintiún procesos en fila, uno tras otro.

Mal día. No por lo de la mala suerte sino por lo de recién pasado fin de quincena y los capturistas habían de estar llenos de órdenes de trabajo.

—Pero son casi las diez...

—Mejor así... mejor ahora y no después...

Process ID: 27, Process Name: IMDB, Memory Amount: 4951 Kb

Veintitrés procesos en cola.

Enrique dijo:

— ¿No sería mejor avisarles? Los de Plásticos son muy quejumbrosos... ya sabes...

No quiso agregar que no era del todo correcto estropear el trabajo de más de dos horas a más de treinta personas de manera tan arbitraria, sin avisarles siquiera. Sesenta horas-hombre de trabajo al fin y al cabo eran muchas horas. Aunque te cayera mal esa gente. “Neciarios” que eran y todo.

—Como quiera no hacen caso...

Enrique suspiró por dentro. Panchito era muy radical en sus decisiones. Pero era el jefe y era reconocido plenamente como tal. La autoridad era la autoridad.

Panchito tomó el control de la terminal maestra y tecleó lentamente los comandos más temidos en la computadora CDC 930: “K” de “Kill”, “P” de “Process”, “27” correspondiente al número de identificación del proceso jerárquico madre de IMDB, el mismo kernel de la base de datos.

IMDB o Integrated Management Data Base, Sistema Autónomo de Base de Datos Relacional, producida por la compañía Batelle, Inc., proveniente de Battle Creek, Michigan, USA, en contrato proveedor-cliente con Control Data Corporation, 1988.

Al presionar Panchito la tecla de “SEND”, el proceso identificado con el número “27” desapareció de inmediato.

En el mismo instante entraron en memoria ocho procesos. Pero desaparecieron diecisiete restantes. No quedó ninguno que trajera el temible prefijo “RP”.

Los teléfonos empezaron a sonar.

Enrique miró al primero de ellos. Parecían sonar furiosos.

—Ahí te encargo, Enrique. Resuélvelo.

Panchito se levantó y ni le miró.

Enrique pensó esa vez, y de hecho, una vez más, en lo mal que iba a quedar con todos los usuarios. No era justo que él cargase con la culpa. Pero, ¿cómo iba a culpar a Panchito? ¿Quién se lo creería? ¿Cómo sonaría? El novato era él, después de todo, el que normalmente se equivoca. ¿Cuánto tiempo tenía de estar ahí con posibilidades de utilizar la misma consola principal de todo el sistema? Un sistema que tenía usuarios de Plásticos por toda la república. Era como para estar desalentado. Como subir cuesta arriba. Ya les caía mal a algunos de los usuarios por cosas así, de las que no era responsable directo.

“Resuélvelo”

Eso fue en la mañana y Enrique todavía lo rumiaba.

Los necios siempre dicen cosas necias.

—Necios son los que esperan que surjan los milagros de la nada...

Los dos, el viejo y el joven, se miraron como pistoleros retadores en duelo. Cada uno de ellos tenía algo que decir, un arma llena con municiones, listas para disparar. No eran armas nuevas y finalmente de ponernos a pensar todos hemos de haber usado algunas, o estaremos por usarlas en el próximo futuro, que ya nos llegará a todos.

—¡Ahí están los signos en las calles! Me dijeron mis amigos que tal vez ya esté por caer... Ha habido muchas presiones, las has visto, de seguro ni tú la has podido ignorar... El Nuevo Forum, las protestas de aquí mismo, lo de Leipzig...

—¿Pero cómo se te puede ocurrir que van a abrirnos la frontera? Eso es totalmente ridículo... como si fuera sencillo devolver el reloj cuarenta años... para ustedes puede ser fácil, pero para nosotros...

El joven, Rudi, consideró que era ya su tiempo para desenfundar. Disparó:

—¡Entre los húngaros y los austriacos lo están haciendo! Un buen favor de amigos para amigos... Le llaman la Gran Jornada a Occidente... No sé como los húngaros lo están llevando a cabo pero están desafiando a todo lo que es soviético... con Pacto de Varsovia y todo...

—Eso es más fácil... sólo es romper alambradas... ya sabes, los periódicos dicen que sólo son ratas que comercian vidas humanas por piezas de platas... aquí hablas de otra cosa... Están todos los vopos... órdenes de tirar a matar... con ellos no se juega... están entrenados a no sentir nada... sólo le son fieles al Partido y a la bandera... bueno, eso dicen los bastardos...

El viejo guardó silencio antes de continuar:

—Son unos tontos... Yo jamás te dejaría salir, ya te dije: estás muy chico... no sabes de muchas cosas...

—Lo haré si quiero, no me lo podría perder... es una oportunidad única...

—No puedes hacerlo, si te pasas del límite los vopos al verte te dispararán, ya te dije...

—Lo dudo, muchos ya están de nuestra parte... me lo dijeron en la escuela... que los demás tienen miedo, que están muy confundidos... Lo he visto en sus caras...

—Ellos sólo están de su parte y de la STASI... Y ya te dije: ¡No les veas las caras! ¡Nada de mirarles el rostro! Son animales, son... cerdos...

Rudi miró a su tío. Últimamente sentía que no podía comprenderlo... Ya eran demasiados años sin sus padres... ¿qué pensarían ellos? “Es claro que también tiene miedo, los mayores lo tienen siempre”, concluyó.

Dejó el lugar sin mirar atrás. No supo si su tío le dijo algo más. Comprendió que le era insoportable estar con él en ese momento.

Iría a mirar las luces de la ciudad en un punto cerca relativamente de lo que se solía llamar Checkpoint Charlie, el viejo cuartito o estación que resguardaba las puertas de Europa Occidental de Europa Oriental, o al revés, de una vida decadente a una vida con... “vida”. Pero Rudi no comprendía con exactitud cuál era cual. Los tontos son los que crecen y se meten con todo eso. Ya habría tiempo.

Caminó por uno de los callejones que conducían a uno de los mejores puntos de la ciudad desde donde se podía mirar las luces de la ciudad de Berlín. De ambas Berlínes. Berlín Occidental. Berlín Oriental. La luz y la oscuridad. Era estúpido por donde se viera. Las cosas no debían ser así de tajantes. Tan contrarias.

Se quedó mirando por un largo rato primero a las estrellas y después a las luces de la gran ciudad. En su mente rondaba la idea de no querer reconocer cual era la “gran ciudad”. “Hay maravillas en esto”, pensó Rudi sin saber exactamente que quería decir. A veces se sentía asaltado por cosas así...

—Las luces debían parecer reflejos de un lado a otro, ¿no?

Rudi se sobresaltó...

Era un soldado. Un vopo. Volkpolizei, policía del pueblo. Muchos sonreían con ironía al explicarlo.

—¿Qué haces aquí?

Rudi se sintió nervioso. De inmediato su mano fue hacia su cartera.

—Estoy…

El soldado le hizo seña de que no se molestara. Parecía sentirse un poco cohibido, más que el mismo Rudi.

—¿Cómo te llamas?

En automático Rudi respondió:

—Rudi Toerner…

El soldado miró el disparejo paisaje de luces delante de ellos. El vopo parecía tener más de treinta años.

—Rudi… ¿Esperas a tu novia?

—No, no… sólo me gusta venir por aquí… caminar… ese tipo de cosas…

—Muy bien… Es un bonito lugar este… no hay muchos, claro… aquí hay paz… o al menos había paz…

Rudi se miró las manos antes de animarse a verlo a la cara. Sentía mucho frío en ese instante. Nunca supo cuanto era aconsejable mirar a alguien armado. Sabía lo que todos sabían de los vopos. No los mires a los ojos. No te busques problemas. Nunca es conveniente buscarse problemas.

El vopo miraba por todos lados. Parecía estar acostumbrado a ello.

—Hoy la noche está inquieta. Se pondrá peor. No sabemos que pueda pasar…

Miró a Rudi:

—¿Estás lejos de tu casa?

—A-algo…

—Pues vuelve hacia allá… Hoy hay mucha gente nerviosa… Algo pasará… Nos lo están diciendo, que estemos preparados... para lo que fuera...

Rudi no hizo el menor intento de quedarse. Asintió con la cabeza y empezó con ansiedad a andar el camino de regreso.

—¡Espera!

El vopo tronó con toda la seguridad del estruendo que una voz acostumbrada a la obediencia podía hacer a una alta hora de la noche.

La voz congeló la espalda de Rudi. El sudor frío realmente estremeció su piel dejando un surco de vellos erizados a su paso. La autoridad era la autoridad más cuando el que la impone es un policía del pueblo armado, enfrente de una frontera prohibida, atento a cualquier intención.

—Dígame… —dijo Rudi conteniendo los deseos de levantar las manos y de gritar que no estaba armado.

—¿Tienes un cigarro?

Una agitación cruzó la frente de Rudi, deseando con fervor haber traído su cajetilla, pero recordó con terror que se le habían acabado hacía un buen rato. Hubiera deseado decir que sí. Miró el arma. ¿Sería un AK-47? Eso le decían que los vopos usaban de rifle automático, pero este no le parecía así. Tuvo un escalofrío de cualquier manera.

—No… se me acabaron…

—Maldición…

El vopo le dio la espalda. Rudi caminó con apuro y nunca supo de dónde sacó fuerzas para no correr hacia las casas, hacia los edificios.

En el trayecto pasó por el punto preciso donde le contaron que le dispararon a un Chris Groffcoy, el seis de febrero pasado, no hacía más de nueve meses. Tal vez el que le disparó fue el vopo con el que acababa de hablar. Por la espalda, dicen. No hay otra manera, se recordó. A los que huyen se les tiene que disparar por la espalda.

Groffcoy tenía sólo veinte años de edad.

Todavía nervioso. Su estómago protestó. Quiso que no fueran nauseas o algo así. Sintió que sólo era hambre. Fue a comer algo a una fonda cerca de dónde quedó de verse con sus amigos. Le sirvieron un emparedado, para lo único que traía dinero, en su mesa de sólo dos personas.

Y escuchó una conversación.

—A veces te sientes como si fueras parte de un proceso colectivo. Sin tu propia voluntad expresa. Y no es que no estemos acostumbrados...

—¿Cómo así?

—Mira a la gente... están embrutecidos...

El otro recorrió con la vista a su alrededor. Dijo:

—Es sólo un entusiasmo normal... Nada más...

Eran de edad madura aunque para Rudi cualquiera de más de cinco años más que él ya se era maduro.

—Tú bien sabes que puede pasar... Alguien que cometa un error, un disparo, lo que sea, sería la muerte para muchos...

—Te entiendo... Estoy en la esperanza de que no suceda nada...

—Sería terrible para todos, para los que estamos aquí, para los parientes de los muertos... para todos... ¿Quién sabe que pueda pasar?

Por las ventanas veían caminar a muchísimas personas, inusual tráfico para esa hora.

—Date cuenta, no saben lo que les pasará...

Rudi también miró. Había rostros contentos, de cierta manera con el desafío marcado en sus ojos. Había esperanza, pero no en todos. Se sintió impelido a levantarse. Pero dudaba de hacerlo. La cara de su tío la tenía en su mente. Le decía de cientos de formas: “No hagas nada de lo que puedas arrepentirte”.

Los señores de al lado sólo fruncían el ceño.

—¿Para qué forzar las cosas? Tarde que temprano todos nos acostumbramos. ¿Cuál es la novedad de esta vez? No hay que invocar el fantasma de Stalin, ¿quién puede confiar en —susurró—, un ruso aunque digan que es suave... ese de allá, el de la mancha...

Hizo un gesto de tocarse un lado de la frente.

—Lo que pasa es que nadie se acuerda de hace cuarenta años... No saben lo que es tener rusos armados por todas partes y que se te haya acabado la esperanza... Los americanos y todos esos no hicieron nada para ayudarnos... Lo del puente aéreo sólo fue una farsa...

—Lo sé... sólo ayudaron a los de su lado... ¿los demás? Que nos fuéramos al diablo... nos dijeron nazis por mucho tiempo... lo oíste, nos decían burlándose que no sólo no éramos Ein Volk der Dichter und Denker, “un pueblo de poetas y pensadores”, por cambiarle una letra ellos dicen que siempre fuimos más: Ein Volk der Richter und Henker, “un pueblo de jueces y ejecutores”…

La voz del segundo anciano sonaba llena de amargura.

—Todos son iguales... los nazis, los rusos, los ingleses, los americanos... sólo que te aplastan de manera distinta, unos con sus botas, otros con su decencia aparente, pero a fin de cuentas todos son iguales...

—Lo que sucede es que lo que trata de hacer la asociación esa, llena de agitadores, la del Nuevo Fórum...

Se escuchó una sirena de ambulancia. Rudi ya no quiso escuchar más. Se levantó y pagó la cuenta. Tenía que estar con sus amigos, si los encontraba. Habían quedado de verse en una de las plazas no muy cerca de ahí. En ese rato planearían que hacer.

Grupos de personas salían formando tumultos instantáneos.

—Mírelos —dijo una voz.

Era la de una joven al lado de él, que no se había permitido registrarla. De pelo largo, un poco excedida de peso. Algo todavía de buen ver.

—Se respira algo diferente allá afuera.

—Sí, algo pasa...

¿Qué más podría decir? Estaba con una ansiedad indefinida.

Más demostraciones y nadie sabía a dónde iría tanta protesta. “¿Seríamos todos tan ingenuos como para pensar que lograremos algo?” se preguntó Rudi.

Ya lo habían dicho, cualquier cosa podría pasar. Las protestas se sentían con energía en muchos lados. Parecía que no tendrían fin. Deseaba con todo su corazón que pasara algo pero no sabía qué. Tal vez era su generación a la que le tocaran los cambios. Miró las ventanas, estaban con humedad por dentro. Se estaba conversando demasiado.

Estaban en una reunión oscura. Las ventanas cubiertas. Nadie había dicho su nombre. Nadie querría decirlo. Nadie se atrevería incluso a decirlo.

Pero todos creían saber quién era cada quién aún y que ya todos habían olvidado incluso sus nombres falsos o sus nombres clave. Wang se había forzado a olvidarlos. No quería saber ya nada de nada. Nunca. Había habido demasiado dolor. De hecho él siempre pensó que su presencia ahí no era necesaria. Wang se imaginaba superficial. Siempre lo consideró así, no por ser él un posible mal elemento sino porque consideraba que había algo de inutilidad en todo esto. Tal vez era mucha impotencia. Ya incluso había pensado alejarse de todo ello de una vez por todas.

Sólo esta vez. Sólo esta vez, se prometió.

Escuchó una voz.

—¿Qué hacemos aquí?

Del otro lado le contestaron:

—Veníamos sólo a tomar una taza de té...

Alguien rió.

Se encendió una vela de buen tamaño, pero aún así el lugar seguía la mayoría en tinieblas. No se podían apreciar los rostros de nadie.

—¿Quiénes son los demás?

Se hizo un silencio. Afuera se escuchó un chirrido de frenos que mantuvo en vilo las mentes y las imaginaciones de los presentes. Nada sucedió y sólo uno respondió, si acaso en forma tardía:

—Nadie en particular...

—¿Entonces qué venimos a hacer aquí?

—Tal vez sólo queremos recordar...

—¿Recordar? ¿Recordar qué?

—Lo que pasó, lo que acaba de pasar...

—¡Fue hace meses! Otra vez esa estupidez... No formaré parte de ustedes... no sabía que era esto... fui engañado...

Él que habló se levantó con cierta violencia manifiesta. Tal vez era demasiado manifiesta. Como si quisiera que todo mundo confirmara que fue engañado. Nadie estuvo seguro de poder mirarlo a los ojos. Nadie quiso asegurarse de quien podía ser.

Sólo alguien alcanzó a decirle:

—¿Seguro? Tú estuviste allá... te reconozco...

—¿Y qué? También trastornaron mi existencia, como a millones...

Al mismo tiempo se escucharon unos pasos apresurados por una escalera y un portazo. Sólo eso.

—¿Qué fue aquello?

La voz fue suave.

“Tal vez querían resolver”, pensó Wang, “las mismas dudas”.

—Fue gritarle a ellos que nos aplastan... los días de la confusión... la confusión...

—El caos... más bien...

Parecía estar entrando en un trance, como si la realidad se estuviera retirando en medio de las personas que estaban reunidas en la noche. La poca luz de la vela no permitía más que se vieran vagos rasgos de sus rostros.

—No quiero saber nada... eso ya quedó atrás... —dijo una voz a lado de Wang.

—No hay mal que dure cien años... Un día ganaremos... —dijo alguien más, casi delante de él.

—Es estar frente a mil años de piedras, polvo y costumbres...

—Y al final, ¿qué es lo que ganaremos, si ya todos estaremos muertos?

“Son tonterías”, dijo Wang, “el tiempo pasa y sólo dirán tonterías”.

Él no sólo quería saber que había pasado con la chica, había cosas importantes que conocer, que desentrañar, que aclarar en su mente. Pero desde hacía seis meses que no sabía nada de ella, la había perdido en la multitud... Pero ignoraba si era ella la que dejó el papel. Y pensándolo bien, no era ella. No tenía nada que ver con ella.

Lo que a su pesar aceptaba era que deseaba que sí hubiera sido ella.

La vida no tiene porqué complacerte.

—Yo sólo quiero saber... —dijo Wang.

—Hay quien piensa que todo es culpa de los occidentales...

—¿Cómo?

Wang se sintió atemorizado de hablar en vano. Tal vez no debería de decir o aceptar nada. Tal vez no era el lugar apropiado. Se arrepintió.

—Ellos dieron un falso valor a todos los que protestaban... —dijo la voz—. Todos ellos no llegaron a ser más que tigres de papel... Ni sus cámaras ni sus satélites ni su dinero hicieron nada para salvarnos... o para salvarlos… a ellos...

El de más edad enfrente de él le respondió al que estaba a su lado:

—No debería pero tengo muchas dudas… ¿Qué es lo que ellos pensaban que queríamos? ¿Significa “democracia” para nosotros lo que para ellos?

—Sólo fuimos héroes para los occidentales en sus casas, cómodos y sin ningún riesgo...

—Nadie fuera de Shanghai o de Beijing sabía que estaba pasando adentro... Fuimos muchos... pero no tanto como los que se quedaron fuera...

El intercambio era ya sólo entre ellos dos. Wang estaba muy inquieto, atento a lo que pasaba dentro y al mismo tiempo con lo que le quedaba de su concentración fija en lo que podría suceder afuera en la calle. Una gota de sudor comenzó a formarse en su frente. No quería quitársela con la rapidez que requería. Debía de mantener la dignidad. Pero le costaba tanto...

—Yo estuve desde hace tres años en esto... y desde la muerte, en abril, de Hu Yaobang la furia fue mayor... sentimos que debíamos de salir... luego, al mes, supimos que iba a venir Gorbachov... las cámaras hicieron lo demás...

—Ya nos íbamos a salir... íbamos a dejar la Estatua de la Democracia... como un recuerdo de que ahí estuvimos...... de que la Plaza fue nuestra... Pero algunos persuadieron a la mayoría de que se quedaran...

—Algunos me dijeron después que el ejército no quería entrar a matar civiles desarmados... pero el maldito de Deng hizo tratos con la camarilla menor... ellos fueron los que hicieron que entraran los soldados...

Hubo una pausa discernible. Wang pensó que hablar así era irracional, además de necio. Peligroso, muy peligroso.

—¿Cómo pudimos pensar que íbamos a ganar algo...?

Wang sentía que ya era suficiente. No deseaba estar un solo minuto más, pero la remota y lejana creencia de poder saber dónde estaba la chica lo mantenía pegado a su asiento. Ya se había arriesgado lo suficiente. ¿Podría arriesgarse un poco más?

—No éramos antisocialistas... sólo queríamos trabajar para la gente... sólo para la gente...

—Los temas que importaban eran más bien del tipo económico... nada de abrir temas de libertades civiles o sociales... eso es de arriba...

—Sólo queremos más socialismo, nunca hemos querido elites que ganasen dinero a expensas del pueblo...

—¿Qué importa que queremos o qué quisimos? A nadie le importa eso...

—Zhang Zhenglang... Confié en él… No lo conocía pero confié en él...

—¿Se nos va a negar nuestro “derecho a recordar”?

—En estos tiempos sólo quieren que hagamos ganancias...

Parecían ya dos o tres temas diferentes mezclados en el mismo tejido de la noche sofocante. Como si se discutiera si una moneda pudiese atreverse a tener tres lados o no.

—Yo estuve leyendo dos libros piratas, son de un genio que deja la boca abierta...

Ya eran tres temas diferentes. O Cuatro. Wang sentía la angustia y la ansiedad. Cerró los ojos. Alguien movió una silla. Más pasos y otro portazo. Su corazón dio un vuelco. Lo disimuló como pudo.

—Pero no debes de leerlos... si te atrapan...

—Tú lo has dicho, si te atrapan... pero hay tantos libros y tantos lectores que no podrían hacer nada...

Algo de silencio.

—Ya sabes lo que dicen: “Cerrar la puerta de la casa, no dejar que llegue nadie, y leer libros prohibidos, bimen xieke du jinshu”.

El que hablaba parecía hacerlo con una sonrisa. Wang ya no quería abrir sus ojos. Lo desaprobaba intensamente. ¿Cómo alguien se atrevía a hablar de ello y burlarse de manera tan grosera?

Otra silla que se movía. La misma voz que adoptaba un tono de oración, aburrida y monótona. Una cantinela insoportable realizada por una voz de tono pilludo.

—Le llamamos “literatura de cicatriz”... alguien quiere curar el pasado de algún modo... shanghen wenxue

—Un espectro acecha nuestra tierra...

Wang percibió un movimiento brusco que debió haber pasado muy cerca de él. Su pecho oprimido estaba envuelto con una venda gigantesca que apretaba con fuerza y más.

—Nadie puede hablar en contra de Mao...

—Ya lo han hecho... un seguidor de Xiao lo hizo, él atacó la teoría maoísta...

Una voz de atrás se escuchó:

—Y ya no está con nosotros para celebrarlo, ¿verdad?

Se escuchó el sonar de otra puerta. Wang pensó que alguien podría haberlo seguido. ¡Nunca debió de estar ahí! ¿Cómo se pudo convencer?

Ya nadie habló.

Wang no quería abrir los ojos.

Empezó a sentir un gran terror. Una gran impotencia. Sus manos sudaban. La mesa áspera, sucia se había convertido en su refugio.

Su respiración se sentía agitada.

Su pulso era errático. Tenía que ser.

Si lo atrapaba la policía podría decir con tranquilidad que no sabía nada, que no conocía a nadie, que no podría decir nada porque ni abrió los ojos en esa reunión.

Se sintió presa del pánico. No quería delatarse como alguien que había ido a una reunión prohibida. Su pulso se aceleró a un máximo al pensar que lo iban a descubrir. Él no quería hacer nada. Él no debía de estar ahí en primer lugar. Ni siquiera vio a la chica.

Pasaron los segundos. Nadie habló más.

Abrió sus ojos. No podría dar crédito a lo que sus ojos veían.

Pero estaba claro en el pizarrón. La fecha de entrega había sido definida en cinco días. ¡Cinco días! ¡Para este viernes diez de noviembre!

—¿Y quién le puso fecha? —preguntó Enrique en ese momento.

Raúl le miró, impasible:

—Ya te dije... el mismo Don Oscar según esto, trae fecha de compra ya para menos de quince días. El reporte lo quiere Jorge para una semana. Nosotros lo tenemos que entregar para cinco días. Hay que revisarlo ya...

“Nosotros”. “¿Nosotros?”. “Estupideces, no hay nosotros, nunca hay nosotros”, pensó Enrique. Raúl siguió hablando:

—No hay más. Hay que hacerlo... Sí puedes, ¿verdad...?

Raúl lo miró con atención.

Enrique no le contestó. Deseó haber cerrado los ojos con más fuerza.

¿En que momento podría hacerlo? Ya tenía sus trabajos de rutina pendientes.

No podría. No iba a librarla.

—Sí vas a poder, verdad, ¿Enrique?

Enrique sintió la presión. Ya habían quedado: la opción era comprar el sistema financiero verificando que funcionara como lo habían prometido. Querían las pruebas. Sería una gran inversión. Una gran responsabilidad.

No se había comprometido todavía, pero sabía que debía hacerlo. Era su camino hacia un ascenso, tal vez el pasaje hacia obtener el aumento de sueldo tan deseado. Tal vez lo tomarían en cuenta para salirse de Soporte, que ya estaba harto, y entrar de una vez por todas al departamento de Investigación con Felipe Contreras, su gran objetivo.

Le respondió a Raúl que sí.

—Sí. Claro. No hay problema.

Para el jueves ya habían sido cuatro días de pesadilla. Sí fue un trabajal eterno. Tuvo que tomarse un auto crash course del infierno para entender el paquete financiero a toda velocidad, que de tan nuevo, todavía estaba en beta, los sistemas preliminares con errores posibles por descubrir que todavía no se liberan para venta, casi con la tinta fresca de los manuales manchándolo todo a su paso. Tuvo que preparar los scripts, las pruebas, las corridas, los datos dummy, las utilerías, las bibliotecas. Y luego crear la más de una docena de programas en sí, las primeras depuraciones, las primeras aproximaciones sucesivas, la preparación de los reportes. Crear la suite, completa, total, íntegra y detallada.

No iba a poder.

No estaba pudiendo.

Recordó el rostro de Raúl de ese lunes, hacía cuatro días, que no era un mal tipo pero que siempre tenía la habilidad de recordarle que ser jefe era algo importante. Sonreía esa vez:

—Entonces qué dices, Enrique, ¿te lo avientas en cinco días?

Sería imposible. Mejor no ponerse la soga al cuello. Más bien serían cuatro días. Pero era de esas veces que trata de corregir el punto hacía la diferencia de percibir en el empleado “tener una buena actitud” a “tener una actitud polémica y problemática”, lo cual nunca ha sido muy bueno en los ambientes corporativos.

—De acuerdo, te digo, en cinco días.

¿Qué fue lo que le decidió a responder afirmativamente? ¿Acaso habría una pequeña posibilidad de triunfar? ¿Un exceso de sobreconfianza?

—Muy bien —respondió Raúl Ponce, como si nada se dirigió a los demás presentes—, otra cosa, debemos de entregar los reportes semanales a más tardar el lunes a mediodía, ¿de acuerdo?

Encima, eso. Cumplir la rutina.

Todos los que estaban ahí asintieron.

Enrique estaba más tarde en su amplio cubículo verde eso-sí-Herman-Miller-precio-excesivo tratando de hacer el reporte semanal que le correspondía de ese lunes.

—Puras mentiras las que ponemos aquí...

Rosalía Mijares, su compañera de enfrente, le contestó:

—Ay, Enrique, tú siempre te quejas por todo.

—Es que no estoy de acuerdo, m’ija... Hacemos como que hacemos cosas que al final de verdad no hacemos... como quiera no nos alcanza el tiempo... Pero eso sí, nos mandan a sus cursos de círculos de calidad... Nunca quieren ver que nos tardamos mucho en hacer las cosas que ellos piden que nos tardemos menos, como hacer la utilería esa para cargar las librerías... la que dizque depuró Panchito...

—Que fue una tontería que ni había terminado bien, ¿no?

—Pero sólo fue esa... hay gente que afirma que casi nada se le escapa a Panchito... dicen que nació con la CDC 174, la que salió allá en 1977... su primera palabra fue… ¿cuál?

Mijares sonrió. Dijo:

—¡Mamá, que bueno que no te pasó por tu mente la idea de ENTER COMPASS ABORTAR! —Sonrieron por la gracia de usar los originales comandos crípticos del viejo lenguaje ensamblador—. ¿O te imaginas que se dirigiera a sus padres como: BIBA, LOD, mamá, LECHE004, “Cárgame la cinta de biblioteca con mi biberón de leche número cuatro”?

Ambos rieron.

Pero eso fue ya hacía algunos días, el lunes. Y ya era el jueves.

—Buenas noches...

Era el conserje del turno de noche, no tardaría en pasar el policía a revisión. Eran las diez. Enrique tenía hambre. Debía de pedir ya la pizza, si no, no iba alcanzar. Ya todos se habían ido, incluso Ángeles, que siempre lo importunaba de noche con inútiles preguntas filosóficas con sus ojos saltones y bellos además de su gran chongo de siempre.

Mijares ya se había ido hacía un buen rato. A Enrique le gustaba su soledad nocturna, pero aceptaba que le era cansado y hasta cierto punto aburrido, sobre todo porque no estaba consiguiendo absolutamente nada.

Miró el altero de papeles que tenía en su escritorio. Eran tablas, definiciones, relaciones de esas tablas, ese tipo de cosas que formaban el bulto de su profesión.

Hacía un buen rato que se había quitado la corbata para estar más a gusto. Volvió a enfrentarse a la pantalla una vez más. Un dolor sordo le entumecía su brazo derecho.

La pantalla entregó un resultado: EMPTY FILE. Archivo vacío. La peor respuesta posible.

Tenía que pensar en que era lo que seguía trabajando mal. Si había cometido algún error al principio: en la definición de los datos, en la misma alimentación de los registros, en el tamaño de los archivos, en el orden completo al ejecutar la suite.

El orden sí importaba. No era lo mismo: uno, alimentar; dos, registrar cambios; tres, extraer la información deseada que sería la prueba en sí; y cuatro, borrar el contenido para permitir repetir todo el ciclo. Siguiendo lo mismo, en el paso dos había una secuencia similar que de no hacerse en el orden correcto lo estropearía todo.

¿Estaría haciendo algo incorrecto en alguno de los pasos? Sólo lo podría demostrar rastreándolo poco a poco. Tendría que imprimir el listado del programa, el listado de los datos resultantes, el contenido de los archivos, antes y después, verificar los tiempos salientes. Compararlo con los tiempos esperados.

La misma expectativa de que las rutinas funcionasen a la primera o segunda o mínimo a la tercera se había desvanecido con rapidez tiempo atrás.

Ya había dejado de mirar el calendario. Ahora sólo miraba el reloj. La medianoche se acercaba con celeridad. Y la suite no funcionaba como debía. Le faltaban manuales a profundidad, la ayuda del paquete no funcionaba. Confirmó que les habían dado un paquete en edición beta todavía: el que no garantizaba su funcionamiento del todo.

Enrique estaba seguro que esa era la causa de que no le funcionaba bien del todo. Le faltaba ser probado en muchas circunstancias, por decir, con aritmética de punto flotante entre otras. O para manejar la fecha a la hora de procesarla en forma de dato de la manera en que la empresa la manejaba originalmente.

No era sencillo de explicar, o de entender. Enrique sólo sabía que había algo ahí dentro que no lograba realizar la suite en la armonía que se esperaba que se presumía desde la presentación de mercado que ellos habían visto.

La recordaba todavía muy bien.

Decía la voz del proveedor:

—Nosotros estamos enfocados en productividad. En que cada usuario de nuestro paquete PowerFin pueda utilizar todas las herramientas a su disposición para poder explotar su información con el mínimo de entrenamiento y el máximo de resultados.

Enrique lo había mirado con su suspicacia habitual. Se lo comentó a la misma Mijares en voz baja:

—Eso lo dicen todos.

—Sí, pero mejor cállate, no te vayan a oír.

—Como quiera nunca escuchan.

Ambos sonrieron, como siempre.

Miró el manual una vez más y una vez más se le hizo insuficiente. Lo curioso era que él jamás pensó que le tocaría ponerlo a prueba. Más bien se imaginó que iba a ponerlo en práctica alguno de los vendedores. Así sí sería pan comido. Siempre había que trabajar con apoyo de los proveedores.

Pero en secuencia, Jorge, Panchito, Raúl, lo pusieron con los pies en la tierra.

Eran ellos los que lo tenían que llevar a cabo.

No tanto “ellos” en bulto, los tres mosqueteros o cuatro o cien, eran lo mismo, sumaban sólo uno. Él mismo, Enrique. Él sólo. Nadie más. Mijares cuando supo el compromiso del viernes, lo miró en ese momento y Enrique pudo jurar que lo hizo con lástima. Pero jamás le preguntaría.

El mismo resultado una vez más. Tercera prueba de la noche al hilo. ¿Cuántas más podría hacer? ¿Otras tres a lo mucho?

En una buena noche ya andaría por la tercera. Sólo tres. Después ya no debía de tomar más. Su tío se lo había advertido. Tres son muchas para andar en la calle así, suelto, borracho. Pero sólo se sentiría alegre. Hoy no. No debía de bajar la guardia. El no traer dinero ayudaba, claro.

El tío no tenía razón. Pertenecía a un pasado que ya no existía. A ellos, los amigos de Rudi, les agradaba la música de Occidente, la ropa de allá, las modas de allá. Y no porque fueran buenas, sino porque... eran símbolos. Sus amigos así lo percibían, amigos que por cierto, no habían llegado.

Pero finalmente lo que concluían todos era que eran símbolos de una buena vida. La que ellos siempre pensaron merecer. No era justo trabajar tanto y no obtener nada. No era justo saber que a pocos pasos de distancia habían libertades inimaginables, grandes trabajos y oportunidades, y mucho, mucho dinero para el que quisiera trabajar.

Eso decían, ¿no? Ahora era cuestión de esperar.

¿Cómo evitarlo? Estaba la televisión y la radio. El Muro no era tan poderoso. Tenía sus propios límites. Por más impenetrable que fuera, él sólo no podía detener las ondas invisibles. Claro, que no te atraparan escuchando o viendo, la podrías pasar muy mal.

Pensó en esa pared. Sombría, oscura, amenazadora. Larga, extendiéndose y serpenteando por todas partes. La zona con alambradas de púas, la zona con minas, la zona que era iluminada por las torres de los guardias. Cicatriz. Herida. Pared. Protección. Seguridad. La vida misma. Lo que todos ya habían dicho de él.

Pero para Rudi, como para muchos, era algo más. Era un ente familiar, un ente que era necesario. Era una parte importante de su vida.

Siempre había estado cerca de él. Era como un espacio de protección. Una franja de seguridad después de todo. ¿Franja? ¡Frazada de bebé! Sólo habría que temerle a que ellos pensaran que tenías la idea fija de que querías irte. Que lo desearas solamente y lo expresaras. Y eso no sería correcto. Pero aún así, con tanta confusión afuera ya no sabría que pensar. No tenía a quién irle a preguntar o qué decidir. ¿Quién sabría?

Rudi no estaba contento ahí en su ciudad, tal vez porque era la única que conocía, pero intuía que de poder salir no iba a estar contento tampoco en otra parte. En ocasiones tenía necesidad de salir más allá, pero en otras sencillamente se sentía firme con la idea que en Occidente se hallaría fuera de lugar. Era una idea tranquilizante. Cómo si supiera con claridad que esa gente sabría más cosas de la vida que él y que de alguna extraña o podrida manera jamás podría alcanzarlos y que sólo le darían, de pedirlo, trabajos menores o pesados o ínfimos, como esos que nadie de “sus educados” quisieran que de seguro siempre habría.

Por otra parte, siempre quiso ver, conocer ciudades como Paris, Londres, Roma... aunque fuera la más cercana y hasta cierto punto familiar Viena. Tantos lugares llenos de fantasía que ya conocía tan bien dentro de su propia mente, que cuando supo que algo grave estaba pasando en el ambiente deseó con fuerza que fuera cierto, que el Muro por fin cayese y que las dos Berlínes fueran una sola como siempre lo había sido desde todas las épocas. Eran pensamientos peligrosos, sí. Inmaduros, tal vez. Pero de cierta manera sugerían aire fresco y algo que le pudiera dar claridad a lo que estaba sucediendo. No odiaba más que la confusión y la angustia de no saber que hacer. La desorientación en su vida era aplastante. Seguir su instinto debería ser más sencillo… si es que tuviera un instinto. Tenía idea que todos lo tenían, él también tendría, cuestión de escucharlo. Ya sabría que hacer.

Los ancianos se habían ido. Ahora estaba junto con Annegrit, una amiga que divisó en la barra. Recordó el haber escuchado a los ancianos... cosa que se arrepintió de haber hecho, ya que le estaba causando una depresión suave, pero inminente.

Annegrit era otra cosa, pero parecía insuficiente para sacarlo de eso. Ni que la necesitara mucho. A esas alturas Rudi ya no sabía, tal vez como muchos, que quería.

—Me encontré con un vopo... —dijo.

—Qué emoción... como si no hubiera ahora en la calle. Parecería que hoy les hablaron a todos para que llegaran directamente a vigilar en las calles, pero no buscan ladrones, lo sabes, ¿verdad?

Rudi, asintió. No la consideraba irónica, pero tenía sus ratos.

—Mi tío siempre me ha advertido que no me acerque a ellos...

—Lo que nos han dicho todos los padres y adultos similares... son peligrosos, algunos son caprichosos... son los que disparan a los que se quieren escapar...

—Escapar de nuestro paraíso... ¿no?

—Ya, Rudi, a veces no nos la pasamos tan mal...

—Lo sé, no me quejo, las cosas son como son... lo que pasa es que algún día, como todos, querríamos ver de qué nos estamos perdiendo...

—Que no es mucho, de eso estoy seguro... como quiera nos reímos aquí, como quiera nos amamos aquí, a veces pienso que todo ese asunto de Occidente, sí, es atractivo, pero finalmente encontraremos que no nos lo será tanto...

—Lo que sea... pero es sencillo de entender, ¿no? Te ponen barreras o paredes y las querrás saltar, ver que hay allá, ver si somos iguales, eso... comprobar si somos iguales o... que tan diferentes. Sería como mirarnos en un espejo. Mirar si al levantar la mano izquierda, él que está allá, más allá del cristal, levantará su derecha. O si la imagen de allá, moverá su mano izquierda y comprobará si yo muevo la mano refleja. Saber si reflexionará o caerá en la cuenta de que ella soy yo, o que tanto querré que sea como yo. O hasta cuando seré yo.

—Tonterías... Pero pensándolo bien, dime, ¿sería espejo o espejismo?

—Eso quisiera saber. Supongo que todos lo quisiéramos saber.

—No hay respuestas, Rudi, no hay respuestas.

Ambos hicieron una pausa. Entró una ráfaga de aire frío. Rudi sintió su paso por su cuello, erizándolo.

—Yo me refiero a lo de las diferencias… Que no serán mucho, de ello estoy segura... y para comprobarlo nadie expone la vida... digo, aquí no estamos muriendo, ¿o tú ves niños desnutridos con su estómago a punto de explotar? ¿O que las mujeres de todas las edades se prostituyen para comer pan duro o por drogas? Imagíname yo misma, Rudi, yo prostituyéndome famélica con mi bebé en casa con su estómago hinchado, llorando de hambre, ¿no puedes, verdad?

Hizo una pausa. Rudi la miró con atención.

—Lejos de la realidad… Lejos de nuestra realidad, finalmente… Además, recuerda, es el mismo aire el que respiramos... el de aquí y el de allá...

—Aún así...

—Lo que pasa es que todo esto te emociona, te tiene que entusiasmar, yo misma tengo amigos que se han ido por Austria, Rudi, a través de Hungría... ¿ya supiste lo que les dan? Cien marcos occidentales, sólo eso...

—No está mal, Anne, para empezar, podrían no darles nada... Yo lo que tengo en caso dado, es miedo de lo que dirán allá...

Apuntó hacia el este.

—¿Krenz? ¿Su gobierno? —Miró hacia sus lados como comprobando algo—. Ese es un inútil, sólo obedece...

—De ellos me preocupo, y de los de más allá... Kremlin, Gorbachov, todo eso...

—Más dentro de la política no me meto, Rudi... no conozco mucho... a mí me preocupa que me balaceen en una reunión, en una marcha... a eso sí le tengo miedo, a las balas... o a que molesten a mi familia, o que me marque la STASI... no puedes hablar casi con nadie... ya sabes, alguien que escuche algo que entienda mal y...

Annegrit hizo una discreta señal de pasar su mano por su garganta.

Aún y que Rudi percibía cierta tranquilidad en el ambiente. La tensión se resistía a abandonarlo e instintivamente miró para todos lados con discreción.

—A esas les tenemos miedo todos... todos...

—Lo peor es que alguien hable de lo que hacemos... o pensamos...

—Eso es desde que nacimos. ¿Te imaginas que se venga un cambio grande? ¿Qué se abra el Muro de repente y nos dejen salir?

—Es muy pronto... No sabemos ni como saldremos de todo eso. No sabríamos que hacer con tanta libertad. Además, ¿para dónde iríamos? ¿Qué sabemos hacer? ¿Cómo son las cosas allá? Dicen que hay mucho desempleo... Y otra cosa, ¿cómo nos mirarán? Nos van a humillar, vas a ver, nos van a humillar... seríamos sus parientes pobres... sus alemanes de segunda... Es estúpido, ¿no? Pero estoy seguro de que muchos, si no todos, han de ser presumidos e insoportables...

Ambos rieron con discreción.

Rudi se sentía a gusto con Annegrit. Había mucha compenetración. Era una chica vivaz, curiosa. Ambos eran de la misma edad y a Rudi no le importaría en absoluto que se fueran a la cama. Pero tenía la sospecha que él no le interesaba a ella.

—El otro día escuché que si algún día algo pasa, lo primero será cambiarle el nombre a muchas cosas...

—¿Cómo a qué?

—A las escuelas. Por ejemplo mi hermano Bärbel está en la escuela Felix Dzerzhinzky... Sabes cuál es, ¿no? La que está en Erkner...

—¿Y?

—Ya sabes, es el nombre del tipo que fundó la KGB...

—Sí, pero eso está muy lejos de nosotros...

—No estoy segura... lo que sí es que habría que cambiarle el nombre, ¿no? Sería lo más apropiado...

—¿Qué sabes tú de eso, Annegrit? ¿Qué sabemos todos? ¡Mira alrededor, o si quieres ve a esa escuela de tu hermano y observa, o más bien, ponte a contar los cuadros de Marx y de Engels que cuelgan de todas las salas...! Nadie podría cambiar todo eso...

—El pasado a veces termina, Rudi, a veces sólo está en nuestras mentes... y en la de nuestros padres...

—Si lo dices por mi tío, ya sabes cómo son los viejos...

—Por eso mismo te lo digo... él ya está viejo... estos tiempos son nuestros... me imagino que ha de tener miedo...

—Sí, miedo de que me vaya y lo abandone... por eso mismo que dices...

Por un momento Rudi recordó como el mismo y todos saludaban a principio de la primera clase:

—¡Atención! ¡Señora Dudelitz, la clase diez está lista para la lección de inglés!

Todos los estudiantes responden con el saludo oficial de la organización comunista juvenil:

—¡Amistad!

Rudi suspiró. Después de que llegue una revolución lo que a todos importará es si comeremos o si podremos dormir. O si estaremos o no. Nada más puede importar.

—Hay que mirar al futuro, Rudi. Por ejemplo, ¿seguirá habiendo el dogma? A la señora Honecker le encantan las actividades cívicas y nos atiborran de todo conocimiento comunista. Tal cual debe, supongo. Pero todavía no sé con qué fin...

—Sí, Anne, hay muchas cosas en nuestras vidas que se podrían transformar, pero si las cosas pasan como parece que pasarán, ¿qué nos sucederá a ti y a mí y a todos?

—Todo va a cambiar, Rudi… Todo…

—A veces no quiero que cambie. Los cambios no son todos tan buenos. No quisiera llegar a extrañar todo esto…

Porque algo había cambiado.

El mismo salón en el que estuvo con una pequeña cantidad de gente extraña, estaba casi sólo. Casi todos habían salido, suponía Wang, presa del pánico. ¿Cómo se salieron los demás tan pronto?, se preguntaba con fuerza. En su confusión no acertó salirse de golpe pero por algo se enteró que sus compañeros de reunión ya sabían ejercer cada quién su acto de escape.

Con él sólo quedaron dos hombres que en definitiva Wang no los había visto de entrada. Parecían amenazadores. Se sintió sólo, desamparado y hasta defraudado consigo mismo.

Uno de los dos, que estaba de pie, más cerca de la escalera, se retiró por ella.

Sólo quedó Wang y un tipo que aparentaba tener autoridad. Lo miraba con curiosidad.

—¿Quién eres tú? No te he visto mucho por aquí…

El terror se apoderó de su mente. El estar aquí lo culpaba. Lo ponía en evidencia.

—¿Mi nombre? ¿Quieres que te de mi nombre? No puedo… quiero decir… ¿quien eres tú para pedirme mi nombre...?

Sus palabras salieron en procesión, de manera automática.

—Sólo di cómo te llamas… ¿Es mucho pedir? ¿Estás por encima de todos para no decirlo?

Wang no pudo encontrar objeciones frente a eso.

—De acuerdo, mi nombre es Wang.

Pareció relajar un poco la tensión. Pero no mucho, la verdad.

Era alto, con lentes. Como de cincuenta años. Ojos profundos. Con arrugas profundas prematuras y con ojeras.

—¿A qué le temes, Wang? ¿A qué te hayan visto acompañando a las personas éstas? ¿Crees que son agitadores? ¿Crees que son reaccionarios? Te vi muy contento de venir...

El interrogador parecía en control total de la situación. Algo intuía tal vez que había mordido en su presa.

Wang guardó silencio. Se concentró en respirar profundamente. Esto no podía estar pasando, se repitió. Además, como si fuera una esperanzadora luz de final de túnel a la distancia, se recordó que no había hecho nada malo. Él a lo mucho no tenía permiso para vivir en Beijing, pero eso no era un delito, muchísimos lo hacían.

—¿Acaso eras tú el solitario que detuvo a la columna de tanques?

La voz sonó como si las palabras fueran latigazos dirigidos a su cara. Así le dolieron. De ese tamaño era la violencia implícita en su tono. Había ferocidad en el rostro de su interlocutor.

El hombre en las calles. El hombre de las bolsas de papel en cada mano. Imposible, aunque Wang no admitiría jamás que envidiaba y admiraba al hombre ese que armado sólo con unas bolsas de papel detuvo el paso no nada más a un tanque de guerra, sino a cuatro de ellos, más grandes que un camión. Se dice que el hombre les gritaba, en un reclamo, que ya habían hecho mucho daño. Que se fueran. Nadie supo con claridad quién había sido ese hombre, si fue un burócrata del estado o un simple estudiante. Desapareció de inmediato. Muchos supieron la versión del estado, de que era una muestra del amor del ejército por su pueblo. Que por eso ellos no le habían hecho daño. Muchos pensaron que los héroes habían sido los dos. El hombre desarmado, desafiante, tanto como el hombre que comandaba el primer tanque, responsable de la vida del otro, negándose a avanzar.

—¿O eras tú de los que se ponían bandas en la cabeza, en esa estúpida huelga de hambre?

¿Quién era este hombre que le preguntaba? ¿Por qué a él? ¿O todo era un truco? Si esta persona, con un tono acostumbrado a mandar no era un agente del gobierno, entonces ¿quién era?

—Pasó mucho tiempo. Han sido seis o siete meses desde aquellos días.

—¿Qué recuerdas de abril? ¿De mayo? ¿De junio? Di, Wang, ¿qué recuerdas de esos días? No fueron hace mucho...

Wang sólo podía recordar ese día de abril en que todo Beijing fue espolvoreado por las arenas del Gobi que de tanto en tanto cruzaban los doscientos cuarenta kilómetros que los separaban. Y la chica que iba en su bicicleta probablemente hacia su trabajo, vestida de saco gris, con una especie de pañoleta roja que le cubría su cabeza por entero, sus guantes negros, delicados, firmemente conduciendo el manubrio. La pañoleta roja que le servía de protección en su cara de alguna manera le realzaba su belleza. Wang todavía recordaba la mirada esquiva que le alcanzó a dirigir por un segundo. En su fantasía se imaginó que le había agradado a ella. Pero cuando siguió caminando ese día pensó que sólo era su imaginación. Tenía mucho tiempo de no recordarla.

—No recuerdo nada. No hubo nada de especial esos días. Sólo uno en especial que hubo la tormenta de arena del Gobi, una más de entre muchas. Nada más.

—¿Te empolvaste mucho, Wang?

La voz tenía un tono de burla. De alguien también acostumbrado a humillar.

—¿O eres de los que se ponen a estudiar baile? ¿Tango, tal vez? En el parque Ritan, están perdiendo las mañanas con esas tonterías.

Tai-chi.

—¿Qué?

—Que sólo he practicado Tai-chi al aire libre.

—Menos mal, Wang... menos mal... un tradicional. Nos faltan muchos ciudadanos como tú, Wang...

El interrogador hizo una pausa.

—Dime, Wang, ¿tú lees editoriales de nuestros periódicos? ¿O sólo estás al pendiente de lo que dice la prensa extranjera?

—Sólo nuestros editoriales...

—Creo que mientes, pero no importa... de seguro sabes cuáles son nuestras grandes preocupaciones, ¿verdad?

—Creo que sí...

—Dime cuales...

—¿El exceso de población? Que somos más de mil cien millones de personas...

—Ah, sí, eres enterado... eso habla bien de ti, Wang, ¿qué otras cosas no sabrás...?

Cualquiera lo sabría.

—No sé...

—También tú como muchos sufriste la muerte de Hu Yaobang...

—Sólo lo supe...

—Estarías de acuerdo con él...

—Era un liberal...

—Apuesto a que no sabes lo que eso significa, Wang... ¿lo sabes?

—Que no está de acuerdo con las líneas del Partido...

—¿Y eso es bueno? ¿Eso es correcto?

—Sólo pienso que nosotros estamos en el buen camino, siempre...

—Muy listo e inteligente de tu parte, Wang...

El interrogador hizo otra pausa.

Wang pensaba frenéticamente, ya no tanto en como llegó ahí, sino en como podría salir. Él estaba seguro de que no había hecho nada malo. Sí, estuvo en las manifestaciones, se emocionó con la vista de la Estatua de la Democracia, pero no podía evitarlo. Él pensaba que no era una ofensa al gobierno estar ahí, él quería que las cosas estuvieran bien. Sí, quería democracia, pero para él eso significaba sólo que tomaran más en cuenta al pueblo, él no estaba en contra del gobierno, ni en contra del propio Deng Xiaping, por supuesto, él no era nadie en ese sentido, él era muy leal, como todos.

No tenía idea de que estaba sucediendo. Tenía miedo. Mucho miedo.

—¿Sabes, Wang, que en nuestro hermoso país, sólo tenemos treinta y tres mil abogados? Un juicio, Wang, cualquier juicio, Wang, pueden pasar meses, antes de que empiece cualquier juicio...

Ese sólo pensamiento bastaba para dolerle el corazón. De seguro estaban inventándole algo. Pero, ¿quién? ¿Qué? ¿Por qué?

—No tengo idea de por qué yo pueda ser enjuiciado... No he hecho nada malo...

—Estás muy seguro de ello, Wang... muy seguro de ello... creo que ésta es la época en que nadie podría estarlo tanto, sólo, acepto, que no haya pruebas o testigos con lo que se pueda actuar, Wang... tú sabes como es esto...

Por un momento, su examinador cesó de hablar. Escupió.

Además de todo, pensó Wang, a esta persona no le importaba mucho la campaña de no escupir. Dicen que la campaña esa sólo pulió la puntería de la gente al hacerlo.

Algo se ganaba al menos, ¿no? El pensamiento reconfortó sólo un poco a Wang. Pero era obvio que estaba en medio de su confusión. Había perdido el sentido de las pausas, del porqué las hacía la persona que estaba enfrente. ¿Por qué no salía sencillamente de ahí? Lo comprendió de inmediato. Pensó que sí salía del lugar, cosa que no sería difícil, de alguna manera implícita estaría él aceptando alguna responsabilidad o complicidad de alguna especie. Todo era absurdo.

Su interrogador continuó de nuevo.

—Supe de una boda, Wang... todos los regalos estaban ahí... hasta una moto japonesa les regalaron, Yamaha, jet negra, además les regalaron una televisión de veinticuatro pulgadas y un nuevo refrigerador.

Wang guardó silencio.

—No dices nada, Wang, ¿has ido a muchas bodas?

Wang asintió. Prosiguió su interlocutor:

—Esta era curiosa. A la novia la desenterraron. No cuesta mucho desenterrar personas. Y el novio pues... estaba bien. Lo bien que puedes estar cinco días después de muerto. Un accidente automovilístico me parece. Y todos festejando. La madre del novio estaba ahí. Les puso música de un radio de transistores. Rod Stewart. A la novia le gustaba Margaret Thatcher, supe… de entre todas las mujeres del mundo, Margaret Thatcher. ¿Te imaginas? Habrá tenido carácter, la mujer.

Hizo otra pausa.

—La hipocresía, Wang, la hipocresía. Lo somos y mucho. Contradicciones que vivimos a diario. Tenemos el qi, nuestra energía vital como nación. Nos ayuda lo suficiente, como ves. Pero es una gran ayuda espiritual que a final de cuentas no nos sirve de mucho, ¿verdad? Pero nos gusta saber que la tenemos... ¡Es nuestra gran fuerza! Nos guarda, nos guía, a ti, a mí, a todos... Contradicciones y contradictores... Pero más que contradictores, Wang, lo que nos caracteriza como pueblo es el remordimiento. Todo el mundo lo dice... ¿Tú, Wang? ¿Lo tienes?

—¿Qué? —Wang no entendió.

—Remordimiento, ¿tienes remordimiento?

Wang pensó por un segundo.

—No sé. Tal vez sí... todos lo tenemos, lo acabas de decir hace un momento...

—Tal vez sí, lo reafirmas, pero tú, ¿de qué lo tienes? ¿Abandonaste a tu novia? No sería la que murió, la de la boda, ¿verdad? ¿Abandonaste a tus padres a una vejez desgraciada? ¿Has traicionado a tus amigos? ¿Fuiste indiferente alguna vez? ¿Odias a nuestro ejército?

Su risa lo confundió más y más.

“¿Quién puede atreverse a hablar así?”

Lo miró con atención. Era como todos en realidad, experto en esconder emociones detrás de una fachada de impasividad y de autocontrol.

Expertos en sutileza, siempre lo dicen, siempre debe observarse la sutileza.

Los cambios eran eso, sutiles.

Todos los archivos estaban en su biblioteca, correctos, tamaños esperados y todo. Pero al revisarlos en el editor, Enrique miró con extrañeza que todos estaban igual, sin modificación.

Las horas pasaban y él, estando en su cuarta y última noche, ya se había acostumbrado a dormir sólo a ratos debajo del escritorio de su cubículo para que las eternas luces de neón de encima no lo molestaran, sin darle importancia, igual como las otros noches, a lo que pudiera pensar el guardia de seguridad nocturno que hacía las rondas cada dos o tres horas.

La última vez Enrique despertó en la confusión, abrió los ojos y con un movimiento rápido que le recordó que su espalda estaba ya muy lastimada, se irguió de la alfombra.

Ahora registró su lugar de base por enésima ocasión: la mesa redonda pequeña para atender a las visitas; las paredes verdes, listas para ser decoradas con un pizarrón o con posters que de preferencia no fueran motivacionales, los pasillos, los demás cubículos sin gente.

Si enfocaba sus oídos podría alcanzar a escuchar el pequeño zumbido que sólo aparecía cuando no había nadie, seguramente causado por los aparatos de aire acondicionado o por las mismas luces del techo, que pensándolo bien no estaban tan altas.

Miró la pantalla y la tocó. Pasó los dedos por el teclado. Sintió las diferentes teclas por sobre sus yemas. Aspiraba a pensar que podría un día iluminar su razón a través de ese proceso, de manera un tanto infantil o un tanto supersticiosa. Era sólo un juego tonto, como el de imaginarse que podría ser un gran pianista sólo por hacer los movimientos que creía que hacían ellos en las manos antes de atacar un piano.

Era la misma pantalla con letras blancas, luminosas que si se acercaba a ellas lo suficiente se percataba de que eran sólo hechas de rayitas horizontales. Su cursor lo esperaba parpadeando, con toda esa paciencia eterna que los cursores siempre han mantenido frente a algún ser consciente desde que hubo pantallas y hasta que dejaran de haber pantallas que pudieran interferir la vida de la humanidad.

¿Qué había detrás de ello? ¿Un Monstruo? Algunas personas le llamaban así a todo lo que estaba detrás de esa pantalla: el sistema en sí, el Monstruo del software que necesitaba de sólo una bala de plata bien dada para ser destruido. Una vez leyó esa metáfora y no le entendió.

¿Cuál es el Monstruo del software en realidad? ¿Era el sistema (que no funcionaba) que se compraría para que resolviera todos los problemas de finanzas? ¿Los de productividad de los empleados? ¿Los de las políticas de precios? ¿Los de la competencia desleal? ¿Los de los defectos de fábrica en los productos? ¿Los de la escasa venta mal prevista? ¿De la baja moral? ¿De la ineficacia, de la ineficiencia, de la inefectividad? ¿Los de las malas decisiones de los malos presidentes o directores, derrochadores e ineptos?

Enrique asintió. Eso sería cierto sólo si pensáramos que la empresa sólo comprase un software, sólo lo empotrase a su hardware y por arte de magia las cosas empezaran a funcionar: la red, los módulos y lo demás; de ahí la productividad ascendería a las alturas, y todos, todos los problemas internos, factores externos, dificultades, amenazas, debilidades, todos, todas quedasen reducidas, a cero. Cero. Cero. Cero. Cero problemas por siempre cero.

Pero faltaba tomar en cuenta a la gente. Siempre la gente. El Monstruo del software. ¿Se le podría derrotar? Lo dudaba.

Suspiró. La pantalla negra lo miraba con ansiedad reprimida. Las teclas envueltas en su incertidumbre, esperaban sus dedos, sus manos, ahora con duda. Si fuera de vapor, su unidad de proceso central estaría resoplando, furiosa.

Enrique pensó en Ricardo Montemayor. De Plásticos, moreno, alto, delgado, que una vez dijo, cuando estaban frente a una pantalla, realizando unas pruebas:

—Con este calorcito, ¿a poco no estarías mejor en una sombrita, al lado de un arroyo, pescando, con tu cheve bien fría al lado? ¿No?

—Claro...

Pero la respuesta en la mente de Enrique era precisamente “no”. ¿Pescar? ¡Claro que no! Preferiría andar en moto o algo así. O en bicicleta. Algo distinto. Cada quién.

Pero Ricardo no sólo era diferente de él mismo en asuntos de aficiones. Era de los peores “neciarios”, usuarios necios, con los que podría alguien encontrarse. Nada le parecía. Todo le era complicado, lo quería sencillo, de poco costo, de poca responsabilidad para él y su equipo, y que estuviera exento de problemas. Lo peor, Ricardo casi le afirmaba en su cara que ellos conocían ampliamente de ese tema, en el que sabía que Enrique era especialista, más que él mismo.

Exacto. Ese era su problema. Y había más problemas, uno por cada “neciario”. En su ramo, siempre los habría.

El paquete no quería funcionar como debía. Enrique ya había corregido los problemas iniciales. Era un alarde de deducción el corregir problemas. Casi un arte. Era rastrear y rastrear por donde fuera posible la posible falla, la posible desviación.

Eran instrucciones, rutinas, procedimientos, parámetros, todo escrito por personas que él ni conocía, todas esas líneas listas para trabajar en computadoras con otras características proclives a afinaciones difíciles de entender, más no imposibles, dado el tiempo, el espacio, y sobre todo la motivación.

El mismo Enrique había sugerido a Raúl que le dijera a Panchito que compraran más memoria de acceso directo, esas tarjetas llenas de chips que servían para almacenar datos y más datos listos para ser utilizados de inmediato, pero no, nadie le hacía caso, lo miraban con desprecio, como si no se diera cuenta de las eternas dificultades de la empresa. No hay para aumentos. No hay para contrataciones. No hay para memorias.

—¿Qué no sabes hacer tu trabajo? Eso de trabajar con más memoria y disco es trabajar a la americana… Trabajar con “maquinazo”... con el billete por delante.

Hacían parecer a la sugerencia innoble.

“Maquinazo” era como se le llama a la práctica gringa de no querer batallar con los fierros, por no saberle, contra el optimizar una máquina, que requería un conocimiento más agudo, más exquisito de los componentes de esos fierros. Preferible mejor comprar aditamentos que le amplíen la capacidad que dedicarle esfuerzos intelectuales para afinar la configuración.

Allá en USA: ¿Está más lenta? Es la memoria, compra más o compra otro procesador. ¿El disco se llenó? Compra otro. ¿Ya no hay más canales de comunicación para usuarios? Adquiere otro hub más para dieciséis usuarios a memoria llena.

Aquí en México es: “justifícalo”. No lo olvides. Siempre justifícalo. Justifica tus resultados, tus opciones, tu tasa de retorno interno, tu costo-beneficio, tu compra. Si no puedes, justifica tu chamba.

Optimiza, verifica, haz pruebas, libera espacio, maneja prioridades, afina, siempre afina más. Lo haces mal, lo haces insuficiente, lo haces a medias, no te metes de lleno. Sí, lo haces mal. Tal vez no te vaya muy bien en la siguiente evaluación de funciones, pero…

Y aquí estaba frente a la pantalla de su PC que hacía las labores de comunicación, o más bien, de una misma comunión con su host, su ya no tan flamante ni orgullosa CDC 930 viendo como el cursor le parpadeaba enfrente, esperándolo de manera paciente, como si fuera su amante, como si fuera su confesor, como si fuera su perro, como si fuera su esclavo.

Pero a veces se preguntaba si el esclavo más bien, ¿no era él mismo?

De pronto imaginó el problema como la verdadera bestia negra que había que matar. La terminal era la extensión de su maldad. Sorda, muda, ésta le gritaba con fuerza para recordarle que no la podrían domar tan fácil. ¿Por qué habría aceptado una fecha tan cercana para resolver el problema? Sabía de los compromisos, pero ¿no se habían tomado estos por todos los involucrados demasiado a la ligera? Sintió gruñir sus tripas. Sentía hambre aún y cuando había comido una pizza.

También sentía la soledad. Nadie estaba para apoyarlo. De alguna extraña manera había pretendido hacer la tarea pretendiendo que iba a poder realizarla durante el tiempo acordado, incluso estuvo optimista, pero algo había sucedido. Las rutinas fallaron, y sí, eran su responsabilidad, pero había habido algo indefinido, pequeño tal vez, en lo que se había topado. Pero las condiciones eran implacables. O funcionaban o no funcionaban. No había termino medio. O fallas o aciertas. Así te miden, así debería de ser siempre, ¿no?

Una vez más le habían hablado. Graciela.

—¿Vas a salir temprano?

—Creo que ya te dije, estoy en un asunto serio, debe salir pronto y no puedo dejarlo así como así... a medias… eso no se hace…

—Te quieres hacer el interesante, ¿verdad? Me enojas, Enrique... ya habíamos quedado...

—sí, pero...

Escuchó un zumbido. Miró el auricular en la sorpresa. Le habían colgado. No era su mejor momento. Sintió como una manta oscura mezcla de rabia y autocompasión le había cubierto su cerebro.

Sabía que ya no tenía tiempo para ello. Había que concentrarse en otra cosa.

La bestia lo miraba desde detrás de ese cursor pulsante. Porque ese debería ser su pulso. Alguien le había dicho en la antigüedad que las terminales así “poleaban. ¿“Polear”? Algo que tenía que ver con la constante comunicación entre la computadora central y las terminales que se reflejaba visualmente en una tecla luminosa parpadeante. Se lo había dicho aquél venerable ingeniero Acosta hacía ya más de ocho años o algo así. “Polear”. De esos términos extraños que la gente eventualmente adopta y que luego olvida su origen.

Trataba de entender el concepto de la bestia que estaba frente a él. No sabía cómo definirla. Si como un monstruo sin alma, o como un ser gigantesco, indiferente al sufrimiento de los seres, como si fuera un dios menor al cual se le debían de ofrecer sacrificios. Trató de realizar un esfuerzo para abarcarlo, para asimilarlo.

No era que alguien se opusiera a lo que estaba haciendo. Las máquinas no tenían entrañas o posición y hablando de lo mismo, tampoco estaban en oposición de los humanos a pesar de esos poemas contra la sociedad mecanizada que él había leído alguna vez.

Trató de visualizar lo que estaba delante de él.

Una computadora que habría de pesar como ciento veinte kilos el mueble, similar a un archivero de metal lleno de tarjetas realizadas en una placa de cerámica plastificada llena de circuitos con relevadores, procesadores con los míticos transistores integrados en ellos, capacitores, cientos de miles de pequeñitos contenedores en cada placa que podrían caber todos juntos en una sola caja de pizzas, como la que había comido hacía tan sólo un rato.

Habría otros dos “archiveros” juntos: uno, que contenía el disco, o sea, la unidad de almacenamiento. El otro “archivero” no era más que la unidad de cinta en donde se respaldaban, que era el término que se utilizaba, todas las actividades registradas de la gran multitud, pero realmente una gran multitud, de archivos que estaban en su organización. Mes tras mes, año tras año.

Junto a esos muebles de metal estaban los procesadores de comunicaciones que eran de donde partía la inmensa maraña de cables que se dirigían a todas las oficinas de la empresa.

Eso por el lado físico. Estaba también lo de adentro. Lo que cobraba vida al encenderse dentro de los focos, controles, cables, tubos, metal, cobre, plata, zinc, silicio, que seguía complejas, oscuras, gigantes secuencias aritméticas, booleanas, lógicas, binarias, con final cerrado, con decisiones múltiples, con ciclos eternos hasta que un evento externo... cambiara su destino.

Esa era la verdadera bestia a la que se enfrentaba Enrique.

A veces pensaba, obvio, aceptando la irracionalidad del punto, que había atrás de todo ello una precisa intencionalidad. ¿De quién? De quién estaba enfrente de él: de la bestia que acechaba detrás de una pantalla con monitor oscuro y una miniraya luminosa parpadeante.

“Es que no veo la manera de entenderlo. Las rutinas funcionaron en la máquina de prueba. Los archivos son los de siempre. Los procedimientos no han cambiado.”

Enrique discurría: Una vez escuchó de un viejo compañero el rumor de que alguien había afirmado que si se iba de la compañía molesto estaba preparado: Había colocado una trampa para cuando el proceso de nóminas quincenal no encontrase su nombre en el archivo correspondiente a asalariados disparara de manera automática un programa secreto que borraría ipso facto la información de todos los discos, causando el gran caos.

Eso era imposible. Cualquiera con dos dedos de frente se hubiera reído. Ese tipo incluso había dejado el nombre del procedimiento que sería corrido en la consola, de querer. Se llamaba “@papas”, así, con todo el ridículo que desplegaba. El rumor seguía diciendo que nadie se había atrevido a teclear ese nombre en la consola y darle la tecla de “send”, porque, ¿qué necesidad? Imposible, claro, pero ¿qué tal si sí pasaba algo?

Ahí estaba la bestia, respirando a través de su cursor, a través de sus múltiples focos, en sus mismos “Ready”, en sus mismas lucecitas rojas de “On” y de “Begin Of Tape”. Amenazando con furia los desafíos indeseables que le imponían a través de teclas o archivos.

Enrique miraba su pantalla con la forma desplegada en ella. Sin datos. Cero información. Cero registros. Donde debería haber una lista de quince. Sólo quince. Esos quince serían el resultado de un encadenamiento de pequeños procesos con un orden determinado que seguirían una secuencia precisa. Lectura. Carga. Validación. Procedimientos. Ordenamiento. Extracción. Filtrado. Formateo. Revalidación. Distribución. Reformateo. Impresión. Punto final.

Enrique se puso a la tarea de buscar y rastrear. Esa labor era llamada “depurar”. Era una labor lenta y meticulosa.

Marcaría cada párrafo de ejecución para ver dónde estaba la falla o las fallas. Si era una falla ligera la podría localizar y corregir, la sospecha que laceraba era que el problema no fuera así. No tener fallas no significaba desastre en sí. Tal vez el problema pudiera ser desde la misma conceptualización básica de cómo atacó el problema al principio. Si ese era el caso, estaba destruido. Ya no habría tiempo de corregir el rumbo.

Se estremeció. Hasta el momento no se había puesto a pensar que pasaría si no llegara con el resultado que le pedían. Ya se estaban agotando sus últimas instancias, sus últimas oportunidades.

La bestia lo seguía desafiando. No había resultados a la vista. El tiempo se le acababa. Sonó el teléfono. Graciela de nuevo. No tenía interés en reclamarle el cortón anterior.

—¿Bueno?

—Perdón por colgarte, pero... ¿Cómo estás?

Enrique estaba fastidiado. No quería discutir “problemitas”. Ahora no. Después.

—Hasta la madre... esto no sale...

—¿No vas a tu casa todavía?

Miró el reloj. Ya era muy tarde. Como las once cuarenta y cinco de la noche.

—Ni iré... no sé cuanto falte para acabar hoy.

—¿Cuánto tiempo le vas a dedicar? ¿Mucho?

—Hasta que no pueda, serán como las tres o cuatro... acuérdate, es un compromiso...

—Sí, me dijiste... espero que acabes...

—Es lo único que quiero...

Se hizo un silencio.

—Están a punto de derribar el Muro...

—¿Qué? ¿De qué Muro hablas?

—El de Berlín...

—¿Cómo lo están derribando? ¿Quiénes?

—Los mismos alemanes... hay mucha fiesta por allá...

—Ni sabía, no he visto las noticias... es importante algo así, ¿no...?

—Sí, supongo...

—Qué bien... ya luego lo leeré...

—Ni hablar, cuídate... y perdóname, ¿sí? Te... te hablo mañana...

No podía ponerle atención.

—Mejor yo te hablo, ¿quieres?

—Sí, de acuerdo...

Colgó. Miró la pantalla.

“¿Muro? Muro el que tengo aquí. Estos sí son muros”, pensó.

La pantalla le devolvió su mirada a través del cursor, que parpadeando como tic nervioso se burlaba de él.

—¿Hasta cuándo? ¡¿Me preguntan hasta cuándo?! ¡¿Cómo demonios lo voy a saber?!

Su preocupación se estaba convirtiendo en terror. Su corazón dio un vuelco. Algo malo pasaría si no estaban las cosas listas para mañana mismo en ¿cuánto? ¿Nueve horas más?

La bestia parecía escucharlo. De seguro se burlaba de él. Otra corrida más. Cada línea interpretada, escrutada con intensidad por esa maldita, cada archivo requerido, cada biblioteca abierta, cada invocación de rutina ejecutada, todo era realizado bajo la mirada burlona de la bestia dentro del vientre de la computadora CDC 930.

Se la imaginaba en medio de los circuitos de memoria, los del procesador central, los de la unidad aritmética lógica, los de los procesadores de comunicación y de los malditos canales de datos que llevaban la información desde y hacia los archivos de lectura, la preciosa información requerida a ser digerida por el CPU y de ahí hacia los discos para escribir la tormenta de bits y bytes ordenados que sólo quedaban, por ahora, en la nada, en el EMPTY FILE.

La bestia asimilaba y no entregaba nada. Parecía ser algo que deseaba algún sacrificio.

Enrique estaba desesperado y listo para hacer cosas desesperadas.

Pero, bueno, lo más desesperado que se le podría ocurrir sería hacer trampa.

Y en ese caso, no era nada bueno para su salud. De hecho no lo podría hacer jamás. No tenía el carácter.

Al menos ya iba asimilando que no podría mostrar a Panchito y demás los resultados. De seguro eso ya les interesaría eso. Y mucho.

—Tío, tenemos que ir a ver. A todos nos interesa eso.

Su tío tenía las manos manchadas de oscuro por recién cargar el carbón que necesitaban para calentarse y que le daba ese colorcito pardo-oscuro a todas las casas de Berlín Oriental.

—No me vas a llevar, no va a pasar nada. Los van a reprimir... —Miró con gravedad a su sobrino, su único familiar vivo—. No quiero que vayas, Rudi. Es peligroso, yo sé de eso... No te deben de ver envuelto en eso. No sabemos para donde irán las cosas. Tal vez todo dure unas semanas, y luego las cosas serán iguales.

—Iré, sabes bien que iré. Tengo que saber que va a pasar.

—No habrá nada, Rudi, sólo son sueños, rumores...

—Tienes el Muro en tu cabeza, tío. Estás dividido.

—Algún día querrás que las cosas no sean como serán. Cuando destruyan al Muro querrán unir las Alemanias. Tú no sabes de política, Rudi. Ellos nos despreciarán. Ellos nos querrán humillar con su dinero. No les importaremos. Sólo seremos noticias o estadísticas de desempleo. Habrá pobreza. Y querremos volver a estar aquí, pobres, tristes, pero seguros.

—Tío, ¿qué importa? Habrá libertad. Ya no nos prohibirán nada. Podremos ir a donde queramos, por la razón que queramos, aún sin razón...

—¿Eso quieres? Te he dicho que estudies en la universidad para buscar yo luego la manera de llevarte al Partido para que te involucres en sus actividades.

—No he querido porque no me gustan... sus líneas, tío. Menos ahora, como están las cosas.

—Ya te dije, pasará todo... Por lo demás, no hay opciones, y lo sabes. ¿Quieres ser técnico? ¿Quieres ser medicucho en alguna provincia rural? Yo tengo las conexiones para mas que eso y lo sabes...

La ventana estaba llena de gotas de una llovizna ligera afuera.

—Eso dicen...

El tío se puso rojo de furia. Manoteó sobre la mesa. Las azucareras se estremecieron.

—¡Son unos estúpidos los que lo dicen! ¡Nadie puede saberlo, y nadie se los pudo haber dicho a menos que tú...!

Rudi estaba muy alterado también, quería mucho a su tío, pero esos ex abruptos lo exasperaban.

—¡Yo no he dicho lo que no sé! ¡Pero te han visto que llegas muy tarde! ¡Saben que no vas a trabajar todos los días y que vivimos con ciertos privilegios!

El tío cerró los ojos. Puso sus manos sobre su rostro. Inspiró y abrió los ojos con viveza. El color rojo no lo abandonaba. Rudi miró las venillas azules que surcaban su nariz. Pensó vagamente en si a él le pasaría lo mismo cuando estuviera viejo y anciano. Esperaba que no fuera así. A nadie le gustaría, pensó ociosamente.

El viejo alzó la mano, como invocando una conciliación que a veces llegaba, a veces no. Esta vez no llegó del todo.

—Estoy calmado... ¿qué más te han dicho? ¿Algo grave? ¡Mírame a los ojos, Rudi! ¡Respóndeme, tengo derecho!

Rudi en medio de ese ataque de ira repentina pensó que contra toda lógica, su tío tenía razón. Tenía derecho a esa desilusión. Su madre había muerto muchísimo tiempo atrás y su padre, alcohólico, se había ido de ahí abandonándolo con su tío. Éste le había dado techo y comida durante sus estudios. Y aún así...

—Nada, tío...

—¿Lo juras?

—Lo juro...

—Esto es muy serio, Rudi...

—Lo sé, tío. Muy serio.

Rudi tenía cierta sospecha incluso de que su tío podría estar en la STASI, la dependencia secreta que actuaba como policía estatal de seguridad. Un indiciado de parte de ella sería muy costoso para el desgraciado. Sus amigos afirmaban cosas: que la STASI, aún sin comprobar, tenía reportes de muchísimas personas; que si alguien se hubiera reunido en salones privados a hablar de reformas y cosas similares, lo más probable era que ya habría un reporte acusador hacia la oficina de Seguridad. Esos mismos rumores indicaban que había kilos y kilos de papel por persona en la STASI.

Pero ¿quién podría aseverar que su propio tío fuera de ellos? Todo el mundo lo conocía, pero... ¿Su propio tío? Varias veces habría tenido la idea, pero no llegaba nunca al fondo. Era algo que le causaba angustia y ansiedad. Rudi no sabía de esas cosas y no le interesaba mucho el tema: en general no se preocupaba.

Hasta el momento.

Con cierta brusquedad el anciano quitó con la manga el vaho de la ventana pegada a la mesa. No pareció aclarar nada.

—Rudi...

—Dime, tío...

Su tío pareció desinflar su actitud de orgullo y frialdad aparente.

—Yo, yo... quiero explicarte mi actitud... de lo que está pasando...

—No te preocupes, tío...

El anciano miró a su sobrino con un gesto de dolor, de tristeza infinita.

—Tal vez no entiendas de manera completa lo que está sucediendo a tu alrededor... Te concedo por fin que puede que sí haya cambios... Me han informado que se sobrevienen transformaciones en política muy fuertes... ya no hay voluntad en el partido... hay desaliento...

Sorprendido, Rudi dijo:

—Pero me acababas de decir... lo de llevarme y eso...

—Sí, que te llevaría, pero tal vez lo dije porque hay una inercia y mis propias cosas de tanta edad, ya no se atreven a cambiar de la noche a la mañana... Puede que el mismo Partido acepte que sí, que se abra el Muro, con ciertas condiciones, claro… y sí, que haya libertad de... tránsito... pero no creo que dejen que se implante un capitalismo en estas tierras... todo podría también ser... temporal... en ese sentido...

Rudi lo miraba con atención, con un sentimiento de incredulidad total en su mente embotada por las implicaciones. También mantenía un gesto que podría haberse entendido como de desconfianza: el ceño fruncido, mirada fija en un punto incierto.

—No me mires así, Rudi... hay cosas que no deberías de saber... pero... las circunstancias están pasando aprisa... Occidente no es tan bueno como algunos dicen... Tenemos que asimilar lo que viene y saber que vamos a hacer con todo esto... si es que se abre del todo... desde la reflexión y la serenidad, ¿no te he enseñado a ser sereno, Rudi?

Hizo una pausa. El gesto de su querido sobrino estaba sin cambios.

—Pero algo sí sé... No creo que me agrade nada de lo que viene... y no tiene por qué agradarme, lo puedo afirmar... yo... tengo que ganar tiempo... tengo muchos enemigos... me lo merezco y sí algo sale mal... y créeme que si el Muro se abre, es que algo realmente salió mal... tendré que estar listo... Rudi... ¿me escuchas?

—Sí, tío, todo, dime...

—Ten prudencia... eso del Muro no puede ser, te aseguro que no será pronto...

El tío tenía el rostro lleno de ansiedad y angustia. Su ira hacía rato se había desvanecido.

Rudi lo miró con curiosidad, pero sin comprender del todo su angustia. Ya no pudo contenerse más.

—Tengo que salir.

Sonó el teléfono.

Como siempre, el anciano fue el que contestó.

Empezó a escuchar lo que le decían. Su rostro se tornaba lívido por segundos.

Rudi tomó la decisión de irse en ese instante. Ya era la hora de salir. Se levantó de la mesa.

—Rudi, espera.

—No, tío... ya es hora de irme...

—Rudi, espera, te digo...

—Ya no puedo esperar más, tío, por favor...

Rudi no miró atrás.

No pudo darse cuenta que su tío tenía el rostro alarmado. Alarmado y con mucho, mucho desaliento.

Salió a la calle. El primer golpe de aire frío le pegó en los ojos. Parpadeó, pero no le importó.

—¡Todos están en la calle, Rudi! Hay muchos curiosos. Los vopos, dicen que los vopos no van a hacer nada. Nadie sabe lo que está pasando. Me dijo alguien que están a punto de abrir el Checkpoint Charlie… ¡Tenemos que ir! ¡No podemos perderlo!

El rostro de Annegrite estaba radiante. Sabía perfectamente qué estaba pasando y en qué punto de la historia, o más bien de su historia personal en conjunto con la Historia se encontraba.

Rudi no lo veía tanto así.

Rudi pensó en su tío, algo inquieto. ¿Qué pensaría él de todo eso?

—Pienso que tú podrías ser parte de un grupo de disidentes, Wang. Pienso que a ti puede que te den información acerca de lo que se habla de nosotros allá afuera.

Wang quiso protestar.

—Disculpa, compañero, pero tú bien sabes que cualquiera puede obtener información occidental. Aún sabiendo que los hoteles como el Hilton, conforme a la política oficial, avisan que no hay periódicos occidentales disponibles... Pero todo mundo sabe que se transmiten conferencias de los disidentes a través de esas cadenas extranjeras como CNN.

—¿A quién deseas engañar, Wang, “compañero”? Ahora me vas a decir que pensaste que esta era solo una sesión de reeducación de lo que sucedió en la Plaza. Sí, esas sesiones que sirven para que se conozca la versión del gobierno. Que los que van a tomarla luego las repiten sin entonación, como pericos, para dar una muestra de ilustre y sutil movimiento en contra… Una manera de disidencia sin castigo, pero es obvio, la reacción una vez más… se creen valientes...

Wang se sintió provocado.

—¿No es eso, compañero, una manera de disfrazar las propias opiniones de ustedes mismos? Luego me dirá que es un rumor que escuchó en el autobús, o que escucha rumores para análisis, ¿no lo cree también?

—Wang, muy bien. Buen punto. Eso puede significar que eres más inteligente de lo que pensaba…

—¿Cómo decir…? Usted bien sabe que hay un rumor que dice que en China todo aquí es apariencia. Todo aquí es pretender… Usted, compañero, ¿pretende algo? Y si es así, ¿qué pretende?

—¿Qué crees que pretendo, Wang?

“Intimidarme”, respondió mentalmente. Pero no lo iría a confesar. Sería demasiado sencillo.

En vez de eso, respondió:

—Saber quién soy y qué hacía aquí…

—Tal vez nunca lo sepa, “compañero” Wang… Tal vez eso es lo que querría usted, ¿no?

Wang no respondió. ¿Para qué darle satisfacciones? Ya estaba molesto, ya había sido mucho tiempo de estar ahí, en la oscuridad, con sólo una vela que parecía ya estarse acabando. En ocasiones Wang sólo se concentraba en la vela, en su misterioso pábilo en donde serpenteaba su serpiente de fuego en concentración, un alma en pena, o un fantasma del creador de la cera. No estaba seguro, pero en China todo era posible, todo, cuestión de esperar, cuestión de tener vida para esperarlo todo, cualquier cosa.

—¿O preferirías ya haber huido a Hunan?

—¿A Hunan? ¿A qué? ¿A tener hambre?

—Tú bien sabes a lo que me refiero, Wang…

Wang miró al interrogador. Se sentía fatigado, muy cansado. Y estaba perdiendo concentración. Era imposible que alguien supiera que quisiera ir a Hunan, pero no allí precisamente, pero ese era el camino lógico de todos para ir hacia Hong Kong. Guandong era la clave. Precisamente en la frontera con Hong Kong, aún si no lograse nunca salir hacia la isla inglesa, al menos sabía que en Guandong podría trabajar y quizá ser más prospero que allí en Beijing. Tal vez con menos miedo también… Ir a Guandong…

—No tengo pensado ir a Hunan… o a Guandong, si es que usted lo está imaginando…

—Es natural, amigo Wang. Muchos quisieran ir para allá. Se sienten más seguros estando más lejos de Beijing…

Guardó silencio un poco.

—No sé porque tienen tanto miedo de Beijing… lo que sucedió fue deplorable. Todos lo deploramos, muchos no lo decimos, por supuesto, ¿qué querían? Sí, ojalá el gobierno fuera más diplomático, más humano, por supuesto, pero ¿qué podría hacer la gente? ¿Tomar las calles? ¿Para qué? Hemos tenido diez años relativamente buenos de crecimiento económico y de tranquilidad doméstica. Pero no sé si tengas edad, amigo Wang, de la revolución cultural, sólo hace ¿cuánto? ¿Veintitrés años? Eso fue lo peor, no lo dudes, pregúntale a tus antepasados vivos o muertos, Wang, pregúntales... Eso fue lo peor…

Escupió. Wang se sorprendió de como era posible que tuviera humedad en su boca después de tal interrogatorio. Su interlocutor prosiguió como si nada hubiera pasado.

—Dime, amigo Wang, en todo lo que tú conoces y aprecias de esta vida, ¿tú crees sinceramente que había que tomar las calles contra esos cañones, esos fusiles y arriesgar lo que hemos ganado?

—No sé que hablas y ni me interesa, pero yo a mi vez, ya sé quién eres tú.

El interlocutor de Wang sonrió por vez primera de manera que mostró su sonrisa de concurso. Dientes grandes, luminosos.

—¿Sí? Eso es interesante. ¿Quién soy?, dímelo, ¿sí?

—Bueno, no sé tu nombre, pero eres un informante, de esos de esa cadena de anónimos… de hecho, serías el primero que sé que pertenece a eso… está muy desacreditado, pero bien sí, tú puedes ser la primera persona que tengo contacto y que pueda ser de ellos…

—Ya no sería tan anónimo, creo…

—¿Qué importa? Pienso en no volverte a ver jamás…

—Eso sí es posible, Wang… Pero ojalá tengas cuidado, Wang, no elijas el camino de Xiao Bing… ¿quieres un cigarro?

Wang decidió que lo aceptaría, ¿qué más daba? El interrogador se lo entregó encendido. Wang no puso objeciones. Se atrevió a decir:

—Xiao no estaba del todo mal, todo mundo sabe que fue embustero, mintió en afirmar que hubo tantas muertes en la plaza… pero no estaba del todo mal, insisto… lo dicen todos…

Los ojos del interrogador se abrieron un poco, tal vez un tanto divertido. Dijo:

—Tú no lo digas, Wang, no será conveniente… si te escuchan hablar de eso te darán diez años… sólo por hablar…

—Ya hablamos demasiado aquí mismo, “compañero”…

Wang todavía tenía humor para ponerse desafiante. Estaba confundido pero furioso en su interior. Estaba dispuesto a ser irónico en lo posible. Sería su única defensa en caso de…

No pudo seguir pensando que hacer. La voz de su interrogador siguió.

—No es lugar para hablar de política o economía, Wang, sólo de pensar en que estamos tú y yo… lo demás, política y economía bien se pueden ir al diablo… Tú me caes bien, Wang, no eres lo que pensé al principio… sí, es cierto, puede que hayas pensado que venías por alguien más aquí… ¿ Acaso una mujer?

Hizo una pausa. Wang no pudo evitar su mirada penetrante.

—Sí, tu mirada lo acepta, tú no, tu mirada sí… Una mujer… Es muy posible, acepto y también acepto que yo mismo soy muy suave… No eres mal elemento, y la verdad fui instruido de venir a este lugar. Entre otros, te confieso, he venido de vez en cuando a averiguar qué tipo de reuniones se hacían. Ya sabía, por supuesto, lo que sucedía aquí, pero no voy a decirlo más arriba. No tiene mucho sentido. Tengo otras labores de las que no me está permitido hablar… Digamos que siempre me encuentro con alguien como tú y disfruto hablando, averiguar que hay detrás de la persona, ¿hoy me tocará un disidente de buena fe? ¿Un confundido? ¿Un posible terrorista? No, de esos hay pocos… lástima. En ocasiones me encuentro con personas como tú… duros, porque con todo respeto, sí, eres duro, Wang, no excepcional, Wang, lo lamento… tú caso es común... Pero estoy convencido de que no eres malvado, de que no eres antirrevolucionario… también descubrí que no tienes influencias, nadie te conoce, y eso se me hizo más simpático…

—¿Influencias? ¿Guanxi?

Como sea, Wang sintió indignación. ¿Por no tenerlas y por insinuarle su interlocutor que no las tenía? ¿Se creería que sólo él las merecería?

—Así es… no hay guanxi en ti, por más que finjas… verás, ya te lo mencioné, soy sentimental… quiero que mi país florezca… y no se conseguirá nada si nos volvemos más allá de estrictos en cuanto a cuidar lo nuestro, la paranoia no hace bien a nadie…

Guardó silencio por un segundo.

La Revolución Cultural consiguió que a mis padres los pusieron presos porque eran maestros de escuela… Murieron de enfermedades mal cuidadas, Wang, de ser hoy los hubiera salvado lo mínimo, lo elemental... ¿Furia?, la siento. ¿Ira?, lo que quieras... pero ahora dime… ¿contra quién me vengo? ¿Contra el presidente Mao? Murió hace trece años, demasiado tarde… y ya entre muchos o entre pocos, es lo de menos, le cambiaron su ruta del gran destino de los mil millones de chinos... Puede que no lo creas, pero sólo pienso que estar aquí, contándote esto, me es suficiente venganza…

Wang todavía tuvo un pensamiento.

—¿Cómo sabes que yo mismo no soy un informante o un oficial del partido encubierto…?

Su interrogador lo miró con una mezcla de sorna y piedad.

—Me harías reír, Wang. Mucho.

Se apagó la vela. En el instante Wang se sorprendió. Después de una pausa esperando a que su interlocutor la volviera a encender comprendió que no sería así. Busco sus propios cerillos en la bolsa. Algo le pareció ver de movimiento, pero no estuvo seguro.

Con dificultades alcanzó la vela y la logró encender.

Estaba solo en esa habitación. Sólo alcanzó a ver la colilla de un cigarro enfrente de él. En el piso había rastros de escupidas.

Plenamente envuelto de una confusión que le mareaba, salió por las escaleras con cierta dificultad. Miró las calles iluminadas. Miró a su alrededor con nerviosismo y huyó de ahí.

Wang quiso correr o escapar, no estaba claro. Llegó a una avenida, los árboles flanqueaban a ambos lados de las calles laterales. Sudaba en medio del fresco. Sintió que mil ojos lo observaban. Miró mil caras, mil rostros, todos pensando algo de él. Que si estaba demente y se había escapado, que sí estaba bajo la influencia del opio o algo peor, que si era una persona que había perdido a algún ser querido y lo estaba buscando. En un momento de alucinación mientras el pulso le reventaba en el cuello y las luces de los arbotantes lo cegaban de a momentos. En un instante pensó por un momento que estaba en la plaza. Se imaginó estar mirando que los soldados avanzaban. Que la sangre en el piso lo alcanzaba, que los gritos de auxilio lo ensordecían, lo punzaban, que la Estatua de la Democracia fue frágil y no aguantó que mil manos la derribaran y que mil pies la pisotearan.

Al siguiente instante todo terminó. Sólo vio a un anciano que sentado en la acera lo miraba con desdén supremo mientras fumaba un cigarro.

—Borracho.

El anciano escupió.

Wang no recordó como entró en su casa.

Se sentó en una silla y se recostó en la mesa.

Se sentía muy mal, con mareos. Se sentía descubierto, preso de una vulnerabilidad que lo devoraba. En cualquier momento vendrían por él. Miró el pequeño espacio que era su hogar. Austero y todo, era su refugio, por pequeño y atestado que fuera. Miró el poster de un automóvil europeo rojo brillante que estaba pegado en una pared. “Ferrari” decía en caracteres latinos. Mostraba poder. Mostraba furia. Mostraba desafío.

Se río de la ironía. Era lo que él menos era en ese instante.

Sonó un ruido con violencia ahogada. Era la puerta que empezó a sonar con fuerza.

—¡Abre, Wang! ¡Abre!

Era Tshuan Bin.

Algo estaba mal, muy mal.

Porque Panchito pensaría que todo estaba mal.

La bestia seguía empecinada en no dar pistas de lo que sucedía. La frialdad, la grisura de lo que estaba delante de Enrique estaba a punto de enloquecerlo. La bestia estaba sorda, no escuchaba las maldiciones que éste le dedicaba. Era de entenderse.

Eran catorce listados de programas, procedimientos y rutinas que trataban de gobernar el orden del proceso. Vació los contenidos de los datos sobre la mesa, los verificó en su integridad, en su composición, en sus definiciones del diccionario de datos y se sintió todo lo satisfecho que podría estar en medio de algo tan delicado. Se imaginaba las fuerzas del mal contra él mismo.

—Y todavía me habla Graciela a preguntarme que sí había visto si estaban derrumbando el pinche Muro.

No estaba muy satisfecho con ella. Había sido problemática como la que más. Exigente, chantajista, guapa eso sí, pero ¿sólo por eso la aguantaba? Ya ni sabía. Tal vez no. Tenía un gusto por hacer y deshacer de su propia vida que daba miedo. Llevaba dos o tres meses con ella y de repente no sabía que hacer a continuación.

Pero ahora ese era el menor de sus problemas.

Se enfrentaba con la posibilidad ya real de que las cosas no iban a salir bien. Ya se había hablado mucho al respecto. No tenía entendido como estaba la situación. Sabía que mucho de todo esto era política. Sabía lo que quería Jaime, el maldito bastardo (¿cómo decirle de otra manera?), que estaba a la par de Panchito, en el comité técnico, que quería él sólo imponer sus criterios en las decisiones acerca de qué Sistema de Base de Datos se adquiriría.

A Enrique se le hacía complejo entender ese tipo de política. Obvio, no sabía más que lo que estaba a su alcance y por rumores.

Recordó estar en una reunión con Jaime frente a un proveedor en el que le pedía, o más bien, le exigía más allá de lo que las reglas comerciales de vendedor-comprador establecían, respecto a que entregara un pedido a una fecha y como el proveedor respondía con desesperación:

—No puedo hacer eso, Jaime, me pides un imposible...

Durante la junta Jaime trajo todo el tiempo un palillo de dientes en la boca, o algo así, Enrique recordó. Era una manía de Jaime el hacer ese tipo de cosas, como el masticar pedazos de cinta adhesiva entre cigarro y cigarro. De personalidad autoritaria, despectivo con muchos, a su vez Jaime le respondió:

—Pues a ver cómo le hace PowerFin o a ver cómo le haces tú...

El proveedor estaba ya mesándose los cabellos, con el sudor perlándole la frente, mirando hacia arriba, tal vez buscando alguna solución que Enrique mismo desconocía. Enrique se sentía incómodo, apenado por lo que el proveedor estaba pasando.

Él mismo sabía que los proveedores se llenaban de dinero cuando hacían una venta suficiente a una empresa como en la que él estaba, pero algo grave estaba sucediendo ahora y él no alcanzaba a intuir qué era.

—Jaime, no me pidas eso...

—Pues ya te dije... es tu decisión, es tu opción... tú sabes lo que harás...

Sonaba a sátrapa el tal Jaime. Había humillación en todo eso, pero Enrique no acertaba a ver en qué se resolvía. De qué se trataba claramente. Tal vez eso le ayudó en su conciencia, en no hacerse más partícipe del asunto.

Y sabía que Panchito odiaba a Jaime cordialmente pero no decía nada, ni lo diría tampoco. Era parte de esos juegos en los que participaban los ejecutivos de mediano pelo. Ni se imaginaba el tamaño de los mencionados juegos de poder en sectores más altos, en los de ejecutivos de, ahora sí, altos vuelos. Tal vez serían en verdad despiadados y eso que presenció no era nada en comparación.

¿Y él? ¿Jugaba en esto? Era importante hasta cierto punto, no lo dudada, pero no tan importante. Él sólo era un instrumento. O tal vez todo era una ilusión.

Algo alcanzaba a entender mientras miraba todos los papeles en los confines de su mesa, que, pequeña que era, estaba totalmente inundada de esos reportes en los que incluso a través de marcarlos con tintas de colores para poder identificarlos de manera más precisa le era confuso en ocasiones poder hacerlo.

Pero aún así tenía la intuición de que ya estaba muy cerca de la solución, pero el tiempo se le acababa.

No habría prórrogas. No habría más oportunidad. Había fracasado. Tendría que reconocerlo. La bestia había triunfado. Por más que no quisiera o deseara antropomorfizar lo que había detrás de ese loco cursor que parpadeaba dentro los confines de esa pantalla de negro rutilante que lo miraba, que lo criticaba, que lo disminuía de cierta manera aunque las condiciones no habían sido justas, que en un duelo más entre el hombre y la bestia mecanizada, detrás de todo, la única conclusión era que él había perdido.

Enrique estaba seguro de que del lado positivo quedó resuelto lo que se había propuesto entregar en un noventa y cinco por ciento, pero eso, estaba convencido también, y no se hacía ilusiones, no era lo que le habían pedido. No era suficiente.

Le habían pedido el cien por cien. Le habían puesto el reto de resolver la suite de programas en el ambiente del paquete financiero y verificar si el resultado en las pruebas al resolverlo en cuanto a procedimientos, procesos, interacciones, interfases y demás era confiable o no. Punto.

Y lamentablemente ese cinco por ciento que en muchos ambientes tal vez no fuera relevante, aquí y ahora sí lo era. Y no lo iba a poder librar, tal como la había predicho al principio. Había fracasado sin discusión.

Falla. Derrota. Desastre. Catástrofe.

Era al principio un mal sabor de boca. Luego se convirtió en palpitaciones de ansiedad. Estaba seguro que no lo correrían del trabajo, pero sí estaba seguro de que no le serviría de mucho en su currículum.

Eso era lo que descubría en este instante. Sus días de ascenso, si es que existían hasta ahí llegaban. Mancha en su expediente.

Nada importaba más, al parecer.

Sus palpitaciones de nerviosismo se estabilizaron. Algo empezó a suceder que lo invadía de serenidad de manera lenta pero firme. No era la vida o la muerte lo que acababa de pasar.

No sabía que iba a suceder enseguida. Llegar sin el resultado contundente echaba a perder cinco días de esfuerzo (más bien cuatro) días intensos en que cada minuto fue vivido con urgencia, con cuatro días de no poder dormir, de no ver la luz del túnel. Si alguien deseara consolarlo diciéndole que había aprendido, o que se había esforzado, agradecería de manera cordial el acto de consuelo. Pero se burlaría de ello lleno de amargura.

Lo intentaría una última vez más.

El mundo estaría en la indiferencia de todo lo que le pasaba, pero a fin de cuentas nada de eso nada importaría.

Lo único que valdría la pena ahora era lo que su gente, si es que era suya, tenía en mente.

La gente empezaba a festejar, era un tiempo alegre. Era un tiempo inolvidable. Un tiempo de regocijo. Todo parecía estar en puntos suspensivos rumbo a la gloria. La interjección admirativa máxima del tiempo moderno que estaba a punto de escribirse. Y nadie resultaría herido. Y nadie moriría.

La gente empezó a pasar de un lado a otro. Así de sencillo se puede leer pero incontables generaciones recordarán el día en que la Libertad se expresó arriba del Muro.

Rudi dejó a Annegrit y a sus amigos. Las filas eran tremendas por ver que sucedía en los límites. Caminó entre lágrimas, risas, júbilo. La incredulidad rampante en la población. Recordó todos los años que estaban a punto de desaparecer. Se sintió con un deber. Iría por sus cosas y le diría a su tío que las cosas sí iban a cambiar. De un momento a otro todo sería distinto. Fue a buscarlo.

Llegó a la casa con prisa. Los pasillos oscuros que culpaban al carbón de todas sus desgracias. La encontró extraña, sorda, era obvio que algo pasaba. Había mucha luz por todas partes, lo más inusual del mundo y con razón. Estaba pasando todo inusual. En su casa era al revés. Estaba oscura. Las sillas desacomodadas, ignoraba el porqué con claridad. Le tenía que avisar a su tío. Iría por lo más elemental. Uno nunca sabía si las cosas iban a durar por horas, o por días o por siempre. Su intuición le indicaba que por siempre, pero ¿quién era él para asegurarlo?

No lo encontró. Pero en lo que fue a su cuarto encontró un papel. Era una nota.

La leyó, sintiendo una sacudida en su interior mientras lo hacía:

“Querido Rudi. Destruye, por favor, destruye esta carta después que la leas. Soy informante de la STASI. Me obligaron como a muchos. Eso digo, pero por fuera no me creerán. La llamada telefónica era para eso. Supe que tal vez hoy abrirían las puertas. No es mucho suponer que un día alguien sabrá que fui informante. La vergüenza de que tú lo supieras sería más grande de lo que imaginas. Muchos lo fuimos, pero eso no importa. Tal vez nunca fui nadie con visión, pero esto sí lo veo venir. No indagues más. No averigües más. Sólo te pido que sí, que te vayas lejos de este país. Y si te quedas, haz un esfuerzo sobrehumano para no averiguar nada.

“De cualquier manera, no te sorprendas si descubres que muchos de tus conocidos también estuvieran involucrados. Todo fue una porquería, espero que comprendas, aunque sé que será difícil.

“Y sobre todo, perdona a tu tío.”

El rostro de Rudi estaba pálido. Salió de ahí con prisa.

Algo le hacía insoportable la estancia.

Llevaban mangueras largas, pero al menos no eran balas. Había incredulidad en todos.

Venían los bulldozers y no eran para contener con agresividad a los curiosos. Iban hacia el Muro y comenzaron a golpearlo. Cayeron las primeras losas. Todo puede ser impenetrable por un tiempo, pero no por siempre.

El rostro de Rudi se iluminó de tanta luz. Miró un tipo con camisetas para vender que decían: “el último que salga que apague la luz”. Lo hizo sonreír.

Estaba feliz. Había fiesta en su planeta cercano, en el que le interesaba, en el que lo involucraba. Cerró los ojos y aspiró con fuerza. Un aire fresco inundó sus pulmones. No sabía que podía pasar, no sabía lo que estaba frente a él, frente a sus amigos, frente a todos. No sería fácil nada de lo que pasaría. Lo más seguro era que muchos de los que estaban felices y jubilosos trabajarían el lunes siguiente probablemente en sus mismos horarios de toda la vida. Pero eso sí, los cambios se darían. Nada sería igual.

La oscuridad de su ciudad y la perspectiva, la ilusión del torrente de los cambios, empezó a inundar sus pulmones.

Adoraba su ciudad con ese olor tan característico inolvidable.

Pimienta. A eso olía su ciudad. La libertad olía a pimienta.

Ese olor de condimento que en ese instante parecía tan ajeno.

Tshuan Bin estaba con él con una sopa en la mano, humeando. Tenía su rostro muy preocupado.

—Ya estaba a punto de irme. Dos veces había venido a buscarte y no estuviste. Esta era la tercera y ya me había hartado. Pero estaba realmente muy preocupado. Pensé que algo te había sucedido. Ya de la calle a punto de irme a mi casa te miré que entraste como poseído por un demonio.

Wang ni lo miraba, con humildad aceptó la sopa.

—Me pareció que llegaste enfermo. ¿Te fue... mal, verdad?

Wang no sabía que responder.

—No lo sé...

—Bueno, pensándolo bien, aquí estás, sano y salvo, ¿no? No te hubieran dejado ir —concluyó su amigo.

—Yo nunca supe del tema del que hablaban... creo que hubo una confusión...

Probó de la sopa. Estaba caliente, le sopló y ya estuvo satisfactoria. Muy rica.

—No tuve nada que ver... con nada... igual que muchos... yo sólo estuve ahí y todo ocurrió... no intervine ni para bien ni para mal... como muchos...

—¿Te dijeron algo? ¿Te amenazaron? ¡Habla!

—¿Quieres saber si dije tu nombre? —Wang lo miró con un pensamiento de sospecha. Optó por borrarlo. Era difícil de creer.

—No, sé que no lo hubieras hecho... ¿o sí? Sabes perfectamente que no tengo nada que ver con nada de eso, Wang, yo ni estaba aquí en la ciudad esos días de junio...

Él se dio un respiro con la sopa.

—Claro que no dije nada, además ellos sabrían perfectamente averiguar eso... y a final de cuentas, no me hago ilusiones, Tshuan, no hemos sido nada, ahora tampoco somos nada, no merecemos ni siquiera la atención de que nos interroguen, ¿no crees?

Había resignación y amargura. Ni para bien, ni para mal. ¿Son esas las opciones? ¿Sólo esas?

—Te veo decepcionado, Wang. Muchísimo... perdona la pregunta, y si deseas no respondas... De poder hacerlo, ¿huirías de aquí...?

Habiendo casi acabado su sopa, lo miró. No había muchas opciones, ¿Huir a Hong Kong? Era ridículo. Estaba muy lejos, en caso dado estaba la opción de Guandong. Mientras sólo quedaría obedecer. O aparentar obedecer. Y así seguir por siempre. La opción es rendirte, y la opción es sólo quedarte y trabajar mucho. Hacer algo por los que están aquí mismo. Sólo seguir adelante y esperar lo mejor.

Afuera soplaba un viento frío.

Wang sonrió. Negó con la cabeza. Ya estaba sereno.

Pensó en su interrogador. Tenía la seguridad de que jamás lo volvería a ver. Pero algo en su actitud le había imbuido de una certeza. En alguna parte oculta de todo ese embrollo en el que habían nacido, en medio de las contradicciones, de la hipocresía, del mismo remordimiento, de la eterna búsqueda de guardar las apariencias.

Detrás de todas esas máscaras había personas, había individuos que decidían lo que era bueno o lo que era malo, pero que en un extraño punto de la existencia cuando la vida los ponía a prueba, se tomaba conciencia de que en ocasiones, más allá del blanco y del negro, había decencia.

Tshuan lo miraba, confundido.

Wang pensó mientras en medio de la noche escuchaba campanillas de bicicletas. No sabría que haría a continuación.

La vida tiene que ver con opciones. Y tiene que ver con oportunidades, pensó Wang. No le creyeron importante y probablemente no lo era. Pero eso muchas ocasiones no importaba. El temor era el temor. Ahora.

Todo es impenetrable pero sólo por un tiempo, no siempre.

Esos mismos campanilleos de bicicletas lo tranquilizaron. Respiró hondo.

En medio de sus paredes comprendió que aunque habría que esperar un poco, ya era hora de ir a casa.

Con la desesperación proviniendo de la contemplación de los hechos anteriores y con la desesperanza de la percepción de los hechos que vendrían, comprobó que la corrida terminó mal como la anterior y la anterior a esa y la anterior a la anterior a esa. Enrique además de todo ya estaba cansado y fastidiado. A esa altura ya no podía ver si las cosas estaban iguales o diferentes. Ya no podía depurar. Ya no había más tiempo.

Lo aceptó. Aceptaría todo.

La sala de juntas esperaba.

Juan de Dios dijo indiferente, a modo de abrir plática en la mesa de la sala:

—El Muro fue abierto...

—Estuvo suave eso... —dijo José, como siempre que quería aparentar estar enterado y ser parte de los que están siempre informados.

—Sí, muy bien...

—Excelente.

Enrique se sentó por fin en la sala de juntas. Las luces de neón estaban en lo alto como si fueran nubes metálicas, rectas, iluminando al mundo. A su mundo que estaba ya contado en cuanto a sus mismos días.

Sólo era cuestión de tiempo. Como cuando llegas a la orilla y descubres que no llegaste con el trofeo, que no llegaste con el pez espada. Pero esta vez nadie está ahí para felicitarte aun para de perdido averiguar si llegaste con los despojos. A nadie le importó lo que te tardaste, lo que sacrificaste, lo que perdiste. ¿Diez de noviembre de 1989? Sólo un día más.

Llegó Raúl Ponce.

Después de ventilar los asuntos de rutina de los demás, Raúl escribía algo en su libreta. Por fin miró a Enrique y dijo en voz nuestra:

—¿Cómo te fue, Enrique?

De nada valdría mentir, o andar con rodeos.

—Más o menos.

Roberto endureció el rostro.

—¿A qué te refieres?

—A que ya estoy haciendo el reporte y...

—¿Funcionó o no funcionó? —le interrumpió, Raúl, tajante.

—Pues, es lo que te iba a explicar... Según esto iba a funcionar...

—No funcionó entonces.

La expresión de Raúl era impávida. Pero Enrique creyó ver un gesto de comprensión de la situación, pero determinantemente no de simpatía. Nada de simpatía. Se cumple o no. Punto. Por eso te pagaban.

—No, pero, conseguí que...

—Está bien, déjalo así, lo vemos más tarde...

—¿Lo vemos más tarde...? —repitió Enrique.

—Sí, lo vemos más tarde...

Algo, una pequeña partícula de rebeldía apareció entre sus fibras cansadas, hastiadas. Enrique se prometió contenerlas. No ahora. No ahora, por favor.

—Pero pensé que era importante...

—Y lo es... sólo que lo vemos más tarde, o mañana...

“Mañana es sábado”, pensó. Quiso decirlo, aclararlo, pero optó por seguirse controlando. Viernes, sábado, domingo, tal vez sí, habría una oportunidad.

—Pero... tú me dijiste que era importante y me pediste que hiciera un compromiso, ¿no?

Raúl lo miró, como si lo midiera en su extensión. Enrique comprendió que le veía las ojeras, el desaliño que por más que lo pulas no lo puedes ocultar cuando tus cinco sentidos son reducidos en gran parte.

—Compromiso que no cumpliste... si lo vemos así...

—Pero sí lo cumplí... sólo que...

—No lo cumpliste, Enrique, así de sencillo...

—Si lo ves así, en blanco y negro, sí, estoy de acuerdo, pero se alcanzó en un noventa y cinco por ciento y...

—No es lo que acordamos...

—De acuerdo, no exactamente, pero...

—Mira, Enrique, no te preocupes. Van a comprar la otra suite.

Enrique lo miró como si no pudiera dar crédito a lo que escuchaba.

—¿Me estás diciendo que lo del reporte no lo necesitarán...?

Control. Control.

Raúl parpadeó por un segundo. Poco lo podía conocer Enrique pero percibió que no estaba satisfecho, nada satisfecho con el tono emitido de su parte.

—Sí lo necesitarán, claro. De hecho están pidiendo los reportes, ¿están completos, verdad?

—Sí, bueno, no... no me los pediste para hoy... además Panchito dijo...

—Está bien, pero también los necesita Jorge... Ahí te los encargo...

—Sí, pero... Dijiste que se habían decidido por la otra suite... Y entonces, Panchito y Jorge...

No hubo necesidad de controlarse para no confrontar. Raúl se levantó y salió de la reunión. Enrique no supo si estaba furioso con él o no. Todavía estaba asimilando lo que le acababa de decir. Y todavía estaba asimilando el que Raúl lo hubiera dejado con la palabra en la boca.

Miró a sus demás compañeros. No estaban interesados en nada, al parecer: apuntaban notas, hacían dibujos. Deseó iniciar una plática, de lo que fuera con ellos. Quería de alguna manera conjurar lo que había pasado, desearlo desaparecer.

Guardar las apariencias.

—¿Vieron lo del Muro? Lo derribaron siempre, ¿verdad?

Nadie le contestó.

—Muchas noticias este año...

Cada persona estaba en su asunto. Tal vez no lo dijo en voz alta o habló para sí mismo.

Quién sabe.

Volvió a intentar.

—¿Vino Mijares?

Alguien sí respondió:

—No, no llegó... parece que vendrá más tarde, avisó, algo así...

Se levantó. Llegó a su lugar. La pantalla seguía encendida. ¿Cuándo fue el último día que la apagó? No pudo recordarlo.

Estaba fatigadísimo. No recordaba tampoco cuando miró el sol de la mañana por última vez. ¿Cinco? ¿Cuatro días?

El descreimiento lo poseía. Todo su cubículo estaba lleno de papeles, de impresos, de vaciados de datos de archivos, de listados. De papeles con sus notas. Era devastador. Fue como avanzar en línea recta hacia el lugar equivocado gastando recursos, emociones, energía, esfuerzo y todo en vano, sólo quedando un campo de batalla, donde había destrozos, cenizas, restos irreconocibles, escombros.

Al menos no tenía que volver a casa con algo que a fin de cuentas demostrara la inutilidad de los esfuerzos.

Se sentó a mirar la pantalla. Quería mirar al ojo de la bestia tal vez por última vez. Adentro vivía el ser que lo ató de manos. Al que nunca pudo domar. Mirar su ferocidad le dio escalofríos. No sabría cuantas veces alguien se podía enfrentar a un ser así en su vida. Paradójicamente se sentía satisfecho. Hubo algún punto en el que él pensó que iba a enloquecer.

La bestia lo tuvo en sus manos. Lo golpeó, lo saboreó. Estuvo a punto de devorarlo. De alguna manera fue gato contra ratón.

Pero no supo con claridad si el gato fue la bestia o si fue Raúl, o si Panchito, o si Jorge, o Jaime o todos. O nadie. O su misma imaginación. Su maldita imaginación.

Los papeles lo miraron. La computadora. La pantalla. El cursor parpadeante.

Sus músculos le dolían. El estómago. Las sienes le pulsaban. Pero era reconfortante. Algo pasaba que era reconfortante.

Ya no le importaba si Panchito o Raúl o él mismo fueren los que le negasen, o se autonegase, las posibilidades de crecer en la compañía.

Ya no le importaba nada. Cuando pisas al Polo Sur, desde ese punto particular hacia cualquier parte no es más que ir hacia el norte. Por donde le busques, es ir hacia el norte.

De entre su nuevo mundo, una posibilidad le hizo resplandecer su rostro.

Sólo quería salir, respirar el día y comerse unos buenos tacos.

Lo demás no importaría en absoluto.

Por el momento.