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E DESPEDÍ de Pepe y de mi recién
encontrado primo. Uno no sabe nada de los parientes hasta que los reencuentras
en tu vida.
Me alejé finalmente de Nuevo Padilla,
Tamaulipas. Al ver rumbo desconocido sentí la necesidad de ubicarme. Me coloqué
la diadema con el lente y la encendí.
—Karla, Karlita, ¿estás ahí?
Silencio.
Se me hizo raro. No era normal. Me
quité la diadema, la observé: Cuatro barritas. Medidor perfectamente normal.
Todo estaba en su lugar. Me la volví a colocar y la encendí. Nadie. Ni
estática, ni un sonido siquiera que indicara lo que estaba pasando. Y mientras
sentía el peso de los víveres que recién adquirí, me comencé a preocupar.
—¿Qué quieres?
Me sobresaltó su voz, ya muy conocida.
—¡Me asustaste! —dije.
—No lo creo, ¿qué dices? ¿Qué quieres?
—Sentí que había interrumpido a Karla por su tono de fastidio. Si no supiera
que era mi agente de software automatizada, hubiera pensado que estaba haciendo
algo más y que mi llamada la había molestado.
Suspiré y dije:
—Nada, Karlita, sólo quería que me
dijeras donde estoy, y para donde voy...
De inmediato la aludida agente de
software me contestó en la deliciosa voz que le había escogido:
—De acuerdo, Nikopol. Estás en los
límites del municipio de Nuevo Padilla, Tamaulipas.
—Eso ya lo sé, ¿podrías ser un poco más
precisa? ¿Qué tan lejos estoy de Santander Jiménez?
—A cuarenta y ocho kilómetros
quinientos treinta metros hacia la dirección este-norte-este.
—¿Tienes los planos de las brechas?
—Sí, según los datos que recogí, las
primeras brechas están a un kilómetro en la dirección mencionada. Si no deseas
atravesar terrenos privados deberás de caminar dos kilómetros por la carretera
actual y luego entrar en los primeros caminos.
—¿Y ahí qué habrá?
—Eso lo averiguarás tú, Nikopol, hasta
luego.
Karla había cortado, la jija de su
madre. ¡Como odiaba que me hiciera eso y como me odiaba yo también! Y es que
ella sólo estaba obedeciendo lo que le instruí de hacer. Nada más. Nada menos.
O sea, que si la llamada o el contacto
durase más de cinco minutos ella la terminaría de la mejor, o peor, manera. No
quería depender de ella. Esa era una de las condiciones que me fijé. Podría
contar con su ayuda en caso de extrema urgencia o de algún caso necesario, pero
en esta ocasión por más misericordia que me tuviera yo mismo la cosa no era de
ese calibre.
La vida es triste.
Empecé a caminar, al menos no tenía
hambre, ni sed.
Y ya se estaba haciendo tarde. Luz que
desaparecía. Hora de buscar acampar. Hora de meditar nuevamente que chingados
estaba haciendo.
Busqué un buen lugar, amplio, árboles,
sin posibles intrusos, etc.
Y lo encontré. Las aguilillas ya se
habrían ido a dormir, de seguro. Sólo me acompañarían correcaminos, espinas, el
color pardo, las hierbas silvestres de color verde desvaído que sólo se ven
bonitas cuando llueve. Lo demás nada atractivo. Pero nada.
De perdido esperaba atisbar al menos
una pinche florecita.
Una roja o una blanca. Las
multicolores estaban reservadas para National
Geographic. La que fuera. Lo que sea, ver una era obtener una fortuna en
cuanto a diversidad, hasta ese tipo de detalles combatía mi aburrimiento. Te
cansas de ver sólo nopales, huizaches, antiquísimas latas de cerveza. Y
vidrios.
Al caminar por esta otra brecha me
pareció una vez más que era igual a las otras por lo que el verdadero poder de
este asunto de mi larga marcha se imponía en oleadas como de multímetro
excitado.
Mi propósito lo tenía claro. El dolor
que me causaba el recordarlo. La esperanza que sobrevive, que es también el
motor que te impide claudicar, descansar o posponer lo inevitable.
La monotonía embota y al atrofiar tus
sentidos desciende al ras mental el proceso de clarificación de la realidad en
tu cerebro maltrecho y es así como a niveles serotonínicos, donde los impulsos
eléctricos se convierten en espíritu al hacer los conectomas de las rutas neuronales pertinentes (Neurona A - Neurona B = daltónico, Neurona A - Neurona C = percepción de
belleza, estética, discernimiento majestuoso del espectro entero del color,
moraleja: indícale a tus neuronas que elijan mejor sus rutas), dando indicio de
asomar las primeras alucinaciones.
Y así estaba a la espera de la
primordial alucinación que me pondría en contacto con el otro mundo, el del
modo subjuntivo del pretérito pluscuamperfecto, o sea, el mundo del «hubiese»: Las cosas hubiesen salido
bien, si yo hubiese actuado de esta
otra manera ideal.
Pero ésta no llegaba.
No que la estuviera esperando de
verdad. Yo nunca fui muy dado a ellas. Y de hecho no recuerdo si en mi etapa de
síndrome de abstinencia las tuviese o, más aún, cuando derivé en mi infernal
adicción nivel Cuatro.
Pero no podemos fiarnos del todo de
nuestros cerebros: nunca supe si las tuve, no las recuerdo. La reiteración de
recorrer los mismos tipos de caminos, brechas, sendas, veredas, de cruzar
alambradas de púas, todo-igual-todo-igual
cada uno de los pinches días de esta pinche peregrinación insensata y nada
había logrado trasladarme al país de los sueños, o de perdido al país de Pregúntale-a-Alicia, de Carroll-Jefferson Airplane, con todo y su
impuntual conejo blanco atormentado.
Mi primera sensación fue de franco
miedo. No soy miedoso en sí, de hecho, soy pru-den-te.
El caso es que como dicen en la
búsqueda del mejor lugar, topé en pared y de noche, con todo y goggles colgando de mi cuello
Me confié, parpadeé y de pronto un
muro salido de la nada. Por andar bobeando hacia el piso, no me fuera a caer en
alguna zanja.
¡Zaz!
Me sentí en un Titanic en medio de icebergs. Al menos no había agua helada. Pero
me sacó de cuadro y de concentración de manera total. ¿Habría caminado dormido?
En este momento no había luna y las
estrellas estaban atrás, muy arriba, detrás de sus nubes. Goggles en acción.
Era una pared pegada a una casa pegada
a otra más. Por la hora y por la facha estaba deshabitada, como sin dueño.
Hasta ese momento no me había percatado de que la única dueña de este paraje
era la oscuridad.
Observé los alrededores con atención.
Esta brecha por la que venía conectaba con otra que más bien era una vieja
carretera, llena a simple vista de agujeros y de baches. Debió ser una
intersección, quizás obligada en su momento, tal vez llena de tráfico de carros
y camiones, signos de vida de otra época ida.
Vuelta por el caserío. Típicas casas
cuadradas sin señales de adorno, hechas con lo mínimo de la imaginación
posible, «menos es más» decían los arquitectos minimalistas de hacía más de
setenta años del Bauhaus. En este
caso vaya que cumplían, pero por ningún lado veía lo que correspondía a «más».
Todo lo que quedaba era lo que le tocaba a «menos».
Esto es típico de esta parte del país
en sus zonas rurales. O sea, haz tu casa
y gasta lo menos posible, pero no por tacaño, sino porque no tienes más,
luego llegarán los tiempos mejores y quedarán bonitas.
Pero los proverbiales o cuasibíblicos
tiempos mejores nunca llegaron. De seguro tomaron una desviación en algún lado,
o se distrajeron, y se perdió la única gran oportunidad cósmica de redención en
algún momento decisivo lejos de nuestro alcance de comprensión. Más suerte para
el año 2132. Nos veremos ahí.
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slide, please.
Me llamó la atención un letrero amarillo
con letras negras pegado a una de las paredes, como para los que venían por el
camino lo pudieran obedecer: «RETEN FEDERAL, BAJE SU VELOCIDAD».
Comprendí de golpe que ese era un
lugar dónde se quedaban los agentes oficiales del Gobierno en las épicas luchas
de aquellos años contra los narcos. Cómo si estos, tranquilos, anduvieran por
aquí a la vista de todos, sin temor. Pero sí, así fue mucho tiempo, supe. Por
algo sería.
Desde cierto ángulo, no sin
dificultad, pude ver las paredes viejas cayéndose su pintura, descarapelándose
las pobres. Y a un metro de altura del piso, una muestra de que alguien había
jugado, muchísimo, al tiro al blanco. Había una silueta humana con una diana en
su centro. Los muchachos se divertían, ¿eh?
Siempre me había encantado curiosear
en casas viejas o abandonadas. Era de lo más divertido...
...estando acompañado. Con los amigos,
claro. Cómo que andar de explorador sólo es otra onda.
Con ellos puedo asegurar que me sentía
invencible. ¿Cómo no serlo? ¿Qué nos podría dañar? Podía ir a dónde quisiera.
Así entramos a algunas casas solas, deshabitadas, allá en Monterrey, cuando
éramos adolescentes, en los viejos siempre buenos tiempos.
Tenía que ver con descubrir lo
desconocido, lo que hay detrás de las paredes de la casa de alguien que ya no
está, ni estará. Misterios por resolver. No creo que fuera para probarnos algo,
pero uno llega a la manera en que vas cumpliendo tus etapas naturales de
crecimiento, sin saberlo. Inevitablemente.
Asuntos de la estadiostica, vine a comprender después.
En esos casos el descubrir lo
inexplorado era importante, cómo para probarnos algo, nunca pensamos que fuera
hombría en sí mismo, sólo era vandalismo juvenil puro, sincero y sano. Era sólo
curiosidad.
Total. No me importa. Pero la
oscuridad tiene lo suyo.
Ya he mencionado la estadiostica, pero esta manera de creer
en Dios probabilístico todavía no se ha ocupado de creer en el Diablo
equivalente, y no, yo no creo en él, pero, como dicen: ¿y qué tal si me
equivoco?
O, ¿qué tal si en algún momento de mi
existencia, al terminar de hacer mis elecciones tan importantes y por las
cuales me preparé a ultranza, algo me indicara alguien que el Diablo nunca
existió?
Por otro lado: ¿y qué tal si todo no
fuera más que un truco del señor de la Oscuridad para que me confiase?
Luego aquí, mientras estaba en la
oscuridad, afuera de esta vieja casa, atisbando por las viejas ventanas,
algunas quebradas, y sin poder ver más allá de lo esperado de una típica vieja
casa abandonada, llena de polvo, toda suciedad. Asco.
En ese instante fue cuando decidí no
entrar. Aún si estuviera lloviendo y me estuviera mojando como perro y aún si
estuviera haciendo un frío de los mil idems.
Convencido de que las cosas eran mejor
así y habiendo olvidado de una buena vez la visión del buen Diablo entre
nosotros, me dije que este lugar era el mejor para acampar, pero afuerita, eso
sí.
Dicho y hecho, preparé mis artículos y
los puse detrás de la casa, para no darle el frente a la carretera.
Ya armada la tienda y después de cenar
algo me levanté a orinar afuera. Me planté los goggles no vaya a aparecerse el ya demasiado mencionado buen Diablo
que decidiese de último minuto reincorporarse al mundo libre precisamente en
esta fecha, en este lugar.
O bien, en lugar de este señor podría
estar a unos, ¿qué serían…? ¿Dos metros de distancia?, la proverbial víbora bíblica,
pero con un cascabel agregado a su cola.
Proverbial víbora que estaría deseosa
de dejar huellas con sus puntiagudos colmillos en alguna parte de mi cuerpo y que,
si oraba yo fervientemente para que no me picara en las piernas, a más santos
me encomendaría para que menos se ocuparan de mi miembro que se exponía,
inocente, sin conciencia más allá de lo que su labor de drenaje pluvial
corporal terminal se refería.
Una vez concluida mi afligida encomienda
procedí a proteger mi valiosa posesión mirando por encima de la maleza, por
debajo de la maleza, por en medio de la maleza, frente a mí, a mi izquierda, a
mi derecha, y demás de mis detraces,
cuando vi de pronto un brillito que capturó mi atención en una esquina de mi
ojo derecho.
Con toda la respiración guardada en mi
filo de la realidad y esperando con sinceridad que fuera una lata, una botella,
o una lámina, lo que mil sea y pueda no ser...
Pero mejor no quise averiguar, y me
dispuse a dormir.
Es difícil recordar lo que sueñas.
Sobre todo, si estás cansado. Pero parte de mis cambios psico-fisiológicos
incluían mi sueño. Ya no era tan terrible como cuando se proyectaba la función
en multisensor multimax de la
Explosión de Cadereyta que poco a poco estaba borrando el viento de estas
tierras desérticas llenas de polvo...
...de cualquier manera aparecían las
peores escenas de aquél día en particular: Las niñas saliendo. Bueno, un día
salían y otro no. En un día era yo el que no salía; en otro no había nadie, o
en otro más se intercambiaban los papeles. En cierto momento sentí las llamas
en sueños, lo juro. Lo peor: sentía de vuelta la maldita comezón. Cómo si nunca
se hubiera ido.
En unas ocasiones más sentía el calor,
en otras me veía yo mismo como explotaba por dentro, sintiendo el metal
ardiendo incrustado en mi abdomen.
¿Cómo no me iba a quedar como adicto?
Sé que no es justificación, pero, la verdad, querría hacer lo que fuera para
que se me quitaran esas terribles imágenes de la cabeza.
Lo peor del caso fue que terminé con
un ¡síndrome de adicción nivel Cuatro! Demasiada tortura mental autoinfligida,
sin haber muchos sospechosos como para echarles la responsabilidad.
Más que yo mismo.
Y que de cierta manera sé que algo
hice en mi pasado que me impidió arreglar a tiempo mi presente o mi futuro.
Nunca creí en los sueños ni en su
poder adivinatorio. Eso de que analizas tus sueños y los exprimes para ver que
sacas de ellos se me hace una reverenda estupidez además de inútil. Tal vez a
cierta gente le resulte el dedicarles atención y tiempo precioso a esos rollos,
pero a mí no.
Se me hace ilógico, una visión
deseable de un futuro ansiado no lo haces en base a los efectos diversos de una
comida grasosa sobre tus complejos cerebrales. No es posible.
Pero soñé algo extraño.
Se me apareció de la nada, de en medio
de la oscuridad. Un niño sonriendo. Y en sí eso no debía ser atemorizante. Pero
este niño era raro, muy rosado de la piel, con pecas, cabello muy recortado,
casi a rape, rubio o güero, como dicen. Traía overol y estaba descalzo. Y se
reía y se reía y se reía. ¡Cómo se reía! Como un demente, con una sonrisa
extraña fuera de lugar. Ahora, esta descripción no la oí o la vi. La sabía, la conocía,
no lo sé.
Yo caminaba dentro de las espinas,
arbustos, o nopaleras, y sentía que necesitaba encontrar algo, un objeto, un
pedazo de metal. Y escuchaba dentro de mí que una voz me decía:
—¡Búscalo bien, cabrón! ¿Ya lo viste?
Y había una furia en esa voz con mucha
dominancia, mucho control, como si fuere una furia de la naturaleza a punto de
desencadenarse. Pero que estando tú frente a ella, no quisieras vencerla,
claro, eso sería suicida, al contrario, desearías hacer las paces con ella, por
no querer provocar nunca su furia.
¿Vencerla? Ni en sueños. Ni en pesadillas.
—¿Ya la viste?
Su grito me pegó en los oídos de mi
corazón, que ya cabalgaba sin jinete en carrera veloz hacia un despeñadero. La
vieja metáfora resulta cierta, se te quiere salir del pecho. No le basta la
caja torácica
—Ya la vi… —dije al aire.
Creí verla, sólo sabía que era de
metal y que ahí, entre los arbustos estaba algo que refulgía.
La pequeña y prematura alegría no
disminuyó mi ansiedad, ni el galope de mi pobre pulso sistólico.
—¡¿Dónde está?!
Gritó la voz que podría detener en
seco al viento si se lo propusiera.
Ya me veía próximo a liberarme de esta
tortura, sólo era cuestión de avisarle al dueño de la voz tirana, que sea lo
que eso fuese, ya estaba a la vista.
Un sentimiento de heroicidad empezó a
posarse sobre mí. Comenzaba a invadirme la certeza de que resolviendo esta
situación podría resolver cualquier problema, cualesquiera de los que se me
presentaran. Me sentía al borde de la victoria. Me sentí con toda la seguridad
de decirlo. Y así lo diría. ¡Chingada madre, lo diría! Con todo el orgullo del
mundo.
Señalé hacia el objeto perdido con mi
mano. Había ganado.
Mi voz sonó lejana, temblorosa,
protegida de emoción por la anticipación:
—Está allá, detrás de los arbustos…
Esperé y esperé por la sonrisa del
triunfo compartido, de las palmadas en la espalda que serían colmadas con
generosidad. Sí, la pieza estaba ahí, y de que estaba lo estaba, fuere lo que
fuere y para lo que pudiese servir.
Estaba listo para el aplauso, las
gracias, el gesto de asentimiento, el pulgar al cielo, el símbolo de «okey». La pinche carita feliz como
sellito, una maldita abejita trabajadora sonriente en mi frente.
No.
Sólo se escuchó voz contenida, como si
a su oscuro dueño le costara un gran esfuerzo no desatar más violencia:
—¡¡CABRÓN!! ¡¡NO SE DICE «ARBUSTOS»!! SE
DICE «MONTE», ¡CABRÓN!, ¡«MONTE»! ¡¡¿ENTENDISTE?!!
Me congelé en mi sueño. Me congelé
miserablemente en la oscuridad. No pude proferir nada o murmurar siquiera. Ahí
me quedé callado en medio de mi sudor. Casi temblando, me sentí pegado al piso,
creyendo que nada me movería de ahí jamás. Pude haberme orinado del terror, pero
creo que no lo hice sólo porque no había tomado líquido suficiente.
Alguien se movió detrás de mí.
Era el niño. Muchacho. Bestia. Diablo.
No lo sé.
Alcancé a mirar sus ojos azules, sus
pecas.
El primo Nolo entraba y abría la boca,
sonreía y al hacerlo me enseñaba cientos de dientes puntiagudos.
Grité, pero no escuché mi grito.
Desperté con todo el sudor, muy asustado.
La noche estaba fresca y el silencio total.
Me salí de mi tienda para ver las
estrellas. Estaban, creo, detrás de sus nubes.
Mi corazón me dolía un poco. De tanto
latir. Recordé algo.
El brillito. Por ahí debía de andar.
Utilicé mi lámpara y «alucé» (como dicen por aquí) por donde recordaba haberlo
visto. Lo vi por fin. Estaba cerca. Me agaché con cuidado y lo examiné. Era un
viejo cargador de pistola mediano. Oxidado. Algo sucio.
Lo tomé, al mismo tiempo que me empezó
a recorrer un escalofrío en mi espalda. Esperando por una voz que cortase el
viento como cuchillo y sin reparar en dignidades mal entendidas, me levanté de
inmediato de ahí y a toda prisa, pensando en posibles víboras, rogando que no
se me aparecieran.
Llegué a mi tiendita, la cerré bien,
respiré profundo y busqué distraerme. Cualquier maldita cosa.
Ya no soñé nada. Sólo que de vez en
cuando sentía que me caía tierrita sobre la tienda. El techo de las casas de al
lado era de lámina corrugada que en teoría no debían tener nada que pudiese
precipitarse.
No, no sabría que provocaba eso. Es de
esos detalles que mejor prefieres ignorar, como el por qué las puertas se
cierran cuando no hay viento, y particularidades similares... ¿para qué pensar
en situaciones mínimas que ni daño hacen a final de cuentas?
¿Qué si me subí a ver? ¿En la
penumbra? Si algo he sabido de mí es que estoy loco, pero no pendejo.
Puta. Por fin amaneció.
Me levanté con las luces del precioso
y en sólo-tres-horas-más muy picante
sol. Desayuné algo y me hice un rico café calientito.
Salí para ver los alrededores. Nada
inusual. Excepto por un letrero oxidado que decía:
«MOJARREÑAS V - IMPORTANTE POLO DE
DESARROLLO PARA EL PROGRESO».
Y debajo del letrero había dibujadas
unas instalaciones como de fábricas, casas, edificios, caminos y vehículos. No
se distinguía mucho, sólo algo así como un pequeño añadido de «BALUARTE PARA EL
PROGRESO DE TAMAULIPAS EN EL SIGLO XXI». Y al fondo de todo, el viejo simbolito
del átomo con sus fieles electrones fake
encadenados a su alrededor por siempre.
Un anuncio viejo y descuidado. Daba
mala espina.
¿Cuándo lo habrían puesto? Pensé que
era un proyecto reciente, que no podía tener más de cinco años, pero parecía
que era un asunto más añejo.
Me quise ir de ahí, pero ya. Tuve una
sensación profunda de soledad. Estaba en un lugar que había sido antes signo de
civilización mexican style si
quieres, pero no había pasado alma ninguna por el viejo camino. Podía ser que
eso (mi mente lógica hablaba) se debiera a que este camino no condujera ya
hacia ningún lado, lo cual ya en sí era significativo, ni a la autopista ni al
nuevo camino. O la ejecución del viejo axioma de que la distancia más cercana
entre los dos puntos es la línea recta y esta carretera vieja quedara entonces ipso facto fuera de sentido geométrico
terrenal, pero...
Las aguilillas allá arriba se habían
desvanecido.
¿Sería ya la hora de hablarle a Karla?
No, todavía no era hora. Comencé a caminar rumbo a donde creía que era
Santander Jiménez. Una vez más una triste brecha parda extendida como listón arenoso
entre lo aripardo del monte. Sí, del
MONTE.
A veces lo peor eran los vados de los
antiguos ríos secos.
Bajar por ellos era fácil. Sólo te
dejas caer con cuidado y con visión de qué risco pisas, sólido y fuerte,
rocoso, de preferencia, como cabra, ch...
pero no te me vayas a tropezar, y listo. Era hasta divertido. Pero subirlos.
Uff. Muy cansado.
Cantidad de vados, cantidad de ex
arroyos. De buenas no era esta temporada de lluvias, podría ser de huracanes,
pero no de lluvias. Si no, ¿qué hubiera hecho?
¿Y a dónde se fue toda el agua que
formó los vados de hasta 6 metros de altura? Lo que corría ahora por las
formaciones de pequeñas lomitas, montecitos y caminos serpeantes y caprichosos,
era sólo aire.
Esas lomitas eran como cerritos en
miniatura, esbeltas, coronadas por hierba, llenas de cicatrices, y sobre todo
cubiertas de grietas mínimas como si fueran rompecabezas de envolturas
terrestres polvorientas en los bordes, rotas con precisión, formadas unas
contra otras por algún lodo ya desaparecido creado por las lluvias de antaño y
de hoy, esperando a ser unidas bajo un sol que espera los años de las lluvias
por siempre.
A mí no me engañan: ¡Aquí anduvo El
Llanero Solitario!
Sonreí al dejar desbocar mi sucesión
de ideas. Paisaje extraño, el de las inmediaciones de los arroyos secos, No era
difícil imaginarse el agual que
conducían antaño por aquí, y cómo modeló con fuerza la arcilla viva de esta
área. Año con año, tras miles de ídems.
Quizás antes todo era verde, un pastizal que
debido a los cambios globales de clima cambió a ese tono pardo familiar y
aburrido. Y ya entrados en tema, no olvidar jamás, que todo esto, era mar.
Hay que chingarse.
Mar. Agua. Lomitas. Llanero Solitario.
Nikopol. Suena bien.
Me daban ganas de fotografiar todo el panorama,
pero al mismo instante de pensar eso me dio un escalofrío.
¿Qué nunca iba a tomar de nuevo la
cámara? ¿Ya nunca iba a grabar nada? Si no lo llegase a hacer, ¿a qué me
dedicaría si era todo lo que sabía?
Pensé en el primo Pepe y en la otra
recientemente descubierta rama familiar representada por el muy siempre especial
primo Nolo. Gente que pertenece a estos lugares, y que al parecer jamás se irá
de aquí.
Ni era yo antropólogo, sociólogo o
algo que se le parezca, lo que se les ocurra. No conozco de trabajos que
registren o den fe de esta gente, o que viva en esta zona, lejos de la
COMPENSAN[1],
lejos de los tecnócratas, lejos de todo lo que forma y controla o desea
controlar nuestras vidas.
La zona no era desolada. Ni me
asaltaban pensamientos de que Dios, el que fuese, el indostano, el védico, el estadiostico o el cristiano, se hubiese
alejado de aquí y que esa pudiese ser la única causa de que la zona estuviese
abandonada.
Más bien, según los indicios, pudo ser
la resonancia de lo que causó la perdición de los mismos mayas, la de los
egipcios y la de los reinos africanos dorados juntos, es decir, la lotería del
clima en los movimientos periódicos de los tiempos y que junto con la implacable
procesión de los equinoccios conformaban las pequeñas briznas de aire en el
gran esquema de los vientos que forman las secuencias escalonadas y que están
firmemente entrelazadas de ese mecanismo metacelestial
llamado el Ritmo Secreto de las Cosas.
El que hace y deshace en sus manos los destinos de los pueblos que se creen
dueños inocentemente de su propio y redundante “destino”. Algo como el hubris, pues.
Grandes ritmos que se encuentran y
desencuentran desde que cientos de pequeños copos de nieve se convirtieron en
glaciares para volverse de nuevo en el transcurso de cientos de miles de años,
en copos de nieve reciclados, y que a final de cuentas a Nolo, y a Pepe, que
era más viejo y más respetado, por supuesto, todo lo anterior les importaba un
rábano.
Y eso era pensado en la bajada del
vado solamente, la subida, como decía, era otra cosa, y ahí iba con toda la
carga en la mochila un paso tras otro casi en vertical desde algún punto de
apoyo hasta llegar a seguir al camino de nuevo. El problema era que había
muchos vados y eso era lo pesado. Pero a todo se acostumbra uno.
Después del último, otra brecha y otro
camino medio pavimentado aparecieron como por arte de magia, en una
bifurcación.
Examiné ambos caminos. Por un lado,
había en el suelo polvoso una serie de rodadas, que bien podrían ser de ayer o
de antier, pero que me parecían nuevas.
Me acerqué a verlas mejor. Hechas por
llantas de todos tipos y tamaños. Por lo tanto, pensé en varias explicaciones:
que eran recientes, que venían todas juntas al mismo tiempo en grupos
compactos, que tal vez iban de pesca o de cacería o de excursión, algo común
por aquí.
Empecé a caminar y al llegar al punto
donde terminaba lo medio pavimentado y empezaba la brecha polvorosa típica,
tomé esta última. A doscientos metros de distancia había un letrero que decía: «Campamento de Sanación Santa Rita, 30 km –
Santander Jiménez 40 km». Había la palabra «Santa» agregada por encima antes de Santander. Lo habían hecho de
manera torpe. La decisión estaba ahí: o iba al Campamento de Sanación, o iba a donde
los vehículos todo terreno.
Tal vez sufrir. Tal vez gozar.
*
Nunca
supiste
cuando
tomar
tu
izquierda, tu derecha
el camino
a tu muerte
más
rápida o más lenta
que te
llevan siempre al mismo destino,
a tu mismo
fin...