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jueves, noviembre 17, 2022

Novela completa Sangre de Neón, Parte 1, Cap 1 de 39 - Caminando (Derechos Reservados, Luis Eduardo García)

 


AQUÍ NIKOPOL.

Cuando ya llevas tiempo caminando sólo puedes pensar. No hay opción, no te queda mucho más que hacer.

Siguiente curva, siguiente poste, siguiente aguililla negra recortada en el cielo. Ésta era la última del relevo, preciosa, por cierto. Volaba alto de manera elegante, precisa además de preciosa.

Cortando en lo celeste de forma clara y contundente.

Me seguía desde hacía dos kilómetros. Su nido no estaría lejos. Ni para qué gritarle. No me haría caso, creo. Su volar era magnífico, todo su cielo azul para ella sola. Quizá no se aburriría como yo que veía un día más ante mí, igual que el de ayer, probablemente igual al de mañana.

Un panorama de lo ma-a-a-a-a-ás estimulante, lo juro.

Me sentía cansado, sin foco en mis pensamientos. Todo por la inercia maldita que desde hacía más de cien kilómetros, uno por uno, me aconsejaba de mala manera que dejara todo por la paz, que no pensara, que no tenía caso.

Era mejor no pensar.

Pero al mismo tiempo una de las voces en mi cabecita me decía que ya era mucho, que ya estaba llegando al momento de reavivar la conciencia, porque, concluía ella (es muy lista) que mientras más días estuviese así, más tardaría en despertar.

Círculo vicioso, ¿me explico?

Por eso hice el esfuerzo supremo de gritar: «¡basta!».

Pues, entonces...

¡BASTA!

Ya fue mucho rumiar. Ya fue mucho purificarme.

—Karla, ¿estás ahí?

Un juego mío entre ella y yo...

—Sí, Niko, ¿cómo estás? ¿Cómo amaneciste?

Y Karla sabía de alguna manera como buena agente de software que debía contestar de manera casual. Era obvio para mí que Karla siempre estaría ahí. Mientras tuviera conexión a los satélites en línea, quiero decir.

Ella aliviaba mi soledad. Mi soledad que siempre quise pero que nunca me atreví abrazar y que ya cuando la tuve conmigo ya no me pareció tan atractiva.

—¿Cómo va todo, Karla?

Seguía el juego, muy correcta. Karla tenía instrucciones temporales de no darme mucha información y de contestar en ocasiones de manera vaga e incierta. Después de una pausa, mi agente me contestó:

—Supongo que bien.

—¿Alguna novedad?

—No, nada de momento, ¿y tú? ¿Mucho calor?

—Sí, algo, te veo luego, Karla…

—Adiós.

Karla se quedó en silencio y me enjugué el sudor. Vi un árbol grande como a cuarenta metros y decidí parar y tomar agua.

La aguililla subía y bajaba de manera lenta y, sí, me quedó claro que me ignoraba.

Había empezado hacía más de dos semanas y ya llevaba avanzado un muy buen trecho. En cada poblado me encontraba gente que me proporcionaba agua para mis cantimploras. Buena gente ella, ¿a quién se le puede negar una poca de agua?

Me preguntaban que a dónde iba, que de dónde venía. Yo no les contestaba más que con vaguedades, ¿para qué explicar mucho? Cuando pasaba por lugares donde había niños estos me veían con curiosidad. Me miraban la ropa, pensaban que era cazador o algo así.

Sería, creo, por mi atuendo ancho con mangas largas. Oscuro, de influencia árabe evidente. Llevaba un back pack, una mochila con crema bloqueadora, alimentos secos, botiquín mínimo, más ropa, botas resistentes, sombrero tipo australiano con goggles preparados para la diadema de interfase para comunicarme con Karla. Muy Mad Max. La tercera, más bien. La del Thunderdome.

Me veían como aparecido. Tal vez los asombraba mi rostro ex rosa y ahora pielrojoide por estar ya medio requemado por el sol después de caminar por doce horas alternado por descansos de otras doce, dependiendo de a dónde llegaba, a paso tranquilo por caminos, brechas, bosques, terrenos arenosos, fondos de ríos secos quebrados en miles de fragmentos rocosos que formaban multirompecabezas pardos planos de tres dimensiones, matorrales, nopaleras, en medio de huizaches, y sobre todo, mezquites.

En ocasiones me detenía a probar las semillitas moradas de los mezquites bajo sus ramas raquíticas... lo más comestible que se podría dar de manera natural en estas yermas regiones. Pero eran áridas de verdad, secas-secas-secas.

 De vez en vez también me detenía a mirar una excepcional puesta de sol llena de nubes, donde éstas rompían como olas, una contra otra de manera tumultuaria quedando en colores anaranjados, y que se metían luego a regañadientes detrás de las lejanas lomas, lo que permitía que se vieran perfectos rayos solares transformados como reflectores creando un bello material para fotografías de calendarios de tortillerías para cocina o al menos de revistas de geografía desértica.

Sí, entre otras cosas soy un cursi consuetudinario.

Y en otros momentos me asomaba al cielo y no veía nada, ninguna nube. Todo aquello era de un azul inmaculado que podía hipnotizar, agradable de ver, pero que por mi parte yo evitaba fijar la mirada en las profundidades celestiales en ciertos momentos ya que me aterraba que se me empezaran a agolpar frente a mis ojos unas manchas sombrías sin forma que bailaban un oscuro ballet, sin explicación aparente... bueno, un oftalmólogo sí podría explicarlo. Y me diría tal vez que todo era producto de un astigmatismo progresivo. O alguna catarata en ciernes.

Otras manchas que se me aparecían en condiciones similares y que me causaban escalofríos el verlas ya que siempre se aparecían hacia donde enfocara la vista, eran pequeñísimos corpúsculos como globos o burbujas dentro del ojo mismo y que según esto no era porque comenzara a deteriorarse. Puras causas naturales. De cualquier manera eso sí me daba miedo.

Había perdido la visión de mi ojo izquierdo y me habían implantado un retinal enhancer, o ampliador de visión de retina, pero no me lo mejoró mucho.

Y las burbujitas seguían.

A una persona con cierto grado de hipocondría le hubiera causado una gran preocupación, pero desde la confirmación de lo que eran los pequeños corpúsculos oculares flotantes ya no pasaban estos de ser una molestia casual y pasajera.

En otras ocasiones veía las nubes y las comparaba con la imagen infantil de ser como cubos de hielo en un gran vaso de agua. Estas nubes perfectamente definidas con circunvalaciones cerradas, fijas, finas y firmes como anunciando que formaban parte de un gran cerebro nuboso que estaría indiferente a nuestros pesares.

Le hubiera pedido la lluvia, pero de pequeño también me había dado cuenta de esa incierta desconexión que ocurría entre hacer peticiones y del sucedido de que éstas se cumpliesen. De cualquier manera algunas veces había pedido y se me había concedido, tal vez por gracia de ese gran cerebro nuboso, o bien pudo ser hasta que el mismo Dios en esa ocasión se le dio la gana cumplirme.

O también fue mi primer encuentro con la Gran Central de las Coincidencias. La que, como todo mundo sabe, está localizada en el cielo.

No, no sentía que yo controlara las coincidencias, sino que por un buen tiempo yo sentía que tenía el raro, de seguro raro, poder de anticiparlas.

Y ese conocimiento no lo compartía con nadie. Era mi poder secreto. No me sirvió de mucho en mi educación, pero me hizo sentir especial y privilegiado.

Pensé que llovería. Algo me hizo pensarlo, de seguro el aroma, delicioso, de la tierra mojada que me llegaba por el viento a muchos kilómetros a lo lejos. Pero no, ese día no llegó la lluvia, ni los subsiguientes. Se me ocurrió pensar que perdí mi poder. Quizá me dejó con la adolescencia y no me había percatado de ello.

Las cercas de madera se sucedían una tras otra. Las postas de madera eran diferentes, unidas, eso sí, con diferentes tipos de alambradas de púas. Algo me llamaba la atención de esas púas. El diferente grado de óxido de entre una serie de alambre, y de las mismas púas me daban una idea aproximada de la edad de los terrenos.

Me acerqué a una de ellas.

—Hola, óxido tetánico, ¿cómo estás? Tanto tiempo... —le susurré.

Mi coeficiente natural de divagación estaba trabajando al full. Las púas me hacían saltar de concepto en concepto. De alambradas llegué al concepto de propiedad, luego al concepto de los planos, luego al de las distancias, luego en el de las escalas humanas. Finalmente pensé en los dueños. ¿Quiénes serían?

Hice una pausa y miré hacia mi derecha hacia el camino desde el que venía, miré después en la línea contraria al camino hacia donde iba. Me pareció igual, el uno del otro. De no ser por el sol, no sabría cuál era cual.

De haber estado la aguililla cerca me hubiera escuchado.

—Pues... ¿qué chingados estoy haciendo aquí?

Y no era la primera vez que me lo preguntaba.

Llegué al pueblito. ¿O cómo debía de llamarlo? ¿Poblado? ¿Ranchería? Éste se llamaba Nuevo Padilla. Si este era el nuevo, no querría ver al viejo.

Nombre atractivo. Ajá.

Calles sin pavimentar congeladas en algún tiempo, casas cuadradas de colores pasteles llenas de cicatrices por la pintura descarapelada, eso y las balas viejas, fragmentos de yeso caídos, y los de las balas viejas también, panorama genial para los nostálgicos en viajes sentimentales, ¿cómo le ganas a un lugar que está idéntico a cuando lo abandonaste veinticinco años antes?

A la distancia vi a un señor con sombrero que a su vez me miró. No quise confrontarlo ojo a ojo. No pasaba nada, era la novedad de siempre. Por las ventanas debería de haber gente. Me preguntaba en cuanto tiempo me integraría a su paisaje para ya pasar desapercibido. Esperar el momento en ser asimilado.

Integrado. Lo que siempre había querido ser.

La tiendita de abarrotes salió de la nada. Parecía correcta para estos lares. ¿Qué más se me podría ocurrir pensar? Entré con cierta timidez. Fijé mi mirada con estudiada indiferencia para examinar el piso polvoso, de madera.

No había nadie en el primer vistazo. Miré a mi alrededor mientras inspiraba de lleno. Olía a semillas, a café, a viejo. Había una gran cantidad de alimentos organizados de manera aparentemente desorganizada.

Como siempre, empecé a buscar el orden oculto. Las diferentes semillas estaban guardadas en diversos recipientes, arroz, frijoles en sus varios tipos. Había hierbas también acomodadas, ninguna de las cuales tenía nombre, como si todo el mundo las conociera de toda la vida.

Completaban el cuadro otros implementos: tanques de gas, lámparas, carretillas, herramientas simples, baterías; escondidos más allá, objetos para pescar pero no de mucha variedad, me temo.

El techo era de madera, algunas vigas más oscuras que otras y de ellas colgaban diversos objetos, incluso se veía una que otra telaraña. Este era alto y provocaba un fresco agradable. Al fondo vi un gran cartel que parecía que se mataba por decir que anunciaba un gran café soluble; al lado permanecía un calendario ya medio desvaído por los fragores de las mil batallas del gran año 1999, que de tan bueno le salió que aquí seguía, incólume, y seguiría usándose como en aquellos días marcando aquellos meses finiseculares por siempre.

Colgando de las vigas había lámparas de petróleo y muchos más recipientes de uso desconocido.

En uno de los mostradores había dos básculas, una moderna y la otra antigua, ésta última con pesas oxidadas y oscuras, manchadas.

Finalmente vi unos botes con dulces, caramelos diversos pero unos en particular contenían mentas de esas rojas con blanco o blancas con rojo, que aparentaban estar deliciosas.

 —Buenas, ¿qué se le ofrece?

Me sobresalté por un segundo, pero en menos de un parpadeo recobré mi postura inicial.

—Buenas —dije a la usanza—. ¿Tiene pan de caja? Busco eso y otras cosas...

—Claro, ¿cuál marca? ¿Bimbo?

—De la que sea... —dije, con cierto desgano.

Puso encima el pan del mostrador. El primero que agarró.

—Aquí está, ¿qué más?

Le dije que buscaba galletas y alimentos similares para comer en el camino. También le pedí algunas carnes frías para guardar en el mínimo refrigerador de mi mochila.

Ya que me hubo atendido, le pedí también un refresco frío. Me lo dio y se puso a barrer el piso con energía.

Sintiendo resbalar todavía el frío líquido en mi garganta, le pregunté:

—¿Falta mucho para Ciudad Victoria?

Me observó con cierta incredulidad.

—Si va para Victoria ninguno de estos caminos le llevará para allá —apuntó al sur—. Victoria queda hacia el otro lado, este camino lleva a San Fernando...

—Bueno, en realidad no voy para Victoria… —le acepté.

—¿Para dónde va? ¿En qué viene?

—Voy para San Fernando, y vengo caminando —no tenía caso decirle más.

—¿Caminando? ¿No era más fácil en el bus? ¿O se le descompuso el mueble?

Sonreí, siempre que alguien en esta zona le decía «mueble» a un vehículo me hacía gracia.

Negué suavemente.

—Este… no… vengo caminando. Soy como explorador —otra vez la verdad incompleta.

El tendero aparentaba como cincuenta años y traía un bigote abultado entrecano que se juntaba con la patilla. Tenía una piel rosada como de demasiado-sol-toda-la-vida, piel casi roja en el pecho que se dejaba entrever su camisa de a cuadros de manga larga y su paliacate de adornos con tonos rojos y amarillos-dorados que traía alrededor de su cuello. Una barriga prominente le hacía juego a su probable arteriosclerosis llena de carnitas de cada tercer día.

—Sí —asintió—, por aquí llegan muchos exploradores en todo tipo de vehículos, pero pocos a pie. Los que llegan a pie me dan la impresión de que están perdidos… Oiga, primo, ¿y qué exploran, eh? ¿Qué tanto hacen…?

Una vez más la vaguedad habló por mí:

—Pues sólo eso, caminos, rutas de turismo extremo, brechas, por ahí y por allá, el contacto con el campo, ver paisajes...

La respuesta estándar número cuarenta y tres pareció convencerlo.

—Muy bien... y oiga, dígame, ¿desde dónde camina? Porque lo veo muy asoleado, primo, ¿y vestido además así, como anda usted? ¿No le da calor?

Curioso el señor.

Miré mi indumentaria tipo africana-morisca. Negué con la cabeza.

—Pues fíjese que no, es más o menos fresca, aparte me sirve para no deshidratarme…

Asintió.

—Eso creí. Además sí he visto a muchos que se visten así, usted está decente en comparación. ¿No se los ha encontrado? Van a una celebración no sé qué allá cerca, por los cerros —señaló un rumbo—. Y siempre llegan aquí algunos, de hecho ya han estado viniendo… como que empiezan por estas fechas cada año…

Puse atención.

—¿Sí? ¿Quiénes vienen?

Rio ahora.

—Pura gente rara —su voz sonaba divertida—. De las ciudades...

—¿Para qué vienen? ¿A dónde van?

—La verdad no sé, no estoy enterado. Ellos no dicen nada, sólo se miran entre ellos cuando les pregunto. Usted es el primero que viene solo. Por eso se lo comenté. Entonces, ¿usted no es de ellos?

Tuve que inventar algo:

—Sí soy, pero de otro grupo, y sí tiene razón, me extravié un poco, pero usted sabe, a veces nos cuesta aceptar que la regamos…

—Ni se preocupe. A todos nos pasa…

Siguió barriendo y de súbito me preguntó cómo acordándose:

—¿O va con los enfermos?

—¿Los enfermos?

—Sí, los de Santander… Allá se juntan, ¿verdad?

—¿En Santander?

—Sí, ahí, o como le dicen ahora: Santa Santander Jiménez. Tamaulipas.

—Sí, así es, un pueblito… —debía de ser.

—Sí, pero ha crecido algo... No que en Padilla, aquí no ocurre nada. Nada se mueve aquí. Antes sí, hace años. Pero ahora no. Ahora sólo somos pura pasada hacia otras partes… Pero bueno, desde que era chico así ocurrían las cosas. Excepto por aquellos años… usted sabe… pero ahora aquí sólo se mueve el aire, el tiempo y la gente. Lo demás se queda igual. Sólo nos quedamos los que le tenemos el gusto al poblado. A su historia… Porque déjeme le digo, no sé si sepa, que Padilla ya fue famoso. Por aquí cerca agarraron a Iturbide, primer gobernante del México independiente... emperador y todo... y, bueno, nada más estuvo pocos días, creo, lo fusilaron llegando, al pobre...

Pos pobre.

—Sí, algo leí. Malas relaciones públicas de doscientos años atrás. Pero ahora ya querían hacerle un monumento importante, o algo así… ¿no? Con eso de que Agustín de Iturbide ya fue rehabilitado en la historia nacional…

—Sí —me respondió sin otorgar demasiada atención en lo que dije—, con eso ya empezamos a figurar, a ser importantes... y con el paso del tiempo a lo mejor algún día salgamos en las noticias, ¿qué no?

—Todo puede suceder…

—Sí... en la que seamos centro de algo importante... Esta ciudad se merece mucho…

Pensé para mis adentros que hay personas que sí tienen muy en alto su autoestima, la verdad.

—Pero le decía que por aquí pasaban cuando era niño los pastores de cabras, luego de ganado más mayor, vacas, vaquillas, toros cebúes… caballos casi no... Pero luego llegó la gente. Primero los pasaporteados que iban pa’l otro lado... Mucha gente jodida. Mucho pelado mañoso… Y pos, con esa gente, hay que chingarse... ya sabe…

—Los de siempre, así es... —A mí me decían el empático.

—Nunca falta gente así, usted sabe… Pos los jodidos ya llevaban sus cargas, pues. Y de pronto la situación se ponía muy pesada para nosotros, aquí… Llegaban los federales, el ejército, los judiciales, y si había empezado quedito… así estaba… pero de la noche a la mañana de estar ocultos, escondidos todos, y un día después de combate y demás… salieron a la calle, como si nada... desde la capital les dijeron que ya no había necesidad de esconderse por las brechas, que todo era permitido y todo mundo feliz… Pero no duró mucho el gusto. Se notó de inmediato que la lana empezó a acabarse y que los muchachos ya no mandaban nada de ninguna parte… Y pos cómo no, si las cargas ya no valían tanto y ya se podían conseguir de todo casi en cualquier farmacia... Los que se dieron cuenta rápido vieron cómo moverse y agarraron sus chivas y se largaron esos mismos días, algunos se fueron a Tampico, otros a Matamoros y unos más a Reynosa…

Hizo una pausa.

—Mi familia y mis hijos también se fueron, a Nuevo Laredo, a buscar a unos parientes. Y yo me quedé solo. —Juraría que vi cómo le brillaron los ojos—. Alguien tenía que cuidar la tienda, me la había dejado mi papá, que se vino de Peña Blanca, allá por la carretera vieja que va de Monterrey a Reynosa, donde él tenía una carnicería… Y pues no iba a dejar que esto se pudriera sólo. Yo que mantuve a cuatro, no pude conseguir que todos ellos me mantuvieran... y no es que sea viejo, pero a uno le pesan los años, no crea, en cualquier momento me puedo enfermar, ya me dijeron que tengo principios de diabetis, y con eso hay que chingarse...

Se sonó la nariz. Para algunos de ellos es muy natural hacerlo sin nada más que sus manos, pero para mí no mucho. Linda gente. Y lo digo sin señal de condescendencia o sarcasmo, linda gente de verdad.

—Pero le decía... sí, la paz se hizo de nuevo. Una paz muy tranquila, demasiada, diríamos nosotros aquí. Fue como la muerte. Esa que dicen que la llevaban estos burreros en las cargas, pero que nosotros, la verdad, no veíamos mucho…

Sonrió. Me intrigó un poco.

—Lo curioso es que, a veces pienso que no todo se olvidó. Aún quedan quienes se quedaron como encendidos de aquella vida…

—¿Cómo encendidos?

—Que hay odios que nunca se acaban. Y antes pues... era natural. Lo que sí nos causa, ¿cómo se puede decir? ¿Extrañamiento? es que se siguen esperando algunos para matarse. Ya pa´qué, digo... Pero son las herencias de aquellos tiempos. Eran hombres de verdad, los de aquellos tiempos... Hay que chingarse…

Pues sí, no lo dudé. Había que chingarse.

En eso llegó una persona, también con paliacate y sombrero.

—¿Cómo estás, Pepe?

El aludido no dio muestra de sorpresa de la llegada, como si fuera cosa de todos los días siguió como si nadie hubiera llegado y sin mirar dijo:

—Pues aquí en la barrida, Nolo. Si no lo hago yo, ¿quién más chingados lo hace?

—Eso sí. ¿Tienes café?

Nolo era algo alto, blanco, muy blanco, ojos claros con mirada juguetona, con pecas, dientes saltones, sonrisa malandrina inamovible, como si supiera algo gracioso de ti y que, dalo por hecho, jamás te lo diría, aunque su misma vida estuviese de por medio. O la tuya.

—¿De cuál quieres?

—Del descafeinado... es que no he dormido bien…

Hablaba como queriendo tartamudear, sin lograrlo. Difícil de entender. Y ahí estaba la sonrisilla.

—Ya estás…

 Dejé de poner atención a la escena y seguí con mi refresco. Pensé en lo que me había dicho Pepe.

No había sabido de gente rara por estos rumbos, y menos me había cruzado con ellos. A menos que la columna de polvo que vi el otro día no significara el típico camión torton que tendría unas ganas enormes de llegar a su destino a toda velocidad.

Ahora que lo pensaba, se me hizo rara tal velocidad. Siempre había pensado que esa necesidad de rapidez en hacer las cosas estaba relacionada más bien con las áreas urbanas. Que las prisas en general disminuyen conforme más te adentras a las zonas rurales. Que el concepto del tiempo se alarga o se establece en circunstancias del sol que se mueve, de las fases de la luna y de estaciones lluviosas o no, o hasta de temporadas de cosechas, cosas así.

O en el aspecto de que hay sandías o no hay sandías.

La modernidad todavía no llegaba a estos lugares. Ni llegaría por un buen rato, tampoco había prisa.

Pensé en Pepe, hombre sencillo, que mantenía un negocio en donde no existía el concepto de «prosperidad» como concepto apegado a «progreso».

Me alejé un poco de la puerta para ver de frente a la tienda. Tenía en su pasillo fresco o «porche», dos sillas mecedoras para estar ahí vigilando mientras el viento lleno de avaricia no avanzase por otras partes. Su generosidad eólica era debatible.

Esta tienda se llamaba «La Favorita» y de perdido estaba desde el año de 1999, o años y años atrás, como dijo Pepe.

Desde que salí de Monterrey no me había puesto a pensar en mi situación, sólo sentía que debía caminar y caminar hacia Santander Jiménez. Hasta ahora era la primera noticia que tenía de que la habían elevado a Santa.

Al pensar en eso me invadió la cuestión de qué haría si llegara a ese lugar, en si podría encontrarme a mí mismo, o nada más sólo daría la media vuelta de inmediato. Como si todo hubiera sido una puntada, un arranque, una manera de aceptar que necesitaba desintoxicarme a como diera lugar, y que no había más manera de hacerlo más que a través del impulso... de moverme, de volver a sentirme ser yo.

Claro, un «yo» que jamás estuvo cerca de mi realidad, más que de mi pensamiento. Un «yo» libre de la maldad de mi mundo, libre del dolor infligido.

Sabía también que una caminata por sí sola, como ésta, tan disparatada, no venía a resolver nada. Sabía que no era redescubrir a Dios. Yo estaba contento con la estadiostica. Me fortalecía el hecho de que sus sagradas escrituras eran las distribuciones matemáticas. Que el lenguaje de Dios fuera transmitido en forma de cifras, fórmulas, ecuaciones como conjuros misteriosos y mágicos, místicas y al mismo tiempo claras, evidentes, tan básicos como axiomas.

La vertical es la vertical y la horizontal es la horizontal. Siempre lo fueron, lo son y lo serán en todo el universo y por toda la eternidad y no hay más, ¿verdad?

A pesar de ello en ocasiones no encontraba respuesta al porqué caminar tantos días.

De momento todo se me hacía una reverenda pendejada que había cometido en un momento de locura, o estando borracho. Claro, cometí cosas peores estando borracho, o eso me dijeron, al menos. Pero creo que nada se le comparaba a este proyecto de caminar y caminar.

Eso sí, el aire fresco me estaba haciendo bien. Dentro de lo cansado que estaba me sentía fuerte. Y el sol, ¡que maravillosa estrella tenemos! Tan preciso lugar para crearnos, aquí en esta Tierra torturada.

Dejando de lado la mala poesía, entendí que si me descuidaba, sería perforado por sus rayos ultravioleta junto con trillones de neutrinos campechanos de color verde a remolque cuales rémoras cósmicas.

Pepe seguía platicando con Nolo. Mientras, repasé las casas que colgaban de la calle principal del pueblo. Todas sencillas y austeras, como había de esperarse.

Pensé en la gente esa mencionada, que vestía raro. Me llamaba la atención que por este preciso punto, en el que el común denominador de la vida diaria es que no pase nada digno de registrar, de la noche a la mañana lograse algo notable de figurar en la desviación estándar en forma de gente extravagante, marcando un contraste con los personajes de este lugar gris y primitivista. Raro.

Lo de los enfermos sí lo entendía. Van para allá a curarse según las expectativas. El rumor de los tratamientos médicos alternativos de la zona y su efectividad estaba creciendo días sí y días también. Pensé en la manera en cómo la gente se entera de que existen ciertos lugares que son considerados si no mágicos, por lo menos especiales, y en que de dónde proviene el valor para viajar a lugares lejanos de los que no saben que esperar. La fe, supongo.

Y es que la enfermedad es cabrona.

Me estaba ya acostumbrando a la idea de ir ahí. Aún y que me descubriera con la idea de nada más llegar y volver de inmediato.

Es un mundo interesante el de los enfermos, con el perdón de ellos, claro.

 Salud, ¿cómo podía ser? Existen más de cuatro mil enfermedades posibles de origen genético que podríamos padecer. ¡Cuatro mil! ¿Salud? Vulnerabilidad extrema de nosotros pobres criaturas de Dios.

No somos más que gelatinas corporales. Gelatinas en bolsa de piel que se tratan de convencer que piensan y que por decirlo luego existen.

Que van, votan, matan y comen helado napolitano.

Cuando hay.

Enfermos tocados por el lado oscuro de la estadiostica y que cayeron por el lado equivocado de la suerte. Del lado equivocado de la curva normal, de la de Poisson. Tan sencillo como eso.

Todos somos o estamos, finalmente reducidos a cifras.

Fríamente. Handicap más. Handicap menos.

Y Pepe seguía con el amigo Nolo.

Me pregunté acerca de la razón de porqué Nolo no se iba de este pueblito-pozo del mundo... ¿o sólo fuera que el lugar se ponía a toda madre de noche y no me he enterado ni me enteraré?

Tal vez no fuera tanto un pueblito-pozo.

Y en eso estaba y que me habla el susodicho:

—¿Usted es de esos? ¿O de cuáles?

—¿De quiénes cuáles? Digo, para poder escoger…

—De los visitantes, de los que van al festejo o como se llame, o del grupo de los enfermos…

—¿Qué parezco? ¿Enfermo, o uno de los que van a los festejos?

El amigo Nolo me miró con suspicacia malandrina. Con su sonrisilla. Dijo:

— Pues con todo el respeto, primo, tiene cara de que usted fue a un festejo y que luego se enfermó...

Lo repasé con ese tipo de mirada que le reservas a la gente que no entiendes.

—¿Terminó, primo?

Pepe desde detrás queriendo aliviar la situación. Cosa que logró, y bien, digo, ¿qué caso tenía llevarme mal con este güey? Lo dejé para después, total, sólo fue una madreadilla de cuates sin serlo.

Sin embargo, ahí estaba la decisión también: ¿Para dónde iría ahora?

—¿Y ya va a seguirle? ¿Para dónde va ahora?

Pepe me miró solicito.

—En eso mismo estoy pensando…

—¿Va a Santander o a Victoria? ¿Va de caza o de pesca?

—Ninguna u otra, no lo sé…

—Pues Jiménez queda para aquél rumbo como a cincuenta kilómetros y Victoria para el sur como a sesenta… La presa casi está enfrente…

Me caía bien el buen Pepe. A su manera me estaba sopeando y pues le confirmé:

—Sí, voy para allá… —apunté vagamente hacia el este.

—¿Por la carretera? Se va a desviar mucho...

—No, me voy a ir por las brechas…

—¿Las conoce?

—Tengo la idea, ya me explicaron…

—Pues tenga cuidado ¿eh?

—¿Por qué?

—Usted tenga cuidado...

Pepe se sonrió.

El primo Nolo, mientras estuve ahí, jamás cambió el gesto.

Con su sonrisilla.

 

*

 

polvos de madera

que guardan

risas

secretas

 

sueños de dolor

que siempre pintaron

de negro

las ilusiones

todas…


 

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