AQUÍ NIKOPOL.
Cuando ya
llevas tiempo caminando sólo puedes pensar. No hay opción, no te queda mucho
más que hacer.
Siguiente curva,
siguiente poste, siguiente aguililla negra recortada en el cielo. Ésta era la
última del relevo, preciosa, por cierto. Volaba alto de manera elegante,
precisa además de preciosa.
Cortando en lo celeste de
forma clara y contundente.
Me seguía desde hacía dos
kilómetros. Su nido no estaría lejos. Ni para qué gritarle. No me haría caso,
creo. Su volar era magnífico, todo su cielo azul para ella sola. Quizá no se
aburriría como yo que veía un día más ante mí, igual que el de ayer, probablemente
igual al de mañana.
Un panorama de lo ma-a-a-a-a-ás estimulante, lo juro.
Me sentía cansado, sin
foco en mis pensamientos. Todo por la inercia maldita que desde hacía más de
cien kilómetros, uno por uno, me aconsejaba de mala manera que dejara todo por
la paz, que no pensara, que no tenía caso.
Era mejor no pensar.
Pero al mismo tiempo una
de las voces en mi cabecita me decía que ya era mucho, que ya estaba llegando
al momento de reavivar la conciencia, porque, concluía ella (es muy lista) que
mientras más días estuviese así, más tardaría en despertar.
Círculo vicioso, ¿me
explico?
Por eso hice el esfuerzo
supremo de gritar: «¡basta!».
Pues, entonces...
¡BASTA!
Ya fue mucho rumiar. Ya
fue mucho purificarme.
—Karla, ¿estás ahí?
Un juego mío entre ella y
yo...
—Sí, Niko, ¿cómo estás?
¿Cómo amaneciste?
Y Karla sabía de alguna manera como
buena agente de software que debía
contestar de manera casual. Era obvio para mí que Karla siempre estaría ahí.
Mientras tuviera conexión a los satélites en línea, quiero decir.
Ella aliviaba mi soledad.
Mi soledad que siempre quise pero que nunca me atreví abrazar y que ya cuando
la tuve conmigo ya no me pareció tan atractiva.
—¿Cómo va todo, Karla?
Seguía el juego, muy
correcta. Karla tenía instrucciones temporales de no darme mucha información y
de contestar en ocasiones de manera vaga e incierta. Después de una pausa, mi
agente me contestó:
—Supongo que bien.
—¿Alguna novedad?
—No, nada de momento, ¿y
tú? ¿Mucho calor?
—Sí, algo, te veo luego,
Karla…
—Adiós.
Karla se quedó en
silencio y me enjugué el sudor. Vi un árbol grande como a cuarenta metros y
decidí parar y tomar agua.
La aguililla subía y
bajaba de manera lenta y, sí, me quedó claro que me ignoraba.
Había empezado hacía más
de dos semanas y ya llevaba avanzado un muy buen trecho. En cada poblado me
encontraba gente que me proporcionaba agua para mis cantimploras. Buena gente
ella, ¿a quién se le puede negar una poca de agua?
Me preguntaban que a
dónde iba, que de dónde venía. Yo no les contestaba más que con vaguedades,
¿para qué explicar mucho? Cuando pasaba por lugares donde había niños estos me
veían con curiosidad. Me miraban la ropa, pensaban que era cazador o algo así.
Sería, creo, por mi
atuendo ancho con mangas largas. Oscuro, de influencia árabe evidente. Llevaba
un back pack, una mochila con crema
bloqueadora, alimentos secos, botiquín mínimo, más ropa, botas resistentes,
sombrero tipo australiano con goggles
preparados para la diadema de interfase para comunicarme con Karla. Muy Mad Max. La tercera, más bien. La del Thunderdome.
Me veían como aparecido.
Tal vez los asombraba mi rostro ex rosa y ahora pielrojoide por estar ya medio requemado por el sol después de
caminar por doce horas alternado por descansos de otras doce, dependiendo de a dónde
llegaba, a paso tranquilo por caminos, brechas, bosques, terrenos arenosos,
fondos de ríos secos quebrados en miles de fragmentos rocosos que formaban multirompecabezas pardos planos de tres
dimensiones, matorrales, nopaleras, en medio de huizaches, y sobre todo,
mezquites.
En ocasiones me detenía a probar las
semillitas moradas de los mezquites bajo sus ramas raquíticas... lo más
comestible que se podría dar de manera natural en estas yermas regiones. Pero
eran áridas de verdad, secas-secas-secas.
De vez en vez también me detenía a mirar una
excepcional puesta de sol llena de nubes, donde éstas rompían como olas, una
contra otra de manera tumultuaria quedando en colores anaranjados, y que se
metían luego a regañadientes detrás de las lejanas lomas, lo que permitía que
se vieran perfectos rayos solares transformados como reflectores creando un
bello material para fotografías de calendarios de tortillerías para cocina o al
menos de revistas de geografía desértica.
Sí, entre otras cosas soy
un cursi consuetudinario.
Y en otros momentos me
asomaba al cielo y no veía nada, ninguna nube. Todo aquello era de un azul
inmaculado que podía hipnotizar, agradable de ver, pero que por mi parte yo
evitaba fijar la mirada en las profundidades celestiales en ciertos momentos ya
que me aterraba que se me empezaran a agolpar frente a mis ojos unas manchas sombrías
sin forma que bailaban un oscuro ballet, sin explicación aparente... bueno, un
oftalmólogo sí podría explicarlo. Y me diría tal vez que todo era producto de
un astigmatismo progresivo. O alguna catarata en ciernes.
Otras manchas que se me
aparecían en condiciones similares y que me causaban escalofríos el verlas ya
que siempre se aparecían hacia donde enfocara la vista, eran pequeñísimos
corpúsculos como globos o burbujas dentro del ojo mismo y que según esto no era
porque comenzara a deteriorarse. Puras causas naturales. De cualquier manera
eso sí me daba miedo.
Había perdido la visión
de mi ojo izquierdo y me habían implantado un retinal enhancer, o ampliador de visión de
retina, pero no me lo mejoró mucho.
Y las burbujitas seguían.
A una persona con cierto
grado de hipocondría le hubiera causado una gran preocupación, pero desde la
confirmación de lo que eran los pequeños corpúsculos oculares flotantes ya no
pasaban estos de ser una molestia casual y pasajera.
En otras ocasiones veía
las nubes y las comparaba con la imagen infantil de ser como cubos de hielo en
un gran vaso de agua. Estas nubes perfectamente definidas con circunvalaciones
cerradas, fijas, finas y firmes como anunciando que formaban parte de un gran
cerebro nuboso que estaría indiferente a nuestros pesares.
Le hubiera pedido la lluvia, pero de
pequeño también me había dado cuenta de esa incierta desconexión que ocurría entre
hacer peticiones y del sucedido de que éstas se cumpliesen. De cualquier manera
algunas veces había pedido y se me había concedido, tal vez por gracia de ese
gran cerebro nuboso, o bien pudo ser hasta que el mismo Dios en esa ocasión se
le dio la gana cumplirme.
O también fue mi primer
encuentro con la Gran Central de las Coincidencias. La que, como todo mundo
sabe, está localizada en el cielo.
No, no sentía que yo
controlara las coincidencias, sino que por un buen tiempo yo sentía que tenía
el raro, de seguro raro, poder de anticiparlas.
Y ese conocimiento no lo
compartía con nadie. Era mi poder secreto. No me sirvió de mucho en mi
educación, pero me hizo sentir especial y privilegiado.
Pensé que llovería. Algo
me hizo pensarlo, de seguro el aroma, delicioso, de la tierra mojada que me
llegaba por el viento a muchos kilómetros a lo lejos. Pero no, ese día no llegó
la lluvia, ni los subsiguientes. Se me ocurrió pensar que perdí mi poder. Quizá
me dejó con la adolescencia y no me había percatado de ello.
Las cercas de madera se
sucedían una tras otra. Las postas de madera eran diferentes, unidas, eso sí,
con diferentes tipos de alambradas de púas. Algo me llamaba la atención de esas
púas. El diferente grado de óxido de entre una serie de alambre, y de las
mismas púas me daban una idea aproximada de la edad de los terrenos.
Me acerqué a una de
ellas.
—Hola, óxido tetánico,
¿cómo estás? Tanto tiempo... —le susurré.
Mi coeficiente natural de
divagación estaba trabajando al full.
Las púas me hacían saltar de concepto en concepto. De alambradas llegué al
concepto de propiedad, luego al concepto de los planos, luego al de las
distancias, luego en el de las escalas humanas. Finalmente pensé en los dueños.
¿Quiénes serían?
Hice una pausa y miré
hacia mi derecha hacia el camino desde el que venía, miré después en la línea
contraria al camino hacia donde iba. Me pareció igual, el uno del otro. De no
ser por el sol, no sabría cuál era cual.
De haber estado la
aguililla cerca me hubiera escuchado.
—Pues... ¿qué chingados
estoy haciendo aquí?
Y no era la primera vez
que me lo preguntaba.
Llegué al pueblito. ¿O cómo
debía de llamarlo? ¿Poblado? ¿Ranchería? Éste se llamaba Nuevo Padilla. Si este
era el nuevo, no querría ver al viejo.
Nombre atractivo. Ajá.
Calles sin pavimentar
congeladas en algún tiempo, casas cuadradas de colores pasteles llenas de
cicatrices por la pintura descarapelada, eso y las balas viejas, fragmentos de
yeso caídos, y los de las balas viejas también, panorama genial para los
nostálgicos en viajes sentimentales, ¿cómo le ganas a un lugar que está
idéntico a cuando lo abandonaste veinticinco años antes?
A la distancia vi a un
señor con sombrero que a su vez me miró. No quise confrontarlo ojo a ojo. No
pasaba nada, era la novedad de siempre. Por las ventanas debería de haber gente.
Me preguntaba en cuanto tiempo me integraría a su paisaje para ya pasar
desapercibido. Esperar el momento en ser asimilado.
Integrado. Lo que siempre
había querido ser.
La tiendita de abarrotes
salió de la nada. Parecía correcta para estos lares. ¿Qué más se me podría
ocurrir pensar? Entré con cierta timidez. Fijé mi mirada con estudiada
indiferencia para examinar el piso polvoso, de madera.
No había nadie en el
primer vistazo. Miré a mi alrededor mientras inspiraba de lleno. Olía a
semillas, a café, a viejo. Había una gran cantidad de alimentos organizados de
manera aparentemente desorganizada.
Como siempre, empecé a
buscar el orden oculto. Las diferentes semillas estaban guardadas en diversos
recipientes, arroz, frijoles en sus varios tipos. Había hierbas también
acomodadas, ninguna de las cuales tenía nombre, como si todo el mundo las
conociera de toda la vida.
Completaban el cuadro
otros implementos: tanques de gas, lámparas, carretillas, herramientas simples,
baterías; escondidos más allá, objetos para pescar pero no de mucha variedad,
me temo.
El techo era de madera,
algunas vigas más oscuras que otras y de ellas colgaban diversos objetos,
incluso se veía una que otra telaraña. Este era alto y provocaba un fresco
agradable. Al fondo vi un gran cartel que parecía que se mataba por decir que
anunciaba un gran café soluble; al lado permanecía un calendario ya medio
desvaído por los fragores de las mil batallas del gran año 1999, que de tan
bueno le salió que aquí seguía, incólume, y seguiría usándose como en aquellos
días marcando aquellos meses finiseculares por siempre.
Colgando de las vigas
había lámparas de petróleo y muchos más recipientes de uso desconocido.
En uno de los mostradores había dos
básculas, una moderna y la otra antigua, ésta última con pesas oxidadas y
oscuras, manchadas.
Finalmente vi unos botes
con dulces, caramelos diversos pero unos en particular contenían mentas de esas
rojas con blanco o blancas con rojo, que aparentaban estar deliciosas.
—Buenas, ¿qué se le ofrece?
Me sobresalté por un
segundo, pero en menos de un parpadeo recobré mi postura inicial.
—Buenas —dije a la
usanza—. ¿Tiene pan de caja? Busco eso y otras cosas...
—Claro, ¿cuál marca?
¿Bimbo?
—De la que sea... —dije,
con cierto desgano.
Puso encima el pan del
mostrador. El primero que agarró.
—Aquí está, ¿qué más?
Le dije que buscaba
galletas y alimentos similares para comer en el camino. También le pedí algunas
carnes frías para guardar en el mínimo refrigerador de mi mochila.
Ya que me hubo atendido,
le pedí también un refresco frío. Me lo dio y se puso a barrer el piso con
energía.
Sintiendo resbalar
todavía el frío líquido en mi garganta, le pregunté:
—¿Falta mucho para Ciudad
Victoria?
Me observó con cierta
incredulidad.
—Si va para Victoria
ninguno de estos caminos le llevará para allá —apuntó al sur—. Victoria queda
hacia el otro lado, este camino lleva a San Fernando...
—Bueno, en realidad no
voy para Victoria… —le acepté.
—¿Para dónde va? ¿En qué
viene?
—Voy para San Fernando, y
vengo caminando —no tenía caso decirle más.
—¿Caminando? ¿No era más
fácil en el bus? ¿O se le descompuso el mueble?
Sonreí, siempre que
alguien en esta zona le decía «mueble»
a un vehículo me hacía gracia.
Negué suavemente.
—Este… no… vengo
caminando. Soy como explorador —otra vez la verdad incompleta.
El tendero aparentaba
como cincuenta años y traía un bigote abultado entrecano que se juntaba con la
patilla. Tenía una piel rosada como de demasiado-sol-toda-la-vida,
piel casi roja en el pecho que se dejaba entrever su camisa de a cuadros de
manga larga y su paliacate de adornos
con tonos rojos y amarillos-dorados que traía alrededor de su cuello. Una
barriga prominente le hacía juego a su probable arteriosclerosis llena de carnitas
de cada tercer día.
—Sí —asintió—, por aquí
llegan muchos exploradores en todo tipo de vehículos, pero pocos a pie. Los que
llegan a pie me dan la impresión de que están perdidos… Oiga, primo, ¿y qué
exploran, eh? ¿Qué tanto hacen…?
Una vez más la vaguedad
habló por mí:
—Pues sólo eso, caminos, rutas de
turismo extremo, brechas, por ahí y por allá, el contacto con el campo, ver
paisajes...
La respuesta estándar
número cuarenta y tres pareció convencerlo.
—Muy bien... y oiga,
dígame, ¿desde dónde camina? Porque lo veo muy asoleado, primo, ¿y vestido
además así, como anda usted? ¿No le da calor?
Curioso el señor.
Miré mi indumentaria tipo
africana-morisca. Negué con la cabeza.
—Pues fíjese que no, es
más o menos fresca, aparte me sirve para no deshidratarme…
Asintió.
—Eso creí. Además sí he
visto a muchos que se visten así, usted está decente en comparación. ¿No se los
ha encontrado? Van a una celebración no sé qué allá cerca, por los cerros —señaló
un rumbo—. Y siempre llegan aquí algunos, de hecho ya han estado viniendo… como
que empiezan por estas fechas cada año…
Puse atención.
—¿Sí? ¿Quiénes vienen?
Rio ahora.
—Pura gente rara —su voz
sonaba divertida—. De las ciudades...
—¿Para qué vienen? ¿A
dónde van?
—La verdad no sé, no
estoy enterado. Ellos no dicen nada, sólo se miran entre ellos cuando les
pregunto. Usted es el primero que viene solo. Por eso se lo comenté. Entonces,
¿usted no es de ellos?
Tuve que inventar algo:
—Sí soy, pero de otro
grupo, y sí tiene razón, me extravié un poco, pero usted sabe, a veces nos
cuesta aceptar que la regamos…
—Ni se preocupe. A todos
nos pasa…
Siguió barriendo y de
súbito me preguntó cómo acordándose:
—¿O va con los enfermos?
—¿Los enfermos?
—Sí, los de Santander…
Allá se juntan, ¿verdad?
—¿En Santander?
—Sí, ahí, o como le dicen
ahora: Santa Santander Jiménez. Tamaulipas.
—Sí, así es, un pueblito…
—debía de ser.
—Sí, pero ha crecido
algo... No que en Padilla, aquí no ocurre nada. Nada se mueve aquí. Antes sí,
hace años. Pero ahora no. Ahora sólo somos pura pasada hacia otras partes… Pero
bueno, desde que era chico así ocurrían las cosas. Excepto por aquellos años…
usted sabe… pero ahora aquí sólo se mueve el aire, el tiempo y la gente. Lo
demás se queda igual. Sólo nos quedamos los que le tenemos el gusto al poblado.
A su historia… Porque déjeme le digo, no sé si sepa, que Padilla ya fue famoso.
Por aquí cerca agarraron a Iturbide, primer gobernante del México
independiente... emperador y todo... y, bueno, nada más estuvo pocos días,
creo, lo fusilaron llegando, al pobre...
Pos
pobre.
—Sí, algo leí. Malas
relaciones públicas de doscientos años atrás. Pero ahora ya querían hacerle un
monumento importante, o algo así… ¿no? Con eso de que Agustín de Iturbide ya
fue rehabilitado en la historia nacional…
—Sí —me respondió sin
otorgar demasiada atención en lo que dije—, con eso ya empezamos a figurar, a
ser importantes... y con el paso del tiempo a lo mejor algún día salgamos en
las noticias, ¿qué no?
—Todo puede suceder…
—Sí... en la que seamos
centro de algo importante... Esta ciudad se merece mucho…
Pensé para mis adentros
que hay personas que sí tienen muy en alto su autoestima, la verdad.
—Pero le decía que por
aquí pasaban cuando era niño los pastores de cabras, luego de ganado más mayor,
vacas, vaquillas, toros cebúes… caballos casi no... Pero luego llegó la gente.
Primero los pasaporteados que iban pa’l otro lado... Mucha gente jodida. Mucho
pelado mañoso… Y pos, con esa gente, hay que chingarse... ya sabe…
—Los de siempre, así
es... —A mí me decían el empático.
—Nunca falta gente así,
usted sabe… Pos los jodidos ya llevaban sus cargas, pues. Y de pronto la
situación se ponía muy pesada para nosotros, aquí… Llegaban los federales, el
ejército, los judiciales, y si había empezado quedito… así estaba… pero de la
noche a la mañana de estar ocultos, escondidos todos, y un día después de
combate y demás… salieron a la calle, como si nada... desde la capital les
dijeron que ya no había necesidad de esconderse por las brechas, que todo era
permitido y todo mundo feliz… Pero no duró mucho el gusto. Se notó de inmediato
que la lana empezó a acabarse y que los muchachos ya no mandaban nada de
ninguna parte… Y pos cómo no, si las cargas ya no valían tanto y ya se podían
conseguir de todo casi en cualquier farmacia... Los que se dieron cuenta rápido
vieron cómo moverse y agarraron sus chivas y se largaron esos mismos días,
algunos se fueron a Tampico, otros a Matamoros y unos más a Reynosa…
Hizo una pausa.
—Mi familia y mis hijos
también se fueron, a Nuevo Laredo, a buscar a unos parientes. Y yo me quedé
solo. —Juraría que vi cómo le brillaron los ojos—. Alguien tenía que cuidar la
tienda, me la había dejado mi papá, que se vino de Peña Blanca, allá por la
carretera vieja que va de Monterrey a Reynosa, donde él tenía una carnicería… Y
pues no iba a dejar que esto se pudriera sólo. Yo que mantuve a cuatro, no pude
conseguir que todos ellos me mantuvieran... y no es que sea viejo, pero a uno
le pesan los años, no crea, en cualquier momento me puedo enfermar, ya me
dijeron que tengo principios de diabetis, y con eso hay que chingarse...
Se sonó la nariz. Para
algunos de ellos es muy natural hacerlo sin nada más que sus manos, pero para
mí no mucho. Linda gente. Y lo digo sin señal de condescendencia o sarcasmo,
linda gente de verdad.
—Pero le decía... sí, la
paz se hizo de nuevo. Una paz muy tranquila, demasiada, diríamos nosotros aquí.
Fue como la muerte. Esa que dicen que la llevaban estos burreros en las cargas,
pero que nosotros, la verdad, no veíamos mucho…
Sonrió. Me intrigó un
poco.
—Lo curioso es que, a
veces pienso que no todo se olvidó. Aún quedan quienes se quedaron como
encendidos de aquella vida…
—¿Cómo encendidos?
—Que hay odios que nunca
se acaban. Y antes pues... era natural. Lo que sí nos causa, ¿cómo se puede
decir? ¿Extrañamiento? es que se siguen esperando algunos para matarse. Ya
pa´qué, digo... Pero son las herencias de aquellos tiempos. Eran hombres de
verdad, los de aquellos tiempos... Hay que chingarse…
Pues sí, no lo dudé.
Había que chingarse.
En eso llegó una persona,
también con paliacate y sombrero.
—¿Cómo estás, Pepe?
El aludido no dio muestra
de sorpresa de la llegada, como si fuera cosa de todos los días siguió como si
nadie hubiera llegado y sin mirar dijo:
—Pues aquí en la barrida,
Nolo. Si no lo hago yo, ¿quién más chingados lo hace?
—Eso sí. ¿Tienes café?
Nolo era algo alto,
blanco, muy blanco, ojos claros con mirada juguetona, con pecas, dientes
saltones, sonrisa malandrina inamovible, como si supiera algo gracioso de ti y
que, dalo por hecho, jamás te lo diría, aunque su misma vida estuviese de por
medio. O la tuya.
—¿De cuál quieres?
—Del descafeinado... es
que no he dormido bien…
Hablaba como queriendo
tartamudear, sin lograrlo. Difícil de entender. Y ahí estaba la sonrisilla.
—Ya estás…
Dejé de poner atención a la escena y seguí con
mi refresco. Pensé en lo que me había dicho Pepe.
No había sabido de gente
rara por estos rumbos, y menos me había cruzado con ellos. A menos que la
columna de polvo que vi el otro día no significara el típico camión torton que tendría unas ganas enormes de
llegar a su destino a toda velocidad.
Ahora que lo pensaba, se
me hizo rara tal velocidad. Siempre había pensado que esa necesidad de rapidez
en hacer las cosas estaba relacionada más bien con las áreas urbanas. Que las
prisas en general disminuyen conforme más te adentras a las zonas rurales. Que
el concepto del tiempo se alarga o se establece en circunstancias del sol que
se mueve, de las fases de la luna y de estaciones lluviosas o no, o hasta de
temporadas de cosechas, cosas así.
O en el aspecto de que
hay sandías o no hay sandías.
La modernidad todavía no
llegaba a estos lugares. Ni llegaría por un buen rato, tampoco había prisa.
Pensé en Pepe, hombre
sencillo, que mantenía un negocio en donde no existía el concepto de
«prosperidad» como concepto apegado a «progreso».
Me alejé un poco de la
puerta para ver de frente a la tienda. Tenía en su pasillo fresco o «porche»,
dos sillas mecedoras para estar ahí vigilando mientras el viento lleno de
avaricia no avanzase por otras partes. Su generosidad eólica era debatible.
Esta tienda se llamaba «La Favorita» y de perdido estaba desde
el año de 1999, o años y años atrás, como dijo Pepe.
Desde que salí de Monterrey no me
había puesto a pensar en mi situación, sólo sentía que debía caminar y caminar
hacia Santander Jiménez. Hasta ahora era la primera noticia que tenía de que la
habían elevado a Santa.
Al pensar en eso me invadió la
cuestión de qué haría si llegara a ese lugar, en si podría encontrarme a mí
mismo, o nada más sólo daría la media vuelta de inmediato. Como si todo hubiera
sido una puntada, un arranque, una manera de aceptar que necesitaba
desintoxicarme a como diera lugar, y que no había más manera de hacerlo más que
a través del impulso... de moverme, de volver a sentirme ser yo.
Claro, un «yo» que jamás
estuvo cerca de mi realidad, más que de mi pensamiento. Un «yo» libre de la
maldad de mi mundo, libre del dolor infligido.
Sabía también que una
caminata por sí sola, como ésta, tan disparatada, no venía a resolver nada.
Sabía que no era redescubrir a Dios. Yo estaba contento con la estadiostica. Me fortalecía el hecho de
que sus sagradas escrituras eran las distribuciones matemáticas. Que el
lenguaje de Dios fuera transmitido en forma de cifras, fórmulas, ecuaciones
como conjuros misteriosos y mágicos, místicas y al mismo tiempo claras,
evidentes, tan básicos como axiomas.
La vertical es la
vertical y la horizontal es la horizontal. Siempre lo fueron, lo son y lo serán
en todo el universo y por toda la eternidad y no hay más, ¿verdad?
A pesar de ello en
ocasiones no encontraba respuesta al porqué caminar tantos días.
De momento todo se me
hacía una reverenda pendejada que había cometido en un momento de locura, o
estando borracho. Claro, cometí cosas peores estando borracho, o eso me
dijeron, al menos. Pero creo que nada se le comparaba a este proyecto de
caminar y caminar.
Eso sí, el aire fresco me
estaba haciendo bien. Dentro de lo cansado que estaba me sentía fuerte. Y el
sol, ¡que maravillosa estrella tenemos! Tan preciso lugar para crearnos, aquí
en esta Tierra torturada.
Dejando de lado la mala
poesía, entendí que si me descuidaba, sería perforado por sus rayos
ultravioleta junto con trillones de neutrinos campechanos de color verde a
remolque cuales rémoras cósmicas.
Pepe seguía platicando
con Nolo. Mientras, repasé las casas que colgaban de la calle principal del
pueblo. Todas sencillas y austeras, como había de esperarse.
Pensé en la gente esa
mencionada, que vestía raro. Me llamaba la atención que por este preciso punto,
en el que el común denominador de la vida diaria es que no pase nada digno de
registrar, de la noche a la mañana lograse algo notable de figurar en la
desviación estándar en forma de gente extravagante, marcando un contraste con
los personajes de este lugar gris y primitivista. Raro.
Lo de los enfermos sí lo
entendía. Van para allá a curarse según las expectativas. El rumor de los
tratamientos médicos alternativos de la zona y su efectividad estaba creciendo
días sí y días también. Pensé en la manera en cómo la gente se entera de que
existen ciertos lugares que son considerados si no mágicos, por lo menos
especiales, y en que de dónde proviene el valor para viajar a lugares lejanos
de los que no saben que esperar. La fe, supongo.
Y es que la enfermedad es
cabrona.
Me estaba ya
acostumbrando a la idea de ir ahí. Aún y que me descubriera con la idea de nada
más llegar y volver de inmediato.
Es un mundo interesante el de los
enfermos, con el perdón de ellos, claro.
Salud, ¿cómo podía ser? Existen más de cuatro
mil enfermedades posibles de origen genético que podríamos padecer. ¡Cuatro
mil! ¿Salud? Vulnerabilidad extrema de nosotros pobres criaturas de Dios.
No somos más que gelatinas corporales.
Gelatinas en bolsa de piel que se tratan de convencer que piensan y que por
decirlo luego existen.
Que van, votan, matan y comen helado
napolitano.
Cuando hay.
Enfermos tocados por el
lado oscuro de la estadiostica y que
cayeron por el lado equivocado de la suerte. Del lado equivocado de la curva
normal, de la de Poisson. Tan
sencillo como eso.
Todos somos o estamos,
finalmente reducidos a cifras.
Fríamente. Handicap más. Handicap menos.
Y Pepe seguía con el
amigo Nolo.
Me pregunté acerca de la
razón de porqué Nolo no se iba de este pueblito-pozo del mundo... ¿o sólo fuera
que el lugar se ponía a toda madre de noche y no me he enterado ni me enteraré?
Tal vez no fuera tanto un
pueblito-pozo.
Y en eso estaba y que me
habla el susodicho:
—¿Usted es de esos? ¿O de
cuáles?
—¿De quiénes cuáles?
Digo, para poder escoger…
—De los visitantes, de
los que van al festejo o como se llame, o del grupo de los enfermos…
—¿Qué parezco? ¿Enfermo,
o uno de los que van a los festejos?
El amigo Nolo me miró con
suspicacia malandrina. Con su sonrisilla. Dijo:
— Pues con todo el
respeto, primo, tiene cara de que usted fue a un festejo y que luego se
enfermó...
Lo repasé con ese tipo de
mirada que le reservas a la gente que no entiendes.
—¿Terminó, primo?
Pepe desde detrás
queriendo aliviar la situación. Cosa que logró, y bien, digo, ¿qué caso tenía
llevarme mal con este güey? Lo dejé para después, total, sólo fue una madreadilla de cuates sin serlo.
Sin embargo, ahí estaba
la decisión también: ¿Para dónde iría ahora?
—¿Y ya va a seguirle?
¿Para dónde va ahora?
Pepe me miró solicito.
—En eso mismo estoy
pensando…
—¿Va a Santander o a
Victoria? ¿Va de caza o de pesca?
—Ninguna u otra, no lo
sé…
—Pues Jiménez queda para
aquél rumbo como a cincuenta kilómetros y Victoria para el sur como a sesenta…
La presa casi está enfrente…
Me caía bien el buen
Pepe. A su manera me estaba sopeando
y pues le confirmé:
—Sí, voy para allá… —apunté vagamente
hacia el este.
—¿Por la carretera? Se va
a desviar mucho...
—No, me voy a ir por las
brechas…
—¿Las conoce?
—Tengo la idea, ya me
explicaron…
—Pues tenga cuidado ¿eh?
—¿Por qué?
—Usted tenga cuidado...
Pepe se sonrió.
El primo Nolo, mientras
estuve ahí, jamás cambió el gesto.
Con su sonrisilla.
*
polvos
de madera
que
guardan
risas
secretas
sueños
de dolor
que
siempre pintaron
de
negro
las
ilusiones
todas…
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