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sábado, noviembre 19, 2022

Novela completa Sangre de Neón, Parte 1, Cap 2 de 39 - El retén (Derechos Reservados, Luis Eduardo García)

 





 

M

E DESPEDÍ de Pepe y de mi recién encontrado primo. Uno no sabe nada de los parientes hasta que los reencuentras en tu vida.

Me alejé finalmente de Nuevo Padilla, Tamaulipas. Al ver rumbo desconocido sentí la necesidad de ubicarme. Me coloqué la diadema con el lente y la encendí.

—Karla, Karlita, ¿estás ahí?

Silencio.

Se me hizo raro. No era normal. Me quité la diadema, la observé: Cuatro barritas. Medidor perfectamente normal. Todo estaba en su lugar. Me la volví a colocar y la encendí. Nadie. Ni estática, ni un sonido siquiera que indicara lo que estaba pasando. Y mientras sentía el peso de los víveres que recién adquirí, me comencé a preocupar.

 —¿Qué quieres?

Me sobresaltó su voz, ya muy conocida.

—¡Me asustaste! —dije.

—No lo creo, ¿qué dices? ¿Qué quieres? —Sentí que había interrumpido a Karla por su tono de fastidio. Si no supiera que era mi agente de software automatizada, hubiera pensado que estaba haciendo algo más y que mi llamada la había molestado.

Suspiré y dije:

—Nada, Karlita, sólo quería que me dijeras donde estoy, y para donde voy...

De inmediato la aludida agente de software me contestó en la deliciosa voz que le había escogido:

—De acuerdo, Nikopol. Estás en los límites del municipio de Nuevo Padilla, Tamaulipas.

—Eso ya lo sé, ¿podrías ser un poco más precisa? ¿Qué tan lejos estoy de Santander Jiménez?

—A cuarenta y ocho kilómetros quinientos treinta metros hacia la dirección este-norte-este.

—¿Tienes los planos de las brechas?

—Sí, según los datos que recogí, las primeras brechas están a un kilómetro en la dirección mencionada. Si no deseas atravesar terrenos privados deberás de caminar dos kilómetros por la carretera actual y luego entrar en los primeros caminos.

—¿Y ahí qué habrá?

—Eso lo averiguarás tú, Nikopol, hasta luego.

Karla había cortado, la jija de su madre. ¡Como odiaba que me hiciera eso y como me odiaba yo también! Y es que ella sólo estaba obedeciendo lo que le instruí de hacer. Nada más. Nada menos.

O sea, que si la llamada o el contacto durase más de cinco minutos ella la terminaría de la mejor, o peor, manera. No quería depender de ella. Esa era una de las condiciones que me fijé. Podría contar con su ayuda en caso de extrema urgencia o de algún caso necesario, pero en esta ocasión por más misericordia que me tuviera yo mismo la cosa no era de ese calibre.

La vida es triste.

Empecé a caminar, al menos no tenía hambre, ni sed.

Y ya se estaba haciendo tarde. Luz que desaparecía. Hora de buscar acampar. Hora de meditar nuevamente que chingados estaba haciendo.

Busqué un buen lugar, amplio, árboles, sin posibles intrusos, etc.

Y lo encontré. Las aguilillas ya se habrían ido a dormir, de seguro. Sólo me acompañarían correcaminos, espinas, el color pardo, las hierbas silvestres de color verde desvaído que sólo se ven bonitas cuando llueve. Lo demás nada atractivo. Pero nada.

De perdido esperaba atisbar al menos una pinche florecita.

Una roja o una blanca. Las multicolores estaban reservadas para National Geographic. La que fuera. Lo que sea, ver una era obtener una fortuna en cuanto a diversidad, hasta ese tipo de detalles combatía mi aburrimiento. Te cansas de ver sólo nopales, huizaches, antiquísimas latas de cerveza. Y vidrios.

Al caminar por esta otra brecha me pareció una vez más que era igual a las otras por lo que el verdadero poder de este asunto de mi larga marcha se imponía en oleadas como de multímetro excitado.

Mi propósito lo tenía claro. El dolor que me causaba el recordarlo. La esperanza que sobrevive, que es también el motor que te impide claudicar, descansar o posponer lo inevitable.

La monotonía embota y al atrofiar tus sentidos desciende al ras mental el proceso de clarificación de la realidad en tu cerebro maltrecho y es así como a niveles serotonínicos, donde los impulsos eléctricos se convierten en espíritu al hacer los conectomas de las rutas neuronales pertinentes (Neurona A - Neurona B = daltónico, Neurona A - Neurona C = percepción de belleza, estética, discernimiento majestuoso del espectro entero del color, moraleja: indícale a tus neuronas que elijan mejor sus rutas), dando indicio de asomar las primeras alucinaciones.

Y así estaba a la espera de la primordial alucinación que me pondría en contacto con el otro mundo, el del modo subjuntivo del pretérito pluscuamperfecto, o sea, el mundo del «hubiese»: Las cosas hubiesen salido bien, si yo hubiese actuado de esta otra manera ideal.

Pero ésta no llegaba.

No que la estuviera esperando de verdad. Yo nunca fui muy dado a ellas. Y de hecho no recuerdo si en mi etapa de síndrome de abstinencia las tuviese o, más aún, cuando derivé en mi infernal adicción nivel Cuatro.

Pero no podemos fiarnos del todo de nuestros cerebros: nunca supe si las tuve, no las recuerdo. La reiteración de recorrer los mismos tipos de caminos, brechas, sendas, veredas, de cruzar alambradas de púas, todo-igual-todo-igual cada uno de los pinches días de esta pinche peregrinación insensata y nada había logrado trasladarme al país de los sueños, o de perdido al país de Pregúntale-a-Alicia, de Carroll-Jefferson Airplane, con todo y su impuntual conejo blanco atormentado.

Mi primera sensación fue de franco miedo. No soy miedoso en sí, de hecho, soy pru-den-te.

El caso es que como dicen en la búsqueda del mejor lugar, topé en pared y de noche, con todo y goggles colgando de mi cuello

Me confié, parpadeé y de pronto un muro salido de la nada. Por andar bobeando hacia el piso, no me fuera a caer en alguna zanja.

¡Zaz!

Me sentí en un Titanic en medio de icebergs. Al menos no había agua helada. Pero me sacó de cuadro y de concentración de manera total. ¿Habría caminado dormido?

En este momento no había luna y las estrellas estaban atrás, muy arriba, detrás de sus nubes. Goggles en acción.

Era una pared pegada a una casa pegada a otra más. Por la hora y por la facha estaba deshabitada, como sin dueño. Hasta ese momento no me había percatado de que la única dueña de este paraje era la oscuridad.

Observé los alrededores con atención. Esta brecha por la que venía conectaba con otra que más bien era una vieja carretera, llena a simple vista de agujeros y de baches. Debió ser una intersección, quizás obligada en su momento, tal vez llena de tráfico de carros y camiones, signos de vida de otra época ida.

Vuelta por el caserío. Típicas casas cuadradas sin señales de adorno, hechas con lo mínimo de la imaginación posible, «menos es más» decían los arquitectos minimalistas de hacía más de setenta años del Bauhaus. En este caso vaya que cumplían, pero por ningún lado veía lo que correspondía a «más». Todo lo que quedaba era lo que le tocaba a «menos».

Esto es típico de esta parte del país en sus zonas rurales. O sea, haz tu casa y gasta lo menos posible, pero no por tacaño, sino porque no tienes más, luego llegarán los tiempos mejores y quedarán bonitas.

Pero los proverbiales o cuasibíblicos tiempos mejores nunca llegaron. De seguro tomaron una desviación en algún lado, o se distrajeron, y se perdió la única gran oportunidad cósmica de redención en algún momento decisivo lejos de nuestro alcance de comprensión. Más suerte para el año 2132. Nos veremos ahí.

Next slide, please.

Me llamó la atención un letrero amarillo con letras negras pegado a una de las paredes, como para los que venían por el camino lo pudieran obedecer: «RETEN FEDERAL, BAJE SU VELOCIDAD».

Comprendí de golpe que ese era un lugar dónde se quedaban los agentes oficiales del Gobierno en las épicas luchas de aquellos años contra los narcos. Cómo si estos, tranquilos, anduvieran por aquí a la vista de todos, sin temor. Pero sí, así fue mucho tiempo, supe. Por algo sería.

Desde cierto ángulo, no sin dificultad, pude ver las paredes viejas cayéndose su pintura, descarapelándose las pobres. Y a un metro de altura del piso, una muestra de que alguien había jugado, muchísimo, al tiro al blanco. Había una silueta humana con una diana en su centro. Los muchachos se divertían, ¿eh?

Siempre me había encantado curiosear en casas viejas o abandonadas. Era de lo más divertido...

...estando acompañado. Con los amigos, claro. Cómo que andar de explorador sólo es otra onda.

Con ellos puedo asegurar que me sentía invencible. ¿Cómo no serlo? ¿Qué nos podría dañar? Podía ir a dónde quisiera. Así entramos a algunas casas solas, deshabitadas, allá en Monterrey, cuando éramos adolescentes, en los viejos siempre buenos tiempos.

Tenía que ver con descubrir lo desconocido, lo que hay detrás de las paredes de la casa de alguien que ya no está, ni estará. Misterios por resolver. No creo que fuera para probarnos algo, pero uno llega a la manera en que vas cumpliendo tus etapas naturales de crecimiento, sin saberlo. Inevitablemente.

Asuntos de la estadiostica, vine a comprender después.

En esos casos el descubrir lo inexplorado era importante, cómo para probarnos algo, nunca pensamos que fuera hombría en sí mismo, sólo era vandalismo juvenil puro, sincero y sano. Era sólo curiosidad.

Total. No me importa. Pero la oscuridad tiene lo suyo.

Ya he mencionado la estadiostica, pero esta manera de creer en Dios probabilístico todavía no se ha ocupado de creer en el Diablo equivalente, y no, yo no creo en él, pero, como dicen: ¿y qué tal si me equivoco?

O, ¿qué tal si en algún momento de mi existencia, al terminar de hacer mis elecciones tan importantes y por las cuales me preparé a ultranza, algo me indicara alguien que el Diablo nunca existió?

Por otro lado: ¿y qué tal si todo no fuera más que un truco del señor de la Oscuridad para que me confiase?

Luego aquí, mientras estaba en la oscuridad, afuera de esta vieja casa, atisbando por las viejas ventanas, algunas quebradas, y sin poder ver más allá de lo esperado de una típica vieja casa abandonada, llena de polvo, toda suciedad. Asco.

En ese instante fue cuando decidí no entrar. Aún si estuviera lloviendo y me estuviera mojando como perro y aún si estuviera haciendo un frío de los mil idems.

Convencido de que las cosas eran mejor así y habiendo olvidado de una buena vez la visión del buen Diablo entre nosotros, me dije que este lugar era el mejor para acampar, pero afuerita, eso sí.

Dicho y hecho, preparé mis artículos y los puse detrás de la casa, para no darle el frente a la carretera.

Ya armada la tienda y después de cenar algo me levanté a orinar afuera. Me planté los goggles no vaya a aparecerse el ya demasiado mencionado buen Diablo que decidiese de último minuto reincorporarse al mundo libre precisamente en esta fecha, en este lugar.

O bien, en lugar de este señor podría estar a unos, ¿qué serían…? ¿Dos metros de distancia?, la proverbial víbora bíblica, pero con un cascabel agregado a su cola.

Proverbial víbora que estaría deseosa de dejar huellas con sus puntiagudos colmillos en alguna parte de mi cuerpo y que, si oraba yo fervientemente para que no me picara en las piernas, a más santos me encomendaría para que menos se ocuparan de mi miembro que se exponía, inocente, sin conciencia más allá de lo que su labor de drenaje pluvial corporal terminal se refería.

Una vez concluida mi afligida encomienda procedí a proteger mi valiosa posesión mirando por encima de la maleza, por debajo de la maleza, por en medio de la maleza, frente a mí, a mi izquierda, a mi derecha, y demás de mis detraces, cuando vi de pronto un brillito que capturó mi atención en una esquina de mi ojo derecho.

Con toda la respiración guardada en mi filo de la realidad y esperando con sinceridad que fuera una lata, una botella, o una lámina, lo que mil sea y pueda no ser...

Pero mejor no quise averiguar, y me dispuse a dormir.

Es difícil recordar lo que sueñas. Sobre todo, si estás cansado. Pero parte de mis cambios psico-fisiológicos incluían mi sueño. Ya no era tan terrible como cuando se proyectaba la función en multisensor multimax de la Explosión de Cadereyta que poco a poco estaba borrando el viento de estas tierras desérticas llenas de polvo...

...de cualquier manera aparecían las peores escenas de aquél día en particular: Las niñas saliendo. Bueno, un día salían y otro no. En un día era yo el que no salía; en otro no había nadie, o en otro más se intercambiaban los papeles. En cierto momento sentí las llamas en sueños, lo juro. Lo peor: sentía de vuelta la maldita comezón. Cómo si nunca se hubiera ido.

En unas ocasiones más sentía el calor, en otras me veía yo mismo como explotaba por dentro, sintiendo el metal ardiendo incrustado en mi abdomen.

¿Cómo no me iba a quedar como adicto? Sé que no es justificación, pero, la verdad, querría hacer lo que fuera para que se me quitaran esas terribles imágenes de la cabeza.

Lo peor del caso fue que terminé con un ¡síndrome de adicción nivel Cuatro! Demasiada tortura mental autoinfligida, sin haber muchos sospechosos como para echarles la responsabilidad.

Más que yo mismo.

Y que de cierta manera sé que algo hice en mi pasado que me impidió arreglar a tiempo mi presente o mi futuro.

Nunca creí en los sueños ni en su poder adivinatorio. Eso de que analizas tus sueños y los exprimes para ver que sacas de ellos se me hace una reverenda estupidez además de inútil. Tal vez a cierta gente le resulte el dedicarles atención y tiempo precioso a esos rollos, pero a mí no.

Se me hace ilógico, una visión deseable de un futuro ansiado no lo haces en base a los efectos diversos de una comida grasosa sobre tus complejos cerebrales. No es posible.

Pero soñé algo extraño.

Se me apareció de la nada, de en medio de la oscuridad. Un niño sonriendo. Y en sí eso no debía ser atemorizante. Pero este niño era raro, muy rosado de la piel, con pecas, cabello muy recortado, casi a rape, rubio o güero, como dicen. Traía overol y estaba descalzo. Y se reía y se reía y se reía. ¡Cómo se reía! Como un demente, con una sonrisa extraña fuera de lugar. Ahora, esta descripción no la oí o la vi. La sabía, la conocía, no lo sé.

Yo caminaba dentro de las espinas, arbustos, o nopaleras, y sentía que necesitaba encontrar algo, un objeto, un pedazo de metal. Y escuchaba dentro de mí que una voz me decía:

—¡Búscalo bien, cabrón! ¿Ya lo viste?

Y había una furia en esa voz con mucha dominancia, mucho control, como si fuere una furia de la naturaleza a punto de desencadenarse. Pero que estando tú frente a ella, no quisieras vencerla, claro, eso sería suicida, al contrario, desearías hacer las paces con ella, por no querer provocar nunca su furia.

¿Vencerla? Ni en sueños. Ni en pesadillas.

—¿Ya la viste?

Su grito me pegó en los oídos de mi corazón, que ya cabalgaba sin jinete en carrera veloz hacia un despeñadero. La vieja metáfora resulta cierta, se te quiere salir del pecho. No le basta la caja torácica

—Ya la vi… —dije al aire.

Creí verla, sólo sabía que era de metal y que ahí, entre los arbustos estaba algo que refulgía.

La pequeña y prematura alegría no disminuyó mi ansiedad, ni el galope de mi pobre pulso sistólico.

—¡¿Dónde está?!

Gritó la voz que podría detener en seco al viento si se lo propusiera.

Ya me veía próximo a liberarme de esta tortura, sólo era cuestión de avisarle al dueño de la voz tirana, que sea lo que eso fuese, ya estaba a la vista.

Un sentimiento de heroicidad empezó a posarse sobre mí. Comenzaba a invadirme la certeza de que resolviendo esta situación podría resolver cualquier problema, cualesquiera de los que se me presentaran. Me sentía al borde de la victoria. Me sentí con toda la seguridad de decirlo. Y así lo diría. ¡Chingada madre, lo diría! Con todo el orgullo del mundo.

Señalé hacia el objeto perdido con mi mano. Había ganado.

Mi voz sonó lejana, temblorosa, protegida de emoción por la anticipación:

—Está allá, detrás de los arbustos…

Esperé y esperé por la sonrisa del triunfo compartido, de las palmadas en la espalda que serían colmadas con generosidad. Sí, la pieza estaba ahí, y de que estaba lo estaba, fuere lo que fuere y para lo que pudiese servir.

Estaba listo para el aplauso, las gracias, el gesto de asentimiento, el pulgar al cielo, el símbolo de «okey». La pinche carita feliz como sellito, una maldita abejita trabajadora sonriente en mi frente.

No.

Sólo se escuchó voz contenida, como si a su oscuro dueño le costara un gran esfuerzo no desatar más violencia:

—¡¡CABRÓN!! ¡¡NO SE DICE «ARBUSTOS»!! SE DICE «MONTE», ¡CABRÓN!, ¡«MONTE»! ¡¡¿ENTENDISTE?!!

Me congelé en mi sueño. Me congelé miserablemente en la oscuridad. No pude proferir nada o murmurar siquiera. Ahí me quedé callado en medio de mi sudor. Casi temblando, me sentí pegado al piso, creyendo que nada me movería de ahí jamás. Pude haberme orinado del terror, pero creo que no lo hice sólo porque no había tomado líquido suficiente.

Alguien se movió detrás de mí.

Era el niño. Muchacho. Bestia. Diablo. No lo sé.

Alcancé a mirar sus ojos azules, sus pecas.

El primo Nolo entraba y abría la boca, sonreía y al hacerlo me enseñaba cientos de dientes puntiagudos.

Grité, pero no escuché mi grito.

Desperté con todo el sudor, muy asustado. La noche estaba fresca y el silencio total.

Me salí de mi tienda para ver las estrellas. Estaban, creo, detrás de sus nubes.

Mi corazón me dolía un poco. De tanto latir. Recordé algo.

El brillito. Por ahí debía de andar. Utilicé mi lámpara y «alucé» (como dicen por aquí) por donde recordaba haberlo visto. Lo vi por fin. Estaba cerca. Me agaché con cuidado y lo examiné. Era un viejo cargador de pistola mediano. Oxidado. Algo sucio.

Lo tomé, al mismo tiempo que me empezó a recorrer un escalofrío en mi espalda. Esperando por una voz que cortase el viento como cuchillo y sin reparar en dignidades mal entendidas, me levanté de inmediato de ahí y a toda prisa, pensando en posibles víboras, rogando que no se me aparecieran.

Llegué a mi tiendita, la cerré bien, respiré profundo y busqué distraerme. Cualquier maldita cosa.

Ya no soñé nada. Sólo que de vez en cuando sentía que me caía tierrita sobre la tienda. El techo de las casas de al lado era de lámina corrugada que en teoría no debían tener nada que pudiese precipitarse.

No, no sabría que provocaba eso. Es de esos detalles que mejor prefieres ignorar, como el por qué las puertas se cierran cuando no hay viento, y particularidades similares... ¿para qué pensar en situaciones mínimas que ni daño hacen a final de cuentas?

¿Qué si me subí a ver? ¿En la penumbra? Si algo he sabido de mí es que estoy loco, pero no pendejo.

 

Puta. Por fin amaneció.

Me levanté con las luces del precioso y en sólo-tres-horas-más muy picante sol. Desayuné algo y me hice un rico café calientito.

Salí para ver los alrededores. Nada inusual. Excepto por un letrero oxidado que decía:

«MOJARREÑAS V - IMPORTANTE POLO DE DESARROLLO PARA EL PROGRESO».

Y debajo del letrero había dibujadas unas instalaciones como de fábricas, casas, edificios, caminos y vehículos. No se distinguía mucho, sólo algo así como un pequeño añadido de «BALUARTE PARA EL PROGRESO DE TAMAULIPAS EN EL SIGLO XXI». Y al fondo de todo, el viejo simbolito del átomo con sus fieles electrones fake encadenados a su alrededor por siempre.

Un anuncio viejo y descuidado. Daba mala espina.

¿Cuándo lo habrían puesto? Pensé que era un proyecto reciente, que no podía tener más de cinco años, pero parecía que era un asunto más añejo.

Me quise ir de ahí, pero ya. Tuve una sensación profunda de soledad. Estaba en un lugar que había sido antes signo de civilización mexican style si quieres, pero no había pasado alma ninguna por el viejo camino. Podía ser que eso (mi mente lógica hablaba) se debiera a que este camino no condujera ya hacia ningún lado, lo cual ya en sí era significativo, ni a la autopista ni al nuevo camino. O la ejecución del viejo axioma de que la distancia más cercana entre los dos puntos es la línea recta y esta carretera vieja quedara entonces ipso facto fuera de sentido geométrico terrenal, pero...

Las aguilillas allá arriba se habían desvanecido.

¿Sería ya la hora de hablarle a Karla? No, todavía no era hora. Comencé a caminar rumbo a donde creía que era Santander Jiménez. Una vez más una triste brecha parda extendida como listón arenoso entre lo aripardo del monte. Sí, del MONTE.

 

A veces lo peor eran los vados de los antiguos ríos secos.

Bajar por ellos era fácil. Sólo te dejas caer con cuidado y con visión de qué risco pisas, sólido y fuerte, rocoso, de preferencia, como cabra, ch... pero no te me vayas a tropezar, y listo. Era hasta divertido. Pero subirlos. Uff. Muy cansado.

Cantidad de vados, cantidad de ex arroyos. De buenas no era esta temporada de lluvias, podría ser de huracanes, pero no de lluvias. Si no, ¿qué hubiera hecho?

¿Y a dónde se fue toda el agua que formó los vados de hasta 6 metros de altura? Lo que corría ahora por las formaciones de pequeñas lomitas, montecitos y caminos serpeantes y caprichosos, era sólo aire.

Esas lomitas eran como cerritos en miniatura, esbeltas, coronadas por hierba, llenas de cicatrices, y sobre todo cubiertas de grietas mínimas como si fueran rompecabezas de envolturas terrestres polvorientas en los bordes, rotas con precisión, formadas unas contra otras por algún lodo ya desaparecido creado por las lluvias de antaño y de hoy, esperando a ser unidas bajo un sol que espera los años de las lluvias por siempre.

A mí no me engañan: ¡Aquí anduvo El Llanero Solitario!

Sonreí al dejar desbocar mi sucesión de ideas. Paisaje extraño, el de las inmediaciones de los arroyos secos, No era difícil imaginarse el agual que conducían antaño por aquí, y cómo modeló con fuerza la arcilla viva de esta área. Año con año, tras miles de ídems.

 Quizás antes todo era verde, un pastizal que debido a los cambios globales de clima cambió a ese tono pardo familiar y aburrido. Y ya entrados en tema, no olvidar jamás, que todo esto, era mar.

Hay que chingarse.

Mar. Agua. Lomitas. Llanero Solitario. Nikopol. Suena bien.

Me daban ganas de fotografiar todo el panorama, pero al mismo instante de pensar eso me dio un escalofrío.

¿Qué nunca iba a tomar de nuevo la cámara? ¿Ya nunca iba a grabar nada? Si no lo llegase a hacer, ¿a qué me dedicaría si era todo lo que sabía?

Pensé en el primo Pepe y en la otra recientemente descubierta rama familiar representada por el muy siempre especial primo Nolo. Gente que pertenece a estos lugares, y que al parecer jamás se irá de aquí.

Ni era yo antropólogo, sociólogo o algo que se le parezca, lo que se les ocurra. No conozco de trabajos que registren o den fe de esta gente, o que viva en esta zona, lejos de la COMPENSAN[1], lejos de los tecnócratas, lejos de todo lo que forma y controla o desea controlar nuestras vidas.

La zona no era desolada. Ni me asaltaban pensamientos de que Dios, el que fuese, el indostano, el védico, el estadiostico o el cristiano, se hubiese alejado de aquí y que esa pudiese ser la única causa de que la zona estuviese abandonada.

Más bien, según los indicios, pudo ser la resonancia de lo que causó la perdición de los mismos mayas, la de los egipcios y la de los reinos africanos dorados juntos, es decir, la lotería del clima en los movimientos periódicos de los tiempos y que junto con la implacable procesión de los equinoccios conformaban las pequeñas briznas de aire en el gran esquema de los vientos que forman las secuencias escalonadas y que están firmemente entrelazadas de ese mecanismo metacelestial llamado el Ritmo Secreto de las Cosas. El que hace y deshace en sus manos los destinos de los pueblos que se creen dueños inocentemente de su propio y redundante “destino”. Algo como el hubris, pues.

Grandes ritmos que se encuentran y desencuentran desde que cientos de pequeños copos de nieve se convirtieron en glaciares para volverse de nuevo en el transcurso de cientos de miles de años, en copos de nieve reciclados, y que a final de cuentas a Nolo, y a Pepe, que era más viejo y más respetado, por supuesto, todo lo anterior les importaba un rábano.

Y eso era pensado en la bajada del vado solamente, la subida, como decía, era otra cosa, y ahí iba con toda la carga en la mochila un paso tras otro casi en vertical desde algún punto de apoyo hasta llegar a seguir al camino de nuevo. El problema era que había muchos vados y eso era lo pesado. Pero a todo se acostumbra uno.

Después del último, otra brecha y otro camino medio pavimentado aparecieron como por arte de magia, en una bifurcación.

Examiné ambos caminos. Por un lado, había en el suelo polvoso una serie de rodadas, que bien podrían ser de ayer o de antier, pero que me parecían nuevas.

Me acerqué a verlas mejor. Hechas por llantas de todos tipos y tamaños. Por lo tanto, pensé en varias explicaciones: que eran recientes, que venían todas juntas al mismo tiempo en grupos compactos, que tal vez iban de pesca o de cacería o de excursión, algo común por aquí.

Empecé a caminar y al llegar al punto donde terminaba lo medio pavimentado y empezaba la brecha polvorosa típica, tomé esta última. A doscientos metros de distancia había un letrero que decía: «Campamento de Sanación Santa Rita, 30 km – Santander Jiménez 40 km». Había la palabra «Santa» agregada por encima antes de Santander. Lo habían hecho de manera torpe. La decisión estaba ahí: o iba al Campamento de Sanación, o iba a donde los vehículos todo terreno.

Tal vez sufrir. Tal vez gozar.

 

 

 

 

*

 

Nunca supiste

cuando tomar

tu izquierda, tu derecha

el camino a tu muerte

más rápida       o       más lenta

que te llevan siempre al mismo destino,

a tu mismo fin...



[1] La COMPENSAN es el organismo que… para enterarse, ver Technotitlan Año Cero, del mismo autor.

jueves, noviembre 17, 2022

Novela completa Sangre de Neón, Parte 1, Cap 1 de 39 - Caminando (Derechos Reservados, Luis Eduardo García)

 


AQUÍ NIKOPOL.

Cuando ya llevas tiempo caminando sólo puedes pensar. No hay opción, no te queda mucho más que hacer.

Siguiente curva, siguiente poste, siguiente aguililla negra recortada en el cielo. Ésta era la última del relevo, preciosa, por cierto. Volaba alto de manera elegante, precisa además de preciosa.

Cortando en lo celeste de forma clara y contundente.

Me seguía desde hacía dos kilómetros. Su nido no estaría lejos. Ni para qué gritarle. No me haría caso, creo. Su volar era magnífico, todo su cielo azul para ella sola. Quizá no se aburriría como yo que veía un día más ante mí, igual que el de ayer, probablemente igual al de mañana.

Un panorama de lo ma-a-a-a-a-ás estimulante, lo juro.

Me sentía cansado, sin foco en mis pensamientos. Todo por la inercia maldita que desde hacía más de cien kilómetros, uno por uno, me aconsejaba de mala manera que dejara todo por la paz, que no pensara, que no tenía caso.

Era mejor no pensar.

Pero al mismo tiempo una de las voces en mi cabecita me decía que ya era mucho, que ya estaba llegando al momento de reavivar la conciencia, porque, concluía ella (es muy lista) que mientras más días estuviese así, más tardaría en despertar.

Círculo vicioso, ¿me explico?

Por eso hice el esfuerzo supremo de gritar: «¡basta!».

Pues, entonces...

¡BASTA!

Ya fue mucho rumiar. Ya fue mucho purificarme.

—Karla, ¿estás ahí?

Un juego mío entre ella y yo...

—Sí, Niko, ¿cómo estás? ¿Cómo amaneciste?

Y Karla sabía de alguna manera como buena agente de software que debía contestar de manera casual. Era obvio para mí que Karla siempre estaría ahí. Mientras tuviera conexión a los satélites en línea, quiero decir.

Ella aliviaba mi soledad. Mi soledad que siempre quise pero que nunca me atreví abrazar y que ya cuando la tuve conmigo ya no me pareció tan atractiva.

—¿Cómo va todo, Karla?

Seguía el juego, muy correcta. Karla tenía instrucciones temporales de no darme mucha información y de contestar en ocasiones de manera vaga e incierta. Después de una pausa, mi agente me contestó:

—Supongo que bien.

—¿Alguna novedad?

—No, nada de momento, ¿y tú? ¿Mucho calor?

—Sí, algo, te veo luego, Karla…

—Adiós.

Karla se quedó en silencio y me enjugué el sudor. Vi un árbol grande como a cuarenta metros y decidí parar y tomar agua.

La aguililla subía y bajaba de manera lenta y, sí, me quedó claro que me ignoraba.

Había empezado hacía más de dos semanas y ya llevaba avanzado un muy buen trecho. En cada poblado me encontraba gente que me proporcionaba agua para mis cantimploras. Buena gente ella, ¿a quién se le puede negar una poca de agua?

Me preguntaban que a dónde iba, que de dónde venía. Yo no les contestaba más que con vaguedades, ¿para qué explicar mucho? Cuando pasaba por lugares donde había niños estos me veían con curiosidad. Me miraban la ropa, pensaban que era cazador o algo así.

Sería, creo, por mi atuendo ancho con mangas largas. Oscuro, de influencia árabe evidente. Llevaba un back pack, una mochila con crema bloqueadora, alimentos secos, botiquín mínimo, más ropa, botas resistentes, sombrero tipo australiano con goggles preparados para la diadema de interfase para comunicarme con Karla. Muy Mad Max. La tercera, más bien. La del Thunderdome.

Me veían como aparecido. Tal vez los asombraba mi rostro ex rosa y ahora pielrojoide por estar ya medio requemado por el sol después de caminar por doce horas alternado por descansos de otras doce, dependiendo de a dónde llegaba, a paso tranquilo por caminos, brechas, bosques, terrenos arenosos, fondos de ríos secos quebrados en miles de fragmentos rocosos que formaban multirompecabezas pardos planos de tres dimensiones, matorrales, nopaleras, en medio de huizaches, y sobre todo, mezquites.

En ocasiones me detenía a probar las semillitas moradas de los mezquites bajo sus ramas raquíticas... lo más comestible que se podría dar de manera natural en estas yermas regiones. Pero eran áridas de verdad, secas-secas-secas.

 De vez en vez también me detenía a mirar una excepcional puesta de sol llena de nubes, donde éstas rompían como olas, una contra otra de manera tumultuaria quedando en colores anaranjados, y que se metían luego a regañadientes detrás de las lejanas lomas, lo que permitía que se vieran perfectos rayos solares transformados como reflectores creando un bello material para fotografías de calendarios de tortillerías para cocina o al menos de revistas de geografía desértica.

Sí, entre otras cosas soy un cursi consuetudinario.

Y en otros momentos me asomaba al cielo y no veía nada, ninguna nube. Todo aquello era de un azul inmaculado que podía hipnotizar, agradable de ver, pero que por mi parte yo evitaba fijar la mirada en las profundidades celestiales en ciertos momentos ya que me aterraba que se me empezaran a agolpar frente a mis ojos unas manchas sombrías sin forma que bailaban un oscuro ballet, sin explicación aparente... bueno, un oftalmólogo sí podría explicarlo. Y me diría tal vez que todo era producto de un astigmatismo progresivo. O alguna catarata en ciernes.

Otras manchas que se me aparecían en condiciones similares y que me causaban escalofríos el verlas ya que siempre se aparecían hacia donde enfocara la vista, eran pequeñísimos corpúsculos como globos o burbujas dentro del ojo mismo y que según esto no era porque comenzara a deteriorarse. Puras causas naturales. De cualquier manera eso sí me daba miedo.

Había perdido la visión de mi ojo izquierdo y me habían implantado un retinal enhancer, o ampliador de visión de retina, pero no me lo mejoró mucho.

Y las burbujitas seguían.

A una persona con cierto grado de hipocondría le hubiera causado una gran preocupación, pero desde la confirmación de lo que eran los pequeños corpúsculos oculares flotantes ya no pasaban estos de ser una molestia casual y pasajera.

En otras ocasiones veía las nubes y las comparaba con la imagen infantil de ser como cubos de hielo en un gran vaso de agua. Estas nubes perfectamente definidas con circunvalaciones cerradas, fijas, finas y firmes como anunciando que formaban parte de un gran cerebro nuboso que estaría indiferente a nuestros pesares.

Le hubiera pedido la lluvia, pero de pequeño también me había dado cuenta de esa incierta desconexión que ocurría entre hacer peticiones y del sucedido de que éstas se cumpliesen. De cualquier manera algunas veces había pedido y se me había concedido, tal vez por gracia de ese gran cerebro nuboso, o bien pudo ser hasta que el mismo Dios en esa ocasión se le dio la gana cumplirme.

O también fue mi primer encuentro con la Gran Central de las Coincidencias. La que, como todo mundo sabe, está localizada en el cielo.

No, no sentía que yo controlara las coincidencias, sino que por un buen tiempo yo sentía que tenía el raro, de seguro raro, poder de anticiparlas.

Y ese conocimiento no lo compartía con nadie. Era mi poder secreto. No me sirvió de mucho en mi educación, pero me hizo sentir especial y privilegiado.

Pensé que llovería. Algo me hizo pensarlo, de seguro el aroma, delicioso, de la tierra mojada que me llegaba por el viento a muchos kilómetros a lo lejos. Pero no, ese día no llegó la lluvia, ni los subsiguientes. Se me ocurrió pensar que perdí mi poder. Quizá me dejó con la adolescencia y no me había percatado de ello.

Las cercas de madera se sucedían una tras otra. Las postas de madera eran diferentes, unidas, eso sí, con diferentes tipos de alambradas de púas. Algo me llamaba la atención de esas púas. El diferente grado de óxido de entre una serie de alambre, y de las mismas púas me daban una idea aproximada de la edad de los terrenos.

Me acerqué a una de ellas.

—Hola, óxido tetánico, ¿cómo estás? Tanto tiempo... —le susurré.

Mi coeficiente natural de divagación estaba trabajando al full. Las púas me hacían saltar de concepto en concepto. De alambradas llegué al concepto de propiedad, luego al concepto de los planos, luego al de las distancias, luego en el de las escalas humanas. Finalmente pensé en los dueños. ¿Quiénes serían?

Hice una pausa y miré hacia mi derecha hacia el camino desde el que venía, miré después en la línea contraria al camino hacia donde iba. Me pareció igual, el uno del otro. De no ser por el sol, no sabría cuál era cual.

De haber estado la aguililla cerca me hubiera escuchado.

—Pues... ¿qué chingados estoy haciendo aquí?

Y no era la primera vez que me lo preguntaba.

Llegué al pueblito. ¿O cómo debía de llamarlo? ¿Poblado? ¿Ranchería? Éste se llamaba Nuevo Padilla. Si este era el nuevo, no querría ver al viejo.

Nombre atractivo. Ajá.

Calles sin pavimentar congeladas en algún tiempo, casas cuadradas de colores pasteles llenas de cicatrices por la pintura descarapelada, eso y las balas viejas, fragmentos de yeso caídos, y los de las balas viejas también, panorama genial para los nostálgicos en viajes sentimentales, ¿cómo le ganas a un lugar que está idéntico a cuando lo abandonaste veinticinco años antes?

A la distancia vi a un señor con sombrero que a su vez me miró. No quise confrontarlo ojo a ojo. No pasaba nada, era la novedad de siempre. Por las ventanas debería de haber gente. Me preguntaba en cuanto tiempo me integraría a su paisaje para ya pasar desapercibido. Esperar el momento en ser asimilado.

Integrado. Lo que siempre había querido ser.

La tiendita de abarrotes salió de la nada. Parecía correcta para estos lares. ¿Qué más se me podría ocurrir pensar? Entré con cierta timidez. Fijé mi mirada con estudiada indiferencia para examinar el piso polvoso, de madera.

No había nadie en el primer vistazo. Miré a mi alrededor mientras inspiraba de lleno. Olía a semillas, a café, a viejo. Había una gran cantidad de alimentos organizados de manera aparentemente desorganizada.

Como siempre, empecé a buscar el orden oculto. Las diferentes semillas estaban guardadas en diversos recipientes, arroz, frijoles en sus varios tipos. Había hierbas también acomodadas, ninguna de las cuales tenía nombre, como si todo el mundo las conociera de toda la vida.

Completaban el cuadro otros implementos: tanques de gas, lámparas, carretillas, herramientas simples, baterías; escondidos más allá, objetos para pescar pero no de mucha variedad, me temo.

El techo era de madera, algunas vigas más oscuras que otras y de ellas colgaban diversos objetos, incluso se veía una que otra telaraña. Este era alto y provocaba un fresco agradable. Al fondo vi un gran cartel que parecía que se mataba por decir que anunciaba un gran café soluble; al lado permanecía un calendario ya medio desvaído por los fragores de las mil batallas del gran año 1999, que de tan bueno le salió que aquí seguía, incólume, y seguiría usándose como en aquellos días marcando aquellos meses finiseculares por siempre.

Colgando de las vigas había lámparas de petróleo y muchos más recipientes de uso desconocido.

En uno de los mostradores había dos básculas, una moderna y la otra antigua, ésta última con pesas oxidadas y oscuras, manchadas.

Finalmente vi unos botes con dulces, caramelos diversos pero unos en particular contenían mentas de esas rojas con blanco o blancas con rojo, que aparentaban estar deliciosas.

 —Buenas, ¿qué se le ofrece?

Me sobresalté por un segundo, pero en menos de un parpadeo recobré mi postura inicial.

—Buenas —dije a la usanza—. ¿Tiene pan de caja? Busco eso y otras cosas...

—Claro, ¿cuál marca? ¿Bimbo?

—De la que sea... —dije, con cierto desgano.

Puso encima el pan del mostrador. El primero que agarró.

—Aquí está, ¿qué más?

Le dije que buscaba galletas y alimentos similares para comer en el camino. También le pedí algunas carnes frías para guardar en el mínimo refrigerador de mi mochila.

Ya que me hubo atendido, le pedí también un refresco frío. Me lo dio y se puso a barrer el piso con energía.

Sintiendo resbalar todavía el frío líquido en mi garganta, le pregunté:

—¿Falta mucho para Ciudad Victoria?

Me observó con cierta incredulidad.

—Si va para Victoria ninguno de estos caminos le llevará para allá —apuntó al sur—. Victoria queda hacia el otro lado, este camino lleva a San Fernando...

—Bueno, en realidad no voy para Victoria… —le acepté.

—¿Para dónde va? ¿En qué viene?

—Voy para San Fernando, y vengo caminando —no tenía caso decirle más.

—¿Caminando? ¿No era más fácil en el bus? ¿O se le descompuso el mueble?

Sonreí, siempre que alguien en esta zona le decía «mueble» a un vehículo me hacía gracia.

Negué suavemente.

—Este… no… vengo caminando. Soy como explorador —otra vez la verdad incompleta.

El tendero aparentaba como cincuenta años y traía un bigote abultado entrecano que se juntaba con la patilla. Tenía una piel rosada como de demasiado-sol-toda-la-vida, piel casi roja en el pecho que se dejaba entrever su camisa de a cuadros de manga larga y su paliacate de adornos con tonos rojos y amarillos-dorados que traía alrededor de su cuello. Una barriga prominente le hacía juego a su probable arteriosclerosis llena de carnitas de cada tercer día.

—Sí —asintió—, por aquí llegan muchos exploradores en todo tipo de vehículos, pero pocos a pie. Los que llegan a pie me dan la impresión de que están perdidos… Oiga, primo, ¿y qué exploran, eh? ¿Qué tanto hacen…?

Una vez más la vaguedad habló por mí:

—Pues sólo eso, caminos, rutas de turismo extremo, brechas, por ahí y por allá, el contacto con el campo, ver paisajes...

La respuesta estándar número cuarenta y tres pareció convencerlo.

—Muy bien... y oiga, dígame, ¿desde dónde camina? Porque lo veo muy asoleado, primo, ¿y vestido además así, como anda usted? ¿No le da calor?

Curioso el señor.

Miré mi indumentaria tipo africana-morisca. Negué con la cabeza.

—Pues fíjese que no, es más o menos fresca, aparte me sirve para no deshidratarme…

Asintió.

—Eso creí. Además sí he visto a muchos que se visten así, usted está decente en comparación. ¿No se los ha encontrado? Van a una celebración no sé qué allá cerca, por los cerros —señaló un rumbo—. Y siempre llegan aquí algunos, de hecho ya han estado viniendo… como que empiezan por estas fechas cada año…

Puse atención.

—¿Sí? ¿Quiénes vienen?

Rio ahora.

—Pura gente rara —su voz sonaba divertida—. De las ciudades...

—¿Para qué vienen? ¿A dónde van?

—La verdad no sé, no estoy enterado. Ellos no dicen nada, sólo se miran entre ellos cuando les pregunto. Usted es el primero que viene solo. Por eso se lo comenté. Entonces, ¿usted no es de ellos?

Tuve que inventar algo:

—Sí soy, pero de otro grupo, y sí tiene razón, me extravié un poco, pero usted sabe, a veces nos cuesta aceptar que la regamos…

—Ni se preocupe. A todos nos pasa…

Siguió barriendo y de súbito me preguntó cómo acordándose:

—¿O va con los enfermos?

—¿Los enfermos?

—Sí, los de Santander… Allá se juntan, ¿verdad?

—¿En Santander?

—Sí, ahí, o como le dicen ahora: Santa Santander Jiménez. Tamaulipas.

—Sí, así es, un pueblito… —debía de ser.

—Sí, pero ha crecido algo... No que en Padilla, aquí no ocurre nada. Nada se mueve aquí. Antes sí, hace años. Pero ahora no. Ahora sólo somos pura pasada hacia otras partes… Pero bueno, desde que era chico así ocurrían las cosas. Excepto por aquellos años… usted sabe… pero ahora aquí sólo se mueve el aire, el tiempo y la gente. Lo demás se queda igual. Sólo nos quedamos los que le tenemos el gusto al poblado. A su historia… Porque déjeme le digo, no sé si sepa, que Padilla ya fue famoso. Por aquí cerca agarraron a Iturbide, primer gobernante del México independiente... emperador y todo... y, bueno, nada más estuvo pocos días, creo, lo fusilaron llegando, al pobre...

Pos pobre.

—Sí, algo leí. Malas relaciones públicas de doscientos años atrás. Pero ahora ya querían hacerle un monumento importante, o algo así… ¿no? Con eso de que Agustín de Iturbide ya fue rehabilitado en la historia nacional…

—Sí —me respondió sin otorgar demasiada atención en lo que dije—, con eso ya empezamos a figurar, a ser importantes... y con el paso del tiempo a lo mejor algún día salgamos en las noticias, ¿qué no?

—Todo puede suceder…

—Sí... en la que seamos centro de algo importante... Esta ciudad se merece mucho…

Pensé para mis adentros que hay personas que sí tienen muy en alto su autoestima, la verdad.

—Pero le decía que por aquí pasaban cuando era niño los pastores de cabras, luego de ganado más mayor, vacas, vaquillas, toros cebúes… caballos casi no... Pero luego llegó la gente. Primero los pasaporteados que iban pa’l otro lado... Mucha gente jodida. Mucho pelado mañoso… Y pos, con esa gente, hay que chingarse... ya sabe…

—Los de siempre, así es... —A mí me decían el empático.

—Nunca falta gente así, usted sabe… Pos los jodidos ya llevaban sus cargas, pues. Y de pronto la situación se ponía muy pesada para nosotros, aquí… Llegaban los federales, el ejército, los judiciales, y si había empezado quedito… así estaba… pero de la noche a la mañana de estar ocultos, escondidos todos, y un día después de combate y demás… salieron a la calle, como si nada... desde la capital les dijeron que ya no había necesidad de esconderse por las brechas, que todo era permitido y todo mundo feliz… Pero no duró mucho el gusto. Se notó de inmediato que la lana empezó a acabarse y que los muchachos ya no mandaban nada de ninguna parte… Y pos cómo no, si las cargas ya no valían tanto y ya se podían conseguir de todo casi en cualquier farmacia... Los que se dieron cuenta rápido vieron cómo moverse y agarraron sus chivas y se largaron esos mismos días, algunos se fueron a Tampico, otros a Matamoros y unos más a Reynosa…

Hizo una pausa.

—Mi familia y mis hijos también se fueron, a Nuevo Laredo, a buscar a unos parientes. Y yo me quedé solo. —Juraría que vi cómo le brillaron los ojos—. Alguien tenía que cuidar la tienda, me la había dejado mi papá, que se vino de Peña Blanca, allá por la carretera vieja que va de Monterrey a Reynosa, donde él tenía una carnicería… Y pues no iba a dejar que esto se pudriera sólo. Yo que mantuve a cuatro, no pude conseguir que todos ellos me mantuvieran... y no es que sea viejo, pero a uno le pesan los años, no crea, en cualquier momento me puedo enfermar, ya me dijeron que tengo principios de diabetis, y con eso hay que chingarse...

Se sonó la nariz. Para algunos de ellos es muy natural hacerlo sin nada más que sus manos, pero para mí no mucho. Linda gente. Y lo digo sin señal de condescendencia o sarcasmo, linda gente de verdad.

—Pero le decía... sí, la paz se hizo de nuevo. Una paz muy tranquila, demasiada, diríamos nosotros aquí. Fue como la muerte. Esa que dicen que la llevaban estos burreros en las cargas, pero que nosotros, la verdad, no veíamos mucho…

Sonrió. Me intrigó un poco.

—Lo curioso es que, a veces pienso que no todo se olvidó. Aún quedan quienes se quedaron como encendidos de aquella vida…

—¿Cómo encendidos?

—Que hay odios que nunca se acaban. Y antes pues... era natural. Lo que sí nos causa, ¿cómo se puede decir? ¿Extrañamiento? es que se siguen esperando algunos para matarse. Ya pa´qué, digo... Pero son las herencias de aquellos tiempos. Eran hombres de verdad, los de aquellos tiempos... Hay que chingarse…

Pues sí, no lo dudé. Había que chingarse.

En eso llegó una persona, también con paliacate y sombrero.

—¿Cómo estás, Pepe?

El aludido no dio muestra de sorpresa de la llegada, como si fuera cosa de todos los días siguió como si nadie hubiera llegado y sin mirar dijo:

—Pues aquí en la barrida, Nolo. Si no lo hago yo, ¿quién más chingados lo hace?

—Eso sí. ¿Tienes café?

Nolo era algo alto, blanco, muy blanco, ojos claros con mirada juguetona, con pecas, dientes saltones, sonrisa malandrina inamovible, como si supiera algo gracioso de ti y que, dalo por hecho, jamás te lo diría, aunque su misma vida estuviese de por medio. O la tuya.

—¿De cuál quieres?

—Del descafeinado... es que no he dormido bien…

Hablaba como queriendo tartamudear, sin lograrlo. Difícil de entender. Y ahí estaba la sonrisilla.

—Ya estás…

 Dejé de poner atención a la escena y seguí con mi refresco. Pensé en lo que me había dicho Pepe.

No había sabido de gente rara por estos rumbos, y menos me había cruzado con ellos. A menos que la columna de polvo que vi el otro día no significara el típico camión torton que tendría unas ganas enormes de llegar a su destino a toda velocidad.

Ahora que lo pensaba, se me hizo rara tal velocidad. Siempre había pensado que esa necesidad de rapidez en hacer las cosas estaba relacionada más bien con las áreas urbanas. Que las prisas en general disminuyen conforme más te adentras a las zonas rurales. Que el concepto del tiempo se alarga o se establece en circunstancias del sol que se mueve, de las fases de la luna y de estaciones lluviosas o no, o hasta de temporadas de cosechas, cosas así.

O en el aspecto de que hay sandías o no hay sandías.

La modernidad todavía no llegaba a estos lugares. Ni llegaría por un buen rato, tampoco había prisa.

Pensé en Pepe, hombre sencillo, que mantenía un negocio en donde no existía el concepto de «prosperidad» como concepto apegado a «progreso».

Me alejé un poco de la puerta para ver de frente a la tienda. Tenía en su pasillo fresco o «porche», dos sillas mecedoras para estar ahí vigilando mientras el viento lleno de avaricia no avanzase por otras partes. Su generosidad eólica era debatible.

Esta tienda se llamaba «La Favorita» y de perdido estaba desde el año de 1999, o años y años atrás, como dijo Pepe.

Desde que salí de Monterrey no me había puesto a pensar en mi situación, sólo sentía que debía caminar y caminar hacia Santander Jiménez. Hasta ahora era la primera noticia que tenía de que la habían elevado a Santa.

Al pensar en eso me invadió la cuestión de qué haría si llegara a ese lugar, en si podría encontrarme a mí mismo, o nada más sólo daría la media vuelta de inmediato. Como si todo hubiera sido una puntada, un arranque, una manera de aceptar que necesitaba desintoxicarme a como diera lugar, y que no había más manera de hacerlo más que a través del impulso... de moverme, de volver a sentirme ser yo.

Claro, un «yo» que jamás estuvo cerca de mi realidad, más que de mi pensamiento. Un «yo» libre de la maldad de mi mundo, libre del dolor infligido.

Sabía también que una caminata por sí sola, como ésta, tan disparatada, no venía a resolver nada. Sabía que no era redescubrir a Dios. Yo estaba contento con la estadiostica. Me fortalecía el hecho de que sus sagradas escrituras eran las distribuciones matemáticas. Que el lenguaje de Dios fuera transmitido en forma de cifras, fórmulas, ecuaciones como conjuros misteriosos y mágicos, místicas y al mismo tiempo claras, evidentes, tan básicos como axiomas.

La vertical es la vertical y la horizontal es la horizontal. Siempre lo fueron, lo son y lo serán en todo el universo y por toda la eternidad y no hay más, ¿verdad?

A pesar de ello en ocasiones no encontraba respuesta al porqué caminar tantos días.

De momento todo se me hacía una reverenda pendejada que había cometido en un momento de locura, o estando borracho. Claro, cometí cosas peores estando borracho, o eso me dijeron, al menos. Pero creo que nada se le comparaba a este proyecto de caminar y caminar.

Eso sí, el aire fresco me estaba haciendo bien. Dentro de lo cansado que estaba me sentía fuerte. Y el sol, ¡que maravillosa estrella tenemos! Tan preciso lugar para crearnos, aquí en esta Tierra torturada.

Dejando de lado la mala poesía, entendí que si me descuidaba, sería perforado por sus rayos ultravioleta junto con trillones de neutrinos campechanos de color verde a remolque cuales rémoras cósmicas.

Pepe seguía platicando con Nolo. Mientras, repasé las casas que colgaban de la calle principal del pueblo. Todas sencillas y austeras, como había de esperarse.

Pensé en la gente esa mencionada, que vestía raro. Me llamaba la atención que por este preciso punto, en el que el común denominador de la vida diaria es que no pase nada digno de registrar, de la noche a la mañana lograse algo notable de figurar en la desviación estándar en forma de gente extravagante, marcando un contraste con los personajes de este lugar gris y primitivista. Raro.

Lo de los enfermos sí lo entendía. Van para allá a curarse según las expectativas. El rumor de los tratamientos médicos alternativos de la zona y su efectividad estaba creciendo días sí y días también. Pensé en la manera en cómo la gente se entera de que existen ciertos lugares que son considerados si no mágicos, por lo menos especiales, y en que de dónde proviene el valor para viajar a lugares lejanos de los que no saben que esperar. La fe, supongo.

Y es que la enfermedad es cabrona.

Me estaba ya acostumbrando a la idea de ir ahí. Aún y que me descubriera con la idea de nada más llegar y volver de inmediato.

Es un mundo interesante el de los enfermos, con el perdón de ellos, claro.

 Salud, ¿cómo podía ser? Existen más de cuatro mil enfermedades posibles de origen genético que podríamos padecer. ¡Cuatro mil! ¿Salud? Vulnerabilidad extrema de nosotros pobres criaturas de Dios.

No somos más que gelatinas corporales. Gelatinas en bolsa de piel que se tratan de convencer que piensan y que por decirlo luego existen.

Que van, votan, matan y comen helado napolitano.

Cuando hay.

Enfermos tocados por el lado oscuro de la estadiostica y que cayeron por el lado equivocado de la suerte. Del lado equivocado de la curva normal, de la de Poisson. Tan sencillo como eso.

Todos somos o estamos, finalmente reducidos a cifras.

Fríamente. Handicap más. Handicap menos.

Y Pepe seguía con el amigo Nolo.

Me pregunté acerca de la razón de porqué Nolo no se iba de este pueblito-pozo del mundo... ¿o sólo fuera que el lugar se ponía a toda madre de noche y no me he enterado ni me enteraré?

Tal vez no fuera tanto un pueblito-pozo.

Y en eso estaba y que me habla el susodicho:

—¿Usted es de esos? ¿O de cuáles?

—¿De quiénes cuáles? Digo, para poder escoger…

—De los visitantes, de los que van al festejo o como se llame, o del grupo de los enfermos…

—¿Qué parezco? ¿Enfermo, o uno de los que van a los festejos?

El amigo Nolo me miró con suspicacia malandrina. Con su sonrisilla. Dijo:

— Pues con todo el respeto, primo, tiene cara de que usted fue a un festejo y que luego se enfermó...

Lo repasé con ese tipo de mirada que le reservas a la gente que no entiendes.

—¿Terminó, primo?

Pepe desde detrás queriendo aliviar la situación. Cosa que logró, y bien, digo, ¿qué caso tenía llevarme mal con este güey? Lo dejé para después, total, sólo fue una madreadilla de cuates sin serlo.

Sin embargo, ahí estaba la decisión también: ¿Para dónde iría ahora?

—¿Y ya va a seguirle? ¿Para dónde va ahora?

Pepe me miró solicito.

—En eso mismo estoy pensando…

—¿Va a Santander o a Victoria? ¿Va de caza o de pesca?

—Ninguna u otra, no lo sé…

—Pues Jiménez queda para aquél rumbo como a cincuenta kilómetros y Victoria para el sur como a sesenta… La presa casi está enfrente…

Me caía bien el buen Pepe. A su manera me estaba sopeando y pues le confirmé:

—Sí, voy para allá… —apunté vagamente hacia el este.

—¿Por la carretera? Se va a desviar mucho...

—No, me voy a ir por las brechas…

—¿Las conoce?

—Tengo la idea, ya me explicaron…

—Pues tenga cuidado ¿eh?

—¿Por qué?

—Usted tenga cuidado...

Pepe se sonrió.

El primo Nolo, mientras estuve ahí, jamás cambió el gesto.

Con su sonrisilla.

 

*

 

polvos de madera

que guardan

risas

secretas

 

sueños de dolor

que siempre pintaron

de negro

las ilusiones

todas…