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martes, julio 14, 2009

En la secundaria

DESGRACIADAMENTE PARA CIERTA GENTE ESTE ARTICULO NO TRAE NINGÚN VIDEO DE NADIE "EN SECUNDARIA HACIENDO EL AMOR", TRAE UNA DESCRIPCIÓN DE LOS TIEMPOS QUE CORREN EN NUESTRAS ESCUELAS... LEÁNLO MÍNIMO... ¿OK?

(Escrito en 2006 y publicado en otro blog)

I.

¿Después que el político haya ganado, se acordará de empezar a tratar de resolver todos los problemas que urgen, o perderá el tiempo al descargar su furia contra los demás partidos que perdieron?

Por circunstancias, como todo en la vida si es que te pones a pensar, fui a dar una conferencia en una secundaria específica. Secundaria de gobierno, no recuerdo si programa general o estatal o federal, ignoro eso. Muchos salones. Muchos alumnos. Jóvenes con uniformes de deportes, sudados, otros con uniformes de esos color caqui, con corbata incluso.

Cabellos peinados en forma de picos. Estaturas de más de 1.70m. No se diga que los mexicanos se están quedando chaparros en lo que a nuevas generaciones se refiere.

Me encontraba afuera, esperando a la directora. De repente la vi, hablaba con una señora. Traía una bolsa. No sabía si estaba a punto de irse o si estaba llegando. Unos dos muchachitos estaban en una salita. Una parejita. Se veían nerviosos e incómodos. Como si hubieran preferido estar en cualquier otra parte excepto ahí. Dos maestras estaban frente a ellos. Una de ellas dijo en voz alta.

—¿Porqué lo acariciabas?

La niña respondió:

—No lo estaba haciendo, le estaba pegando una cachetada...

Intervino la otra maestra:

—¿Así se llevan? ¿A golpes?

—No hacíamos nada...

Pasaron más preguntas, y al final el castigo:

—No quiero nada de eso en la escuela. Para el lunes, si quieren presentar exámenes tú —se dirigió a la chiquilla— te me pintas el pelo de color natural, te quitas ese tinte rojo. Y tú —se dirigió al chico—, te me cortas el pelo. No quiero volver a verlos así... ¡Ya me oyeron!

Pensándolo bien, una de las dos maestras no era más que la directora de la secundaria.

Me presenté con ella, mujer ya de más de cincuenta años, de carácter firme y podría afirmar duro, estricto, me presentó al subdirector, hombre moreno, también de la misma edad que la directora.

Me había presentado dos días antes. Casi ni me invitó a sentarme. Sería por desconfianza. Pero a final de cuentas lo hizo y ya se portó conmigo con amabilidad.

Frente al subdirector, dijo:

— El señor viene a dar una conferencia, ¿qué grupos están disponibles?

El subdirector le respondió cuales.

— Llévelos al audiovisual.

Así de sencillo.

Y allí fuimos a los diez minutos. El subdirector me preguntó mi nombre, el tema de la conferencia y cuanto tiempo iba a llevarme. Lo anotó todo. Incluso tuve tiempo para comentarle que tenía una tecniquilla, de cierto éxito, para evitar distracciones serias, les diría que si los muchachos llegaban a distraerse hasta un punto tendría que empezar la conferencia de nuevo porque yo padecía de un mal de memoria que me obligaba a repetir toda la disertación entera. Eso causaba, al menos en alumnos de preparatoria y universidad una relativa preocupación.

Ya había dado conferencias en ciertos niveles, prepas, universidades, egresados y a edades de alrededor de doce en delante, audiencia en general, incluso a incubadores de empresas y así, el asunto de una conferencia es sólo ajustarla, modular la voz, dar ejemplos claros, exacerbar el lenguaje corporal y detalles similares, nada nuevo, nada complicado, así. Esta era una conferencia más.

Los primeros minutos me desengañaron. Eran más de 160 alumnos. Puede que hayan sido hasta 200. Y sólo un maestro estaba para controlar. Sólo él y yo. El subdirector, después de que me presentó, se retiró de inmediato.

Miré frente a mí. Había puros jovencitos y jovencitas. Sus ojos tenían un grado de expectación y suspicacia. Siempre hay una situación en la que el público que está ante un orador está consciente de cada uno de los movimientos del orador. Y estás ahí mirándolos, midiéndolos, pensando que tipo de audiencia serán, en que tipo de público se convertirán, si en colaborador, si en participante o si definitivamente estarán en contra.

Hay un momento de comunión entre audiencia y orador. Nos vemos de frente, ellos están como en la ansiedad, y uno también, por supuesto.

Pero aquí no fue así. De inmediato traté de ser coparticipe, traté de hacerlos responder preguntas sencillas, de donde eran, de que edad, cuales eran sus pensamientos en general. Quería que fueran una audiencia en la espera de participar y externar sus puntos de vista. Digo, pienso que pudo ser eso como cualquier otro enfoque con el cual coexistir con 200 jóvenes de 13 años por una hora.

Craso error.

Empezaron los gritos de un lado y de otro. Empezaron las respuestas chuscas desde abajo al frente a menos de dos metros de donde me encontraba, y hasta a mero atrás en las filas de los chicos en el fondo. Empezó a bajar el mítico coeficiente de seriedad de una audiencia. A un extremo hacia el frente, un chico como de quince años (¿comenté que eran de segundo año de secundaria?) empezaba a decir tontería tras tontería en medio de los festejos de sus compañeros y compañeras aledaños.

Recordé demasiado tarde la terapia ocupacional que nos habían dicho días atrás para ocupar la mente de los muchachos. Pero cuando ensayamos ese juego de manos que involucraba cerrar un puño y utilizar la otra mano para señalar ese puño para luego intercambiar posiciones de manera rítmica y precisa, nunca me imaginé que el público no sería idóneo para esos truquitos de relajación.

Me imaginé que esas terapias sólo suceden cuando los grupos son de la cuarta parte, o de la mitad incluso, de tamaño, y cuando hay alguien que proyecte una sensación de autoridad suficiente, circunstancia que de cierta manera yo ya no cumplía en ese instante.

El chico de enfrente, que resultó llamarse Alfonso, estaba a sus anchas despatarrado en su asiento.

Pregunté en general que deseaban ser de grande. Muchos me dijeron que no sabían, me dije, es natural, pero de inmediato, otra sorpresa: Dos jovencitas me dijeron que querían ser DJ’s, los que ponen la música en antros y fiestas. ¿DJ’s?? Sí, clarísimo. Bromeando o no, no me dijeron más. Algunas de los asientos de en medio me dijeron que querían ser mamás, pero ellas sí me lo dijeron con una gran sonrisa en la cara.

¿Cómo saber si un chico a quien no conoces dice la verdad? (Bueno, si hasta los que conoces...).

Miraba al maestro de vez en cuando. Lo veía recargado atrás, muy lejos en el salón, al lado de la puerta de entrada. No volteaba hacia donde estaba yo. Ni idea de qué era lo que podría estar pensando. Podría haber estado en cualquier lugar del planeta excepto en donde estábamos.

Los chicos gritaban atrás o se ponían hablar y yo tenía que trasladarme hasta allí para poder imponer algo de presencia, pero mis resultados eran nulos. Seguían platicando de manera ininterrumpida. Para entonces era obvio que no me escuchaban desde el frente. Nadie me dio micrófono. No habría más que moverme de atrás a adelante, estar en continuo movimiento, ir hacia donde estaba el foco que atraía la atención de los muchachos y muchachas para así al menos neutralizarlos temporalmente mientras caminaba a otro extremo y hablaba con otros muchachos.

Echaba un vistazo a un muchacho en particular, le hacía preguntas relacionadas con el tópico del instante, de cual era su opinión, me respondía bien, serio, pero lo hacía en su voz normal y los de adelante dejaban de escuchar y los de atrás igual. Y volvía la algarabía de quien sentía que ya no era tomado en cuenta o de quien no se requería su atención.

Y yo volvía a la carga, cambiaba la voz, les decía que tendría que empezar de nuevo la conferencia, que la dirección me había dado permiso de terminar muy tarde, a los distractores les pedía que se salieran, pero no lo hacían. No me sentía con la autoridad correcta para sacarlos, para eso, supuse, tenía que ser el maestro el que lo hiciere, él los conocía, de un año o años tal vez. Eso pensé.

En eso una muchachita atrás la veo tomando fotos con un celular a sus compañeros de más atrás. Ya sabía su nombre para entonces, era Marta, menudita, con ojos vivaces y con respuestas que sentí realistas.

—Marta, ¿no te gustaría mejor pasarle tus fotos a los compañeros?

Me imaginé que mi ironía completa en su pleno bastaría para detenerla con algo de pena de volver a mirar hacia atrás y menos volver a jugar con su celular.

Puesto con los demás a continuar en lo que me quedé, miré de rutina hacia atrás para comprobar que estaba haciendo Marta y lo que fui viendo me dejó sin habla. En los segundos en que tardé en realizar las acciones anteriores quedé pasmado.

¡Martita se había levantado de su lugar y con su celular en mano estaba frente a cada lugar de cada fila adyacente enseñando la foto del celular que acababa de tomar!

—Marta, ¿qué estás haciendo? —le pregunté.

—Haciendo lo que usted me dijo, que si me gustaría enseñarle la foto a todos mis compañeros.

—Gracias, Marta, pero creo recordar que sólo pregunté si te gustaría hacerlo, no que lo hicieras...

Volvió a su lugar.

Continué. Cambié a alguno de lugar para continuar con esa neutralización. Me dirigí incluso, cuidando de que mi tono de voz no sonara a irónico, al maestro que estaba al lado de la puerta:

—En serio, lo felicito, ¡por aguantarlos!

Y así siguió lo demás de la conferencia.

Eso sí, no sé si por selección natural, comprobé que los del principio de las filas de la derecha eran como los más aplacados. Creo que ellos sí estaban atentos a lo que decía, respondían lo que preguntaba de manera ágil y dinámica. Daban sus opiniones libres y sin problemas.

Yendo más atrás miré niñas chiquitas, que apenas, supongo, frisaban los 13, parecían más frágiles que las demás. Me acerqué a preguntarles algo, lo que fuera, para que participaran, pero juró que jamás las escuché.

Amenacé, de broma claro, empezar de nuevo, amenacé a seguir hasta más tarde, les pregunté temas del principio. Al menos sentí que algunos sí escucharon. Pero no estaba muy seguro.

Miré a Alfonso, el despatarrado de adelante y lo miré debajo desde lo que sería el escritorio del frente del salón. Le había llamado la atención fácil como unas seis veces. Ya una más era inútil.

Finalmente acabó la conferencia.

Me despedí de ellos pero sólo alcanzaron a despedirse con la mano de mí los de más adelante. A los demás ni les importó.

Me quedé sentado, como aliviado de que se hubiera acabado mientras todos se iban. Desalentado también. Uno que yo había pasado el frente a que se sentara para neutralizarlo un poco se despidió de mí.

Pensé que lo peor de todo esto acababa de pasar. Me equivocaba una vez más.

II.

Me quedé como siempre en la reflexión de inmediato. Me gusta ver salir a la gente. Te sientes primero en la confusión: ¿les habrá gustado? ¿Habrán entendido lo que quise decirles? ¿Fue demasiado descontrol? ¿Hicieron lo que quisieron? ¿Impuse mi tema? ¿Lo habría hecho mejor si hubiese sabido que iban a ser tantos?

Me imaginé que sí. ¿Qué más podría hacer?

En eso se acerca el maestro, el único que estaba allí para apoyarme: Me dice:

—Usted disculpe.

Me sacó de onda. Lo miré con extrañeza.

—¿Cómo?

—Sí, esta es la peor generación con la que me ha tocado lidiar. No hacen caso, son desordenados, no obedecen, no tienen respeto. Ese, el que estaba en el frente, Alfonso, es de los peores. Nada más echa a perder a los demás...

Le dije que no se preocupara. Que sentí que las cosas estaban bien de cualquier manera.

—No, ellos tienen problemas. No sé de quien sea la culpa. Si de la escuela, de la cabeza, de nosotros, de ellos, de sus papás…

No recuerdo que más dijo, la verdad. Pero sí noté el intenso desaliento. Y aún más que desaliento, percibí en él un desinterés total no tanto de lo que acababa de pasar… sino de lo que les pasaría a ellos en el futuro.

Me encaminé a la subdirección. La cortesía indicaba que me fuera a despedir de la persona que me recibió. No pensé en la directora. Mentalmente me imaginé que ya se hubiera ido o que se hubiera encontrado ausente.

Me topé en la recepción con dos policías bien pertrechados con uniformes color negro. Hombreras, rodilleras. Lentes estilizados tipo Matrix, uno de ellos. El otro tenía aire cool. Uno tenía un rifle automático. El otro traía una Uzi. ¡En una escuela secundaria!

Llegué con el subdirector. Mi intención era casi despedirme de aire, así con la mano y diciendo “con permiso”.

—Pásele, siéntese.

Y pues, eso hice: me senté.

Comenzó a platicar.

—Estos muchachos son muy difíciles. No sé que les pasa...

A mí ya me habían dicho que la directora era la que vino a imponer el orden.

—Pero ya está mejor —dije—, ¿no? Estoy enterado que desde que llegó la directora se vino a imponer… el orden.

Me miró con paciencia. Me respondió:

—La directora llegó hace tres años. Yo tengo aquí 18. Y las cosas están peor.

“Ah, caray”, pensé. Ya mejor ni decía nada.

—Los muchachos ya no respetan nada. ¿Vio los muchachitos que estaban aquí? —Me miró a los ojos. El otro día, una parejita así, de la misma edad, trece, catorce, fueron reportados que estaban haciendo el amor. Frente a sus compañeros. Y las compañeras le preguntaban que qué había sentido, que cómo había sido.

Mentalmente se me cayó la quijada. ¿“Haciendo el amor”, dijo? ¿“Frente a sus compañeros”?

—Les preguntamos, sobre todo a la chiquilla: “¿Pero cómo es posible que estuvieras haciendo eso?” ¿Sabe lo que me respondió? “¿Y qué? ¡Lo hicimos con condón!”

El señor estaba totalmente impactado de recordarlo. Yo ni siquiera pude atinar que decir.

—Ya no sabemos nada. Le hablamos a los papás. Sólo vino el papá. Nos dijo que se habían separado al darse cuenta que su mujer lo estaba engañando.

Acerté a decir que eso era cuestión de la desvalorización de los muchachos. Traté de afirmar lo obvio, que las cosas venían de la disfuncionalidad actual de las familias. Él sólo me empezó a contar que en otras partes los alumnos de secundaria, me lo enfatizó así, que no eran ni de prepa o de universidad, capaces de quemarle un carro a un maestro con el que estuvieran en desacuerdo.

Miró a la ventana. Me señaló un muchacho. De alrededor de catorce, quince.

—Ese, llegó tomado el otro día.

Le pregunté sobre los policías armados que estaban en la recepción.

—Son los que están al frente, en la puerta. Vienen en la mañana y firman. Vienen en la tarde, a la salida, y firman.

De repente mezclaba la conversación de lo actual con su historia de maestro al recordar que aún duros como fueron sus ahora ex alumnos, estos se habían hecho hombres del lado de lo formal, de lo que es considerado correcto, que había muchos casos así en todos sus años de maestro, y que cuando un ex alumno lo veía después del tiempo, se acordaba de lo tremendos que eran de pequeños, pero que ahora ya era diferente, que eran hombres crecidos y que a su manera hacían algo para la sociedad en la medida de lo posible.

Mencionó varios nombres que reconocí. Sí, en la medida de lo posible.

Ya me decidía a irme. Él seguía hablando. En eso, sacó un celular de dentro de un cajón de su escritorio. Era actual, de los que se pueden comprar en los centros comerciales. Traía video incluso. Y esa característica era la causa de que el profesor lo tuviera en sus manos.

Estaba por así decir, clausurado con cinta adhesiva para que no se pudiera abrir. Sobre la cinta estaba con pluma escrito la palabra “SNUFF” con mayúsculas.

El “snuff” es la simulación de actos violentos, sangrientos, e incluso mortales en escenas intensas, mutilaciones, torturas, llenas de horror, que son filmadas o grabadas. Se dice que no son ciertas. Que son simuladas, que son un mito urbano. Pero no hay seguridad.

—Lo traía una niña. Le pedí que me lo diera. No me escuchaba. Miraba la pantalla alelada. Hasta que se lo quité. Una niña de trece años. ¿Cómo ve?

“Snuff” en celulares. Nunca lo hubiera pensado. ¿Qué sigue, pornografía?

(Esto fue escrito en 2006, posterior a esto me tocó cuando me fui a cortar el cabello, ver a un chavito de edad similar, quince años, querer mostrarle en su celular a la estilista, el video de la autopsia de Valentín Elizalde, aquél cantante muerto, eso respondió a mi pregunta.)

Llegó otra persona con el subdirector y aproveché de irme. Me despedí como pude. Salí de ahí totalmente horrorizado.

No tengo idea de para donde debe de ir la conclusión de este artículo. Ser moralista. Ser condenatorio. Ser complaciente. Olvidarme del asunto.

Es muy probable que esto o cosas así que sucedan en las escuelas lo sepan muchos. Es muy probable que esto no lo sepan los que pueden cambiarlo. Tenderán a ocultarlo los propios directores, sería natural. Y los tomadores de decisiones probablemente tengan a sus hijos en escuelas de paga. Y aún sabiéndolo es probable que nadie lo pueda cambiar de golpe.

¿Será irreversible?

¿De quién depende este tipo de cambios? ¿A quién corresponde analizar responsables, consecuencias, condiciones, contextos, causas, efectos, escenarios del futuro en este aspecto?

¿Qué tipo de esfuerzos se necesitan? ¿Qué tanto se debe de estremecer a… quién? ¿A la sociedad? ¿A la escuela? ¿A su comunidad?

Detalles como lo anterior, ¿son un síntoma? ¿Una enfermedad? ¿Una causa? ¿Son un efecto? ¿Es una consecuencia?

No tengo respuestas, pero lo único que pude hacer, por el momento, es publicar este artículo.

Niños y niñas de trece años. Pueden ser los tuyos. Pueden ser los míos.

Tengo que volver a esa escuela. Dar más conferencias. Seguir cerca. Decirle a la gente. Alguien más debe de horrorizarse.

Y que quede claro. El horror puede que venga más de mirar el desaliento o desinterés de aquél maestro que debió, según yo, a ayudarme a mantener el orden. El desaliento que le permite mirar a otro lado. Ojalá me equivoque en lo que percibí.

Después del asombro y la estupefacción, deberá de venir la acción.

Algo deberemos de hacer al respecto. Quién se sienta responsable.

Pero ya.