La noche anterior yo había dormido por primera vez junto a ella y nos habíamos levantado juntos. Nos habíamos dormido abrazados, pero durante el sueño nos separamos y durante toda la noche apenas me daba cuenta, inconscientemente, estiraba el brazo buscándola.
Era una de esas tardes grises en las que, sin embargo, no llega a llover realmente, sino que sólo de vez en cuando caen algunas gotas gruesas y uno se queda con la sensación de que ha faltado algo o algo se ha frustrado, algo que de alguna manera nos disminuye.
Era una de esas tardes grises en las que, sin embargo, no llega a llover realmente, sino que sólo de vez en cuando caen algunas gotas gruesas y uno se queda con la sensación de que ha faltado algo o algo se ha frustrado, algo que de alguna manera nos disminuye.
Juan García Ponce, Tajimara
Tajimara es una película dirigida por Juan José Gurrola que vi hace días una tarde de domingo en el canal 22 de México y que más bien es un mediometraje y que junto con Un Alma Pura forman Los Bienamados, una película que en 1965 fue producida para estar en el Primer Concurso Experimental de Largometraje de ese entonces.
La historia es original de Juan García Ponce, también en ese entonces joven escritor mexicano de apenas 24 años.
Como toda película experimental que se respete (más si está en blanco y negro y si es mexicana y si es de los años sesenta), ésta comienza buscando a fuerzas lo inusual, en imágenes cambiantes en cuanto a enfoques y desenfoques, en el caer del agua de lluvia sobre el parabrisas, y sobre todo en mi caso, en la figura llamativa que nunca falta y que me hace perder la concentración y que puede ser un carro como el que un día le vimos a un tío cuando éramos pequeños.
Obvio que cuando cuentas historias, que pueden ser personales o que aparentan ser personales, y que intentamos que los demás piensen que no son personales, siempre tratas de encontrar tu camino creativo en base a tus fantasmas, a tus deseos, a tus fábulas, y tratas de mostrarlas o anularlas o volatizarlas en base a cuentos e historias que siempre guardaste y que dijiste que un día sacarás.
En el caso de Tajimara empieza esa historia como dos caminos temporales que se van cruzando con una bella y joven Pilar Pellicer actuando de pivote o de bisagra metafórica, estando en una escalera recargada frente a una puerta esperando por algo, o por alguien.
Perdonando el estilo de escribir esta nota de blog o artículo en particular, esa imagen (entre muchas de la mujer tomada como concepto mágico inalcanzable, o como terreno a conquistar posible, mapa tridimensional a explorar en su momento ya sea por fuera o por dentro, mejor por dentro, o como fuerza de la naturaleza incomprensible o inconcebible, fuera de nuestros sentidos), repito, esa imagen de una mujer recargada es cuando la vemos, de entre muchas, en todo su poder. Nadie puede adivinar que hay dentro de esa hermosa caballera negra, nadie y quien lo diga estará equivocado. Tal vez ni ella misma. Y nosotros, tú, él, sin jamás saber si ella obedecerá su instinto, o al tuyo, o a algo incomprensible que residirá por siempre en el misterio de lo femenino.
Siguiendo con Tajimara.
Aparece Claudio Obregón en su papel de Roberto, novio/amante/admirador/confundido que a muchos les/nos ha tocado jugar en cada uno de esos roles como si estos fueran dictados por las caras de un dado que es revuelto por cósmicas manos maliciosas.
No saber todavía cual es el rol que jugará la fortuna amorosa en ese día en particular, o el anterior, o el siguiente… Pero lo que sí sucede es el momento en que los dos amantes están vueltos en contra del otro, dándose la espalda, y el narrador (Roberto-Obregón) hablando melancólicamente de cómo se castigaban el uno al otro en esa pregunta mortal, un tanto abismal y sin respuesta de ¿por qué no fui yo su primer amante?.
Y desde esos momentos la historia de Tajimara proyecta destrucción, dolor, desolación en dos personas, separación y abismo y ella diciendo de pronto, me estoy entregando a ti por completo, no te hagas a un lado, no te lo permito, con ese tono de mujer que sabe que puede dominar, que pudiera ella hacer lo que ella quisiera con uno, que el hombre (de hecho, es su hombre en ese instante) que estuviera pensando de otra manera, se llevaría su ira con él.
Mujeres a las que habría que temer, o amar, o desear…
Tajimara es una película dirigida por Juan José Gurrola que vi hace días una tarde de domingo en el canal 22 de México y que más bien es un mediometraje y que junto con Un Alma Pura forman Los Bienamados, una película que en 1965 fue producida para estar en el Primer Concurso Experimental de Largometraje de ese entonces.
La historia es original de Juan García Ponce, también en ese entonces joven escritor mexicano de apenas 24 años.
Como toda película experimental que se respete (más si está en blanco y negro y si es mexicana y si es de los años sesenta), ésta comienza buscando a fuerzas lo inusual, en imágenes cambiantes en cuanto a enfoques y desenfoques, en el caer del agua de lluvia sobre el parabrisas, y sobre todo en mi caso, en la figura llamativa que nunca falta y que me hace perder la concentración y que puede ser un carro como el que un día le vimos a un tío cuando éramos pequeños.
Obvio que cuando cuentas historias, que pueden ser personales o que aparentan ser personales, y que intentamos que los demás piensen que no son personales, siempre tratas de encontrar tu camino creativo en base a tus fantasmas, a tus deseos, a tus fábulas, y tratas de mostrarlas o anularlas o volatizarlas en base a cuentos e historias que siempre guardaste y que dijiste que un día sacarás.
En el caso de Tajimara empieza esa historia como dos caminos temporales que se van cruzando con una bella y joven Pilar Pellicer actuando de pivote o de bisagra metafórica, estando en una escalera recargada frente a una puerta esperando por algo, o por alguien.
Perdonando el estilo de escribir esta nota de blog o artículo en particular, esa imagen (entre muchas de la mujer tomada como concepto mágico inalcanzable, o como terreno a conquistar posible, mapa tridimensional a explorar en su momento ya sea por fuera o por dentro, mejor por dentro, o como fuerza de la naturaleza incomprensible o inconcebible, fuera de nuestros sentidos), repito, esa imagen de una mujer recargada es cuando la vemos, de entre muchas, en todo su poder. Nadie puede adivinar que hay dentro de esa hermosa caballera negra, nadie y quien lo diga estará equivocado. Tal vez ni ella misma. Y nosotros, tú, él, sin jamás saber si ella obedecerá su instinto, o al tuyo, o a algo incomprensible que residirá por siempre en el misterio de lo femenino.
Siguiendo con Tajimara.
Aparece Claudio Obregón en su papel de Roberto, novio/amante/admirador/confundido que a muchos les/nos ha tocado jugar en cada uno de esos roles como si estos fueran dictados por las caras de un dado que es revuelto por cósmicas manos maliciosas.
No saber todavía cual es el rol que jugará la fortuna amorosa en ese día en particular, o el anterior, o el siguiente… Pero lo que sí sucede es el momento en que los dos amantes están vueltos en contra del otro, dándose la espalda, y el narrador (Roberto-Obregón) hablando melancólicamente de cómo se castigaban el uno al otro en esa pregunta mortal, un tanto abismal y sin respuesta de ¿por qué no fui yo su primer amante?.
Y desde esos momentos la historia de Tajimara proyecta destrucción, dolor, desolación en dos personas, separación y abismo y ella diciendo de pronto, me estoy entregando a ti por completo, no te hagas a un lado, no te lo permito, con ese tono de mujer que sabe que puede dominar, que pudiera ella hacer lo que ella quisiera con uno, que el hombre (de hecho, es su hombre en ese instante) que estuviera pensando de otra manera, se llevaría su ira con él.
Mujeres a las que habría que temer, o amar, o desear…
En el mundo de Tajimara, curiosamente aparecen antropólogos, traductores, artistas, actores, escritores, se siente que se habla dentro de un círculo especial, reservado, con cierta sensibilidad cultural que la gente normal (generalizadamente normal) no tiene… y no le interesa saber.
De pronto, sin saber porqué, aparece una pista de patinaje y se escucha a Perry Como (supongo) cantando en un altavoz atroces canciones inocuas. Muchos jóvenes deambulan por la pista. Se perciben los rituales de la adolescencia, los que existían al menos hará treinta años. Ellos allá, ellas acá y haciendo lo posible por llamar la atención, de manera sutil, o de manera hiperrídicula o sea, lo que se sigue haciendo ahora pero de manera confinada en los espacios virtuales, en la lucha por llamar esa atención diciendo, exigiendo, que los o las del sexo contrario se den cuanta, de que yo soy el indicado, de que yo soy la indicada…
Ahí en la pista de patinaje aparece un viejo actor conocido de todos, José Alonso, sólo que aquí se ve jovencito, contenido, sin aparentar ser él, quien sería uno de los actores más importantes de su generación por venir. Sería él, Guillermo, el tipo al que Cecilia querría realmente desde su adolescencia. Si no me expliqué lo suficiente claro es que estoy en lo correcto. Y es que así es el amor juvenil, inexplicable. Ya lo dice una vieja canción: “yo la amo/ y ella ama a él / y él ama a alguien más / ¡el amor apesta!”). Repítase ad nauseaum, o ad astra, lo que sea primero.
Volvemos a la recamara, donde la cama se muestra en sus funciones avasallantes de recinto sexual (¿las otras?, nacer, dormir, descansar, yacer, morir). Se mira la almohada, sus pliegues, nos hace presenciar la tragedia humana del no sentir nada.
¿A final de cuentas, la tienes, pero que es lo que tienes? ¿Qué es lo que existe? Son esas preguntas sin respuestas aparentes. Las que hacen mirar hacia el techo. Sintiendo una respiración, un aliento. En el que los pensamientos no son invadidos porque tememos que no sean para nosotros, o de nosotros, o hacia nosotros.
Entramos a Tajimara, que además de dar el nombre del mediometraje es la casa de Pixie-Julia, Pixie Hopkins, aquella mujer que en los 70’s nos aportó sus pestañas postizas y que en esa sociedad de consumo, totalmente dominada como era la mexicana de esa década, sus pestañas sexualizadas hicieron tanto furor que aún ahora se escucha de pronto esa frase, “ella traía sus pestañas Pixie”.
Y ella aparece ahí, casualmente, todavía a años de distancia de su look que la haría famosa en los eras por venir. Los que la vimos años después en su apariencia extranormal la vemos sin adorno, tal cual es. Y aparece artista junto con otro joven, Carlos, con quien vive en ese lugar taller casa donde pintan sus obras e invitan a sus amigos.
Y Roberto, o sea Obregón, nos confía, con nostalgia, como si quisiera explicarnos: en la calle había viento, afuera estaba gris, ya nada era igual.
La escena ahora es en el auto. Una mujer, Cecilia, en el carro, ella en el volante y esperando. El hombre entra y la lluvia afuera. Nadie a la vista y el universo en su totalidad, galaxias y agujeros negros, singularidades y demás, dentro del vehículo seco ya no son asunto más que para los de dentro. Pero ella dice casi con descuido, de mala gana: no quiero que pase nada, ten cuidado. Suficiente para cambiarlo todo. Él nos menciona: Lo mío y lo de Cecilia es diferente. No hay que mostrar más.
Aparece ahora una escena de tranquilidad, en es casa de ensueño y paraíso, podría ser Cuernavaca, Cuautla, que sé yo, que soy del norte, árido e ignorante, están sentados en equipales, esas maravillosas sillas tradicionales que hacen con cuero, únicas, realizando entre todos un pre-happening inconsciente, aparentando ser cool, iluminados por el beat, advenimiento preciso de lo in. Alguien le dice, al mirar una de sus pinturas, a Pixie-Julia: daría cualquier cosa por tener tu fuerza ante la pintura. Parecerían éstas obras influenciadas por las corrientes que Vicente Rojo y Gunther Gerzso pintaban por la época, figuras geométricas, planos de colores vibrantes y alegres (aún estando en blanco y negro para nosotros), audaces diseños basados en el pasado de esta tierra y de su futuro.
No tardamos en darnos cuenta que el personaje de Pixie-Julia y su pareja, Carlos, son hermanos. Y que llevan a cuestas esa situación. Tema complejo, la verdad. Pero bueno. De algo escribían en los sesentas y no era de cosas sencillas o cotidianas, no señor (o algo pasaba al respecto, el tema del otro cortometraje con el que Tajimara forma Los Bienamados, Un Alma Pura, también trata de… incesto. ¿qué pasaba en la mente de estos escritores de los sesentas?).
Obregón-Roberto cuenta de narrador al ver de nuevo la escena de él de nuevo con Cecilia, y se miran los mismos jóvenes en patines, y nos recuerda que debieron haberse casado a los quince años, y que todo hubiera salido bien.
De pronto, otro cambio temporal: aparece en Tajimara (la casa) Guillermo, el primer amor de Cecilia, o sea, el José Alonso que vimos al principio, pero otro actor, mayor, por supuesto. Cecilia, lo mira y lo saluda ahora, total e incomprensiblemente sumisa.
La indomable que ya no lo fue.
Corte a una fiesta y vemos a muchos de los actores y no actores que formaban parte de un círculo cultural de entonces, no sé si privilegiado, en donde aparece el mismo autor de la historia, Juan García Ponce, en la fiesta en la casa Tajimara, ahí vemos a la actriz Tamara Garina, al mismo Carlos Monsivais de siempre (el que sería el ajonjolí de todos los moles al pasar los años, todavía recuerdo una revista que decía en su portada: "en esta revista no escribe Carlos Monsivais"), a Beatriz Sheridan, a Lucía Guilmaín y a Juan Ferrara, hermanos también ellos, en una fiesta que tiene de todo, alcohol, representaciones y aburrición. Al final de ella, todos están exhaustos. Monsivais parece sólo mirar hacia el suelo, hacia la pared, hacia el olvido.
(Lo cual nos pone a pensar también, ¿para quién se filmaba esto? ¿Para el público en general? ¿O para ellos mismos?)
Al mirar las escenas de la humanidad en fiesta, en celebración, en descanso, en fatiga total, te pones a pensar en lo que el amor domina todo, deja tú la economía o la falta de recursos, finalmente es el amor en sus aventuras y desventuras, en los haceres y decires, en los triángulos, cuadrángulos y pentángulos que se materializan de manera perversa como hiedras venenosas alrededor de la inocencia, en forma de una mujer que se adivina desnuda porque está recién bañada y que te pide maravillosamente que le pases la toalla para secarse, sin rubor, sin pudor, sin parpadeo siquiera, haciéndolo de una manera que sea lo más natural del mundo, de su mundo, que te lo pida. Tarde gris en la que no llega a llover.
Cecilia dice, ese es el coche de Guillermo. Obregón-Roberto, responde, te quiero. Cecilia, contesta, no digas tonterías. La lluvia afuera contra el parabrisas. Y continúa, Me voy a casar con él... y si te interesa saber, no, no me he acostado con él.
Es 1965, y parece taaaan 2008.
Otra fiesta, música jazz. ¿Por qué no se escuchaba la música rock de entonces? ¿Es cierto que se escuchaba más el jazz? ¿O era otro signo sutil de esnobismo?
El hermano-amante de Pixie, Carlos, sabiendo ya el futuro próximo, aparece totalmente borracho, y se escucha otra voz: En cada crucifixión hay un buen ladrón… que se queda con la gloria.
Una boda. Es Pixie-Julia, que se casa con alguien más. “Parecía una virgen de pueblo”, alguien dice. No, no es el hermano por supuesto. La moral y la biología están, milagrosamente, contra ello. Es su novio correcto y formal, tal cual debe. Los trajes de los hombres con sus hiperdelgadas corbatas, asombrándose de verse usándolas.
Obregón-Roberto, sale solitario de la iglesia dejando el matrimonio aparentemente no consumado con cierta prisa. Atrás se quedan todos, Cecilia, Guillermo, Carlos, Julia, el Novio Amado, el Novio Amoroso. Afuera hay Renaultitos. Hay Chevrolets. La misa no ha terminado.
Obregón-Roberto sale hacia quien sabe donde.
Sólo se oye la voz. ¿Para qué hablar de todo eso?
Y sólo fueron 45 minutos. Una vez más. Es 1965, y parece taaaan 2008.