El verano del viento caliente.
El que nos acompaña durante tres largos meses, el que abre con un gran solsticio, lleno de energía, llena de calor y lumbre y fuego, y arde y cierra, por contraste total, con un melancólico equinoccio que augura la noche y el frío y el invierno que vendrá, pero es el solsticio mi estrella de hoy, el que atrae al sol y a lo más fuerte de él sobre de nosotros, dios enojado del calor total.
El que nos indica que ya no habrá primavera por lo que resta del año, el que nos dice que vienen los calores más intensos (aunque yo sostenga que el mas caluroso del año es mayo, pero bueno, lo que pasa es que mayo no tiene tanta publicidad como los otros meses, la mera verdad).
Como siempre que uno recuerda las cosas, con el cristal empañado del tiempo, pensar en esos veranos, a orillas de una alberca en un rancho, verano de 1974, o en un arroyo en la montaña, verano de 1978, en donde esa ausencia de aire provocaba tal vez esa sensación de que el tiempo se detenía, lo dotaba de una gravedad plus que nos aplastaba, pero eso sí, algo, una fuerza de voluntad inesperada nos ayudaba a soportar lo indecible a nosotros, un grupo de chicos urbanos, acostumbrados mínimo al ventilador, o como se dicen en estas tierras asoladas, pero nunca desoladoras: abanico, en el verano de 1980.
O aquel verano de 1982, donde el guitarreo de los Black Hearts de Joan Jett nos indicaba que el rock estaba muy vivo y total, verano vivo y fuerte, verano único también, el año que huimos de los terribles rayos del sol cayendo dentro del ridículamente llamado Mol del Valle y de su cuasimilagrosa y fresca, fresquísima pista de hielo, con tantas niñas que nos llenaron la vida de...
O recuerdo aquél verano especial donde mis amigos y yo la pasamos en el derrite total, en un carro Valiant del 69, ese verano de 1979, frente a uno de los únicos 4 Seven-Eleven que había en todo México, sí, sólo 4 que hubo antes de que se multiplicaran como microbios-esporas-virus-conejos y donde pasaban las horas, nosotros siempre en su sombra esperando como vampiros a que cayera la noche.
O el verano de 1977, donde comenzábamos a querer quedar bien con un grupo de chicas de nuestra edad y donde iniciamos a ir a bailes y descubrimos ese tipo de ambientes, producto de su época, deliciosos e irrepetibles, con esa música fabulosa que salía de cintas y bocinas y que golpeaban el corazón y que aún hoy seguimos escuchando.
O el verano de 1976, que fue el verano de Nadia Comaneci, el de las Olimpiadas de Montreal, el de terminar apenas el segundo de secundaria, quizá el mejor año de escuela de mi vida, por muchas razones, hoy ingenuas, pero todavía válidas.
O el verano de 1972, el de las Olimpiadas tristes de Munich, de las que no vi nada porque me la pasé en el rancho de mis abuelos, trabajando, sí, trabajando, de sol a sol, tema que ya conté por aquí, en donde el agua la tomábamos de un contenedor de un galón al que se le denominaba "yoga", agua ardiente inevitable y donde llenábamos de agua también las barricas de 200 litros, las poníamos en el guayin, remolque con ruedas metálicas de carreta, que a su vez era arrastrado por el tractor y las llevábamos hasta el ganado sediento, en esos días de sequía de ese uno de los años de la brasa tan terrible.
Y era cuando sentíamos que el verano era el día tras día cada uno transformándose sus instantes en el momento misterioso en donde todo se detenía, donde todo se suspendía en el tiempo, indefinidamente. Tiempo en el que nunca nos imaginamos que pasaríamos tantos veranos más tan significativos en lo que le quedaba de vida al siglo XX y los de las primeras (y más) décadas, espero, del siglo XXI.
"Traigo tanto sol adentro
Que ya tanto sol me cansa.-
Yo no conocí en mi infancia
Sombra, sino resolana."
Alfonso Reyes, Sol de Monterrey, 1932
En el verano del viento caliente, en el lugar donde el tiempo se detiene, las hojas y las sombras suspendidas, hoy se antoja, no un café, sino más bien un, a sabiendas, anticlimático y delicioso té...
Feliz fiesta de solsticio, feliz viernes, feliz fin.