El capítulo que sigue es el 39 de El Péndulo de Foucault de Umberto Eco.
Tiene que ver con Autores Autofinanciados o Autopublicados. Lo leí hace muchos años y hasta ahorita lo acabo de releer, vale la pena reproducirlo aquí para tenerlo de referencia en caso de que llegue una editorial muy amable que venga con nosotros a bajarnos las perlas de la virgen, los anillos de Saturno o mejor aún, los nueve anillos de los Espectros de Saurón.
El tema es que esto es divertido y trágico.
Siempre hay que tener cuidado. Aquí es material de estudio, de difusión, de algo que sólo sucede en Milán, en alguna librería de lujo.
Pero también puede suceder en la editorial de la esquina, en tu misma ciudad...
Tomado sin permiso y con propósitos puramente educacionales.
39
Caballero de los Planisferios,
Príncipe del Zodíaco, Sublime Filósofo Hermético, Supremo Comendador de los
Astros, Sublime Pontífice de Isis, Príncipe de la Colina Sagrada, Filósofo de
Samotracia, Titán del Cáucaso, Doncel de la Lira de Oro, Caballero del
Auténtico Fénix, Caballero de la Esfinge, Sublime Sabio del Laberinto, Príncipe
Brahmán, Místico Guardián del Santuario, Arquitecto de la Torre Misteriosa,
Sublime Príncipe de la Cortina Sagrada, Intérprete de los Jeroglíficos, Doctor
Orfico, Guardián de los Tres Fuegos, Custodio del Nombre Incomunicable, Sublime
Edipo de los Grandes Secretos, Pastor Amado del Oasis de los Misterios, Doctor
del Fuego Sagrado, Caballero del Angulo Luminoso.
(Grados del Rito Antiguo y Primitivo de Memphis-Misraim)
Manuzio era una editorial
para AAF.
Un AAF, en la jerga de Manuzio, era, pero ¿por qué empleo el imperfecto?
Los AAF aún existen, allí todo prosigue como si nada hubiera sucedido. Soy yo
quien lo proyecto todo hacia un pasado terriblemente remoto, porque lo que
sucedió la otra noche fue como un desgarrón en el tiempo, en la nave de
Saint-Martin-des-Champs se trastoco el orden de los siglos… o será porque quizá
la otra noche envejecí de repente, o porque el miedo a que Ellos me encuentren
me hace hablar como si estuviese narrando la crónica de un imperio en ruinas,
tendido en el balneum, las venas ya abiertas, esperando a ahogarme en mi propia
sangre…
Un AAF es un Autor Autofinanciado, y Manuzio es una de esas empresas que
en los países anglosajones se denominan «vanity press». Facturación fabulosa,
gastos de gestión nulos. Garamond, la señora Grazia, el contable llamado
director administrativo en el cuchitril del fondo, y Luciano, el mutilado que
se encargaba de enviar los pedidos, en el gran almacén del subsuelo.
—Jamás he podido comprender cómo Luciano logra empaquetar los libros con
un solo brazo —me había dicho Belbo—, creo que se ayuda con los dientes. Por lo
demás, no es que tenga mucho que empaquetar: sus homólogos de las editoriales
normales envían libros a los libreros, mientras que él sólo los envía a los
autores. Manuzio no se interesa por los lectores… Lo importante, dice el señor
Garamond, es que no nos traicionen los autores, sin lectores se puede
sobrevivir.
Belbo admiraba al señor Garamond. Lo veía lleno de un vigor que a él le
había sido negado.
El sistema Manuzio era muy sencillo. Pocos anuncios en periódicos
locales, en revistas profesionales, en publicaciones literarias de provincias,
sobre todo en las que duran pocos números. Espacios publicitarios de tamaño
mediano, con foto del autor y pocas líneas incisivas: «una de las voces más
altas de nuestra poesía», o «la nueva experiencia narrativa del autor de Su
único hermano».
—Con eso ya está tendida la red —explicaba Belbo—, y los AAF caen a
racimos, suponiendo que en una red se caiga a racimos, pero la metáfora
incongruente es típica de los autores de Manuzio: se me ha pegado el vicio,
perdone.
—¿Y después qué sucede?
—Tome el caso de De Gubernatis. Dentro de un mes, cuando ya nuestro
jubilado se consume en la ansiedad, el señor Garamond le telefonea para
invitarle a cenar con algunos escritores. La cita es en un restaurante persa,
muy exclusivo, sin letrero en la puerta: se toca un timbre y se dice el nombre
en una mirilla. Interior lujoso, luz difusa, música exótica. Garamond estrecha
la mano del maitre, tutea a los camareros y devuelve las botellas porque el año
no le convence, o dice perdona pero este no es el Dolmeh Sib que se come
en Teherán. De Gubernatis es presentado al comisario Fulano, todos los
servicios aeroportuarios están bajo su control, pero sobre todo es el inventor,
el apóstol del Cosmoranto, el lenguaje para la paz universal, sobre el que se
está discutiendo en la Unesco. Después está el profesor Zutano, un narrador
nato, premio Petruzzellis della Gattina 1980, pero también una eminencia de la
ciencia médica. ¿Cuántos años ha dedicado a la enseñanza, profesor? Eran otras
épocas, entonces sí que los estudios eran algo serio. Y aquí tiene a nuestra
exquisita poetisa, la dulce Olinda Mezzofanti Sassabetti, la autora de Castos
latidos, que sin duda habrá leído.
Belbo me confesó que durante mucho tiempo se había preguntado por qué
todos los AAF de sexo femenino firmaban con dos apellidos: Lauretta Solimeni
Calcanti, Dora Ardenzi Fiamma, Carolina Pastorelli Cefalu. ¿Por qué las
escritoras importantes tienen un solo apellido, salvo Ivy Compton-Burnett, y
algunas ni siquiera lo tienen, como Colette, mientras que una AAF tiene que
llamarse Olinda Mezzofanti Sassabetti? Porque un escritor auténtico escribe por
amor a su obra, no le importa que le conozcan con un seudónimo, como en el caso
de Nerval, mientras que un AAF quiere que le reconozcan los vecinos, la gente
del barrio, e incluso la del barrio en que vivía antes. Al hombre le basta con
su apellido, a la mujer no, porque algunos la conocen de casada y otros sólo la
conocieron de soltera. Por eso usa dos apellidos.
—En síntesis, velada rica de experiencias intelectuales. De Gubernatis
se sentirá como si hubiera bebido un cóctel de LSD. Escuchará el cotilleo de
los comensales, la anécdota picante del gran poeta cuya impotencia está en boca
de todos, y que tampoco como poeta vale demasiado, escaparán destellos de sus
ojos al contemplar la nueva edición de la Enciclopedia de los Italianos
Ilustres que Garamond hará aparecer de repente señalándole una página al
comisario (ha visto, estimado amigo, también usted ha entrado en el Panteón,
oh, sólo se ha hecho justicia).
Belbo me había mostrado la enciclopedia.
—Hace una hora le solté un sermón: sin embargo, nadie es inocente. La
enciclopedia la hacemos exclusivamente Diotallevi y yo. Y le juro que no es
para redondear el sueldo. Es una de las cosas más divertidas del mundo, y cada
año hay que preparar la nueva edición actualizada. La estructura es más o menos
la siguiente: un artículo se refiere a un escritor célebre, otro a un AAF, y el
problema consiste en equilibrar bien el orden alfabético y no malgastar espacio
con los escritores célebres. Vea, por ejemplo la letra L.
LAMPEDUSA, Giuseppe Tomasi di (1896-1957). Escritor siciliano. Vivió
ignorado y sólo alcanzó la celebridad después de muerto por su novela El gatopardo.
LAMPUSTRI, Adeodato (1919-). Escritor, educador, combatiente (medalla de
bronce en Africa oriental), pensador, narrador y poeta. Su figura de gigante
destaca en la literatura italiana de nuestro siglo. Lampustri se reveló ya en
1959 con el primer volumen de una trilogía de amplio aliento, Cañas y sangre, donde
con crudo realismo y alto vuelo poético narra la historia de una familia de
pescadores lucanos. A esa obra, ganadora en 1960 del premio Petruzzellis della
Gattina, siguieron en los años siguientes Los desahuciados y Un año
de soledad, que quizá aún más que la opera prima dan la medida del
vigor épico, de la deslumbrante imaginación plástica, del aliento lírico de
este artista incomparable. Diligente funcionario ministerial, Lampustri es
estimado en los ambientes en que le ha tocado desenvolverse como personalidad
integérrima padre y esposo ejemplar, orador exquisito.
—De Gubernatis —explicó Belbo—, tendrá que desear que se le incluya en
la enciclopedia. Siempre había dicho él que la de los superfamosos era una fama
postiza, una confabulación de críticos complacientes. Pero sobre todo
comprenderá que ha entrado a formar parte de una familia de escritores que al
mismo tiempo son directores de organismos públicos, funcionarios de banca,
aristócratas, magistrados. De repente habrá ampliado el círculo de sus
relaciones, de modo que cuando tenga que pedir un favor sabrá a quién
dirigirse. El señor Garamond tiene la capacidad de hacer salir a De Gubernatis
de su provincia, de proyectarlo hasta la cumbre. Hacia el final de la cena,
Garamond le dirá al oído que a la mañana siguiente pase por su despacho.
—Y a la mañana siguiente se presenta.
—Puede poner la mano en el fuego. Pasará la noche sin dormir soñando en
la grandeza de Adeodato Lampustri.
—¿Y después?
—A la mañana siguiente Garamond le dirá: anoche no me atreví a decírselo
para no humillar a los otros, qué cosa sublime, no le hablaré ya de los
informes entusiastas, aún diría más, positivos, pues yo mismo, personalmente,
he pasado una noche imantado por estas páginas suyas. Un libro para ganar un
premio literario. Grande, realmente grande. Regresará al escritorio, dará una
palmada sobre el original, ya ajado, gastado por la mirada amorosa de al menos
cuatro lectores, ajar los originales es tarea de la señora Grazia, y se quedará
mirando al AAF con aire perplejo. ¿Qué hacemos? ¿Qué hacemos?, preguntará De
Gubernatis. Y Garamond dirá que sobre el valor de la obra no hay absolutamente
nada que discutir, aunque es evidente que se trata de un libro adelantado para
la época, y en cuanto a los ejemplares no se sobrepasarán los dos mil, o a lo
sumo dos mil quinientos. Para De Gubernatis dos mil ejemplares serían suficientes
para atender a todas las personas que conoce, el AAF no piensa en términos
planetarios o, mejor dicho, su planeta está formado por rostros conocidos,
compañeros de escuela, directores de banco, colegas que han enseñado con él en
el mismo instituto, coroneles retirados. Todos ellos son personas que el AAF
desea ver entrar en su mundo poético, incluso los que no tendrían en ello el
menor interés, como el charcutero o el gobernador civil… Ante el peligro de que
Garamond dé marcha atrás, ahora que todos, en su casa, en el pueblo, en la
oficina, saben que ha presentado el original a un gran editor de Milán, De
Gubernatis hará sus números. Podría cerrar la cartilla, retirar el dinero del
fondo de pensiones, solicitar un préstamo, vender esos pocos bonos del tesoro,
París bien vale una misa. Ofrece tímidamente participar en los gastos. Garamond
se mostrará perturbado, Manuzio no acostumbra, y luego, bueno, de acuerdo, me
ha convencido, en el fondo también Proust y Joyce tuvieron que doblegarse y
aceptar la cruda realidad, los costes ascienden a tanto, de momento
imprimiremos dos mil ejemplares, pero el contrato se hará por un máximo de diez
mil. Calcule que doscientos ejemplares serán para usted, de regalo, para que
los envíe a quienes juzgue conveniente, doscientos se envíarán a la prensa,
porque queremos hacer una campaña con todas las de la ley, como si fuera la
Angélica de los Golon, y los mil seiscientos restantes se distribuirán. Sobre
estos ejemplares, como comprenderá, usted no percibirá ningún derecho, pero si
el libro se vende haremos una reimpresión y entonces sí, usted se quedará con
el doce por ciento.
Más tarde tendría ocasión de ver el contrato modelo que De Gubernatis,
en pleno trip poético, debía de haber firmado sin siquiera leer, mientras el
administrador se lamentaría de que el señor Garamond hubiese calculado unos
costes tan bajos. Diez páginas de cláusulas en cuerpo ocho, traducciones a
otros idiomas, derechos subsidiarios, adaptaciones para el teatro reducciones
radiofónicas y cinematográficas, ediciones en Braille para los ciegos, cesión
del resumen a la revista Selecciones, garantías en caso de proceso por
difamación, derecho del autor a aprobar los cambios introducidos por la
editorial, competencia de los tribunales de Milán en caso de litigio… El AAF
debería llegar exhausto, la vista deslumbrada por el futuro de gloria que se
abría ante sus ojos, a las cláusulas deletéfeas en las que se decía que la
tirada máxima sería de diez mil ejemplares pero no se hablaba de tirada mínima,
que la suma que debía pagar no dependía de la tirada, sobre la que sólo se
trató de palabra, y en particular que al cabo de un año el editor tendría
derecho a destruir los ejemplares no vendidos, salvo que el autor los
adquiriese por el cincuenta por ciento del precio de cubierta. Firma.
El lanzamiento sería fastuoso. Comunicado de prensa de diez páginas, con
biografía y ensayo crítico. Ningún pudor, porque de todas formas en la
redacción de los periódicos acabaría en la papelera. Tirada real: mil
ejemplares, de los cuales sólo se encuadernarán trescientos cincuenta.
Doscientos para el autor, una cincuentena para distribuir en librerías
asociadas, otros cincuenta para enviar a las revistas de provincias, unos
treinta para enviar a los periódicos, por si les sobraba alguna línea en la
columna de libros recibidos. Ese ejemplar lo donarían a los hospitales o a las
cárceles, con lo que se explica por qué los primeros no curan y las segundas no
redimen.
En el verano llegaría el premio Petruzzellis della Gattina, criatura de
Garamond. Coste total: comida y alojamiento para el jurado, dos días, y Nike de
Samotracia en cinabrio. Telegramas de felicitación de los autores Manuzio.
Por último llegaría el momento de la verdad, un año y medio más tarde.
Garamond le escribiría: Estimado amigo, ya lo decía yo, usted está adelantado
cincuenta años. Reseñas, ya lo ha visto, a montones, premios y consenso de la
crítica, ça va sans dire. Pero ejemplares vendidos, muy pocos, el
público no está preparado. Nos vemos obligados a despejar el almacén, como está
previsto en el contrato (que adjunto). O se destruyen los ejemplares, o usted
los compra al cincuenta por ciento del precio de cubierta, como es su derecho.
De Gubernatis enloquece de dolor, los parientes le consuelan, la gente
no te entiende, claro que si fueras uno de ésos, si hubieras untado la mano a
alguno, a estas alturas ya habrías tenido una reseña hasta en el Corriere
della Sera, es una mafia, no hay que entregarse. Sólo quedan cinco
ejemplares de regalo y aún tienes tantas personas importantes con que cumplir,
no puedes permitir que tu obra se destruya para fabricar papel higiénico,
veamos cuánto dinero podemos reunir, es dinero bien empleado, se vive una sola
vez, digamos que podemos comprar quinientos ejemplares y en cuanto al resto sic
transit gloria mundi.
En Manuzio han quedado seiscientos cincuenta ejemplares sin encuadernar,
el señor Garamond hace encuadernar quinientos y los envía contra reembolso.
Balance: el autor ha pagado con creces los costes de producción de dos mil
ejemplares, Manuzio ha impreso mil y ha encuadernado ochocientos cincuenta, de
los cuales quinientos han sido pagados por segunda vez. Una cincuentena de
autores al año, y Manuzio siempre cierra con un amplio margen de beneficios.
Y sin remordimientos: reparte felicidad.