Cuando llega el otoño, todos regresamos del Norte. Traemos todavía en los ojos la luz de Francia, las imágenes de la playa vascongada. Y la meseta madrileña nos prepara su mejor cielo, y al cabo —tras un par de días de acomodación— nos reconquista.
Junto al Botánico, por todo el Prado, pasada la fuente de Apolo y, a poco andar, también las cuatro fuentes, Madrid va dejando que la cara de sus paseos comience a endurecerse y vaya tomándose en carretera. Y hay, junto al claro de la Estación de Atocha, una indecisión sensible, casi patética. El aire, abanicado de árboles, huele a campo. En los barracones de la feria brindan su melancolía los juguetes de cartón pintado. Los puestos de turrón y almendra garapiñada alternan con los cementerios de libros viejos. “Azorín”, en las primeras páginas de su libro Un pueblecito, lo ha contado ya. Lo que no ha contado es que conviene pasarse por la feria antes de que caigan sobre ella él mismo o Enrique Díez-Canedo, los dos más diestros cazadores de libros que hay en España.
¡Dolor de los libros desahuciados, que los sacan a mitad de la calle como a una familia menesterosa! Último capítulo del cuento árabe que, entre infinitas vicisitudes, nos narra las emigraciones de los libros, los viajes de Simbad de la edición princeps, o la novela bizantina de la obra en dos tomos que el destino separa como a dos amantes mal fortunados. ¡Cuántos libros que nos son familiares —unos nuestros, otros de los amigos— hemos encontrado tal vez con la bochornosa mutilación: la página de la dedicatoria arrancada!
A la vista nos sale, desde el primer momento, la inevitable doña Oliva Sabuco, reverenda señora, en unos tomos gordos, con las cubiertas también del color de oliva. Hay que perdonarle su insistencia. Hasta hace unos cuatro años, su aparición en una tienda de libros solía ser anuncio de que andaban cerca el Cancionero de Baena, de Ochoa (1851), y el hermoso tomo del Marqués de Santillana publicado en 1852 por José Amador de los Ríos. Pero ambos comienzan a escasear. Estas inexplicables asociaciones están acaso sujetas a cierta geología de los libros viejos cuyas leyes ignoramos aún.
Pasamos sin hacer caso frente a las fatigosas colecciones de “Hombres Grandes”, “Españoles Célebres” y otras de este carácter, que nos tienen ya hastiados. Damos con el Argote de Molina, de la “Biblioteca Venatoria”, que publicaba con tanto primor el discreto Gutiérrez de la Vega. Nos sorprende, en la “Colección de Libros Españoles Raros o Curiosos”, que se haya usado exactamente el mismo prólogo para tres distintas comedias de Lope, mediante el recurso, cuando la frase lo requiere, de cambiar los títulos de la obra aludida: bien La prueba de los amigos (título alarconiano ya), bien Amor con vista, bien Amor, pleito y desafío.
Y al fin —delicioso hallazgo— descubrimos, entre un montañoso caos de folletos, algunos números de aquella “Biblioteca Económica Filosófica” que publicaba Antonio Zozaya, allá por los comienzos del siglo. Prestó verdaderos servicios. Era útil y es estimable. No ha sido sustituída del todo, a pesar del empuje de otras colecciones posteriores y, sobre todo, la “Universal”, de Calpe, que dirige Manuel G. Morente. Reunía y popularizaba la filosofía de todos los tiempos y países. La hacía accesible a los estudiantes y a los pobres. En la Sociedad de Alumnos de la Escuela Preparatoria —¿te acuerdas, Luis Mac Gregor Cevallos? ¿Te acuerdas, Antonio Astiazarán? ¿Se acuerdan ustedes, Simón Anduaga, Martín Luis Guzmán?— solía yo leer los diálogos de Platón en estos librillos manuales.
Comienzan a desaparecer y hay que buscarlos con ahinco. Si creemos que la ley de Gresham se aplica también a los libros, será que éstos son moneda buena. Para buscarlos se procede por eliminación: ya se sabe que no están entre los valiosos, sino en el montón de los de a real o a dos reales. La preocupación de no gastar en pastas más de lo que el libro ha costado hace que los tomitos anden por ahí en camisa, desgarrándose y perdiéndose poco a poco en el frotamiento natural del canto rodado. En otro tiempo, yo tuve una colección completa; pero entre viajes, descuidos y cambios por otras ediciones menos provisionales, los he ido dejando caer, y ya me quedan pocos números y hasta tengo obras incompletas.
¿Por qué nuestra Editorial Universitaria no intenta reimprimirlos?
En todo caso, los aficionados deben juntar cuantos encuentren. Nunca alcanzarán valor de joya bibliográfica.
Están hechos para servir al pueblo; cuestan poco y rinden mucho. Y representan un simpático esfuerzo de cultura, que algunos asociamos ya a nuestros primeros estudios filosóficos.
Era la hora de la buena fe intelectual: temblábamos todavía al abrir los libros.
1923
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